When the little bluebell At the bottom of the dell Starts to ding dong ding ÉL apartó las cortinas y respiró el aire limpio. Había entrado la brisa temprana, agitando las cortinas para anunciarse. Miró hacia afuera: estas horas del amanecer eran las mejores, las más despejadas, las de una primavera diaria. No tardaría en sofocarlas el sol palpitante. Pero a las siete de la mañana, la playa frente al balcón se iluminaba con una paz fresca y un contorno silencioso. Las olas apenas murmuraban y las voces de los escasos bañistas no alcanzaban a distraer el encuentro solitario del sol naciente, el océano tranquilo y la arena peinada por la marca. Apartó las cortinas y respiró el aire limpio. Tres chiquillos caminaban por la playa con sus cubetas, recogiendo los tesoros de la noche: estrellas, caracoles, maderos pulidos. Un velero se bamboleaba cerca de la costa; el cielo transparente se proyectaba sobre la tierra a través de un filtro del verde más pálido. Ningún automóvil corría por la avenida que separaba al hotel de la playa. & Dejó caer la cortina y caminó hacia el baño de azulejos moriscos. Miró en el espejo ese rostro hinchado por un sueño que, sin embargo, era tan breve, tan distinto. Cerró la puerta con suavidad. Abrió los grifos y taponeó el lavabo. Arrojó la camisa del pijama sobre la tapa del excusado. Escogió una hoja nueva, la despojó de su envoltura de papel ceroso y la colocó en el rastrillo dorado. & Luego dejó caer la navaja en el agua caliente, humedeció una toalla y se cubrió el rostro con ella. El vapor empañó el cristal. Lo limpió con una mano y encendió el cilindro de luz neón colocado sobre el espejo. Exprimió el tubo de un nuevo producto norteamericano, la crema de afeitar de aplicación directa; embarró la sustancia blanca y refrescante sobre las mejillas, el mentón y el cuello. Se quemó los dedos al sacar la navaja del agua. Hizo un gesto de molestia y con la mano izquierda extendió una mejilla y comenzó a afeitarse, de arriba abajo, con esmero, torciendo la boca. El vapor le hacía sudar; sentía correr las gotas por las costillas. Ahora se descañonaba lentamente y después se acariciaba el mentón para asegurarse de la suavidad. Volvió a abrir los grifos, a empapar la toalla, a cubrirse la cara con ella. Se limpió las orejas y se roció el rostro con una loción excitante que le hizo exhalar con placer. Limpió la hoja y volvió a colocarla en el rastrillo, y éste en su estuche de cuero. Tiró el tapón y contempló, por un instante, la succión del charco gris de jabón y vello emplastado. Observó las facciones: quiso descubrir al mismo de siempre, porque al limpiar de nuevo el vaho que empañaba el cristal, sintió sin saberlo —en esa hora temprana, de quehaceres insignificantes pero indispensables, de malestares gástricos y hambres indefinidas, de olores indeseados que rodeaban la vida inconsciente del sueño— que había pasado mucho tiempo sin que, mirándose todos los días al espejo de un baño, se viera. Rectángulo de azogue y vidrio y único retrato verídico de este rostro de ojos verdes y boca enérgica, frente ancha y pómulos salientes. Abrió la boca y sacó la lengua raspada de islotes blancos; luego buscó en el reflejo los huecos de los dientes perdidos. Abrió el botiquín y tomó los puentes que dormían en el fondo de un vaso con agua. Los enjuagó rápidamente y, dando la espalda al espejo, se los colocó. Embarró la pasta verdosa sobre el cepillo y se limpió los dientes. Hizo gárgaras y se desprendió del pantalón del pijama. & Abrió los grifos de la regadera. Tomó la temperatura con la palma de la mano y sintió el chorro desigual sobre la nuca, mientras pasaba el jabón sobre el cuerpo magro, de costillas salientes, el estómago flácido y los músculos que aún conservaban cierta tirantez nerviosa, pero que ahora tendían a colgarse hacia adentro, de una manera que le parecía grotesca, si él no mantenía una vigilancia enérgica y postiza... y sólo cuando era observado, como estos días, por esas miradas impertinentes del hotel y la playa. Dio la cara a la regadera, cerró los grifos y se frotó con la toalla. Volvió a sentirse contento cuando se fregó el pecho y las axilas con el agua de lavanda y pasó el peine sobre la cabellera crespa. Tomó del closet el calzón de baño azul y la camisa blanca de polo. Calzó las zapatillas italianas de lona y cuerda y abrió con lentitud la puerta del baño. & La brisa continuaba agitando las cortinas y el sol no acababa de brillar: sería una lástima, una verdadera lástima que el día se echara a perder. En septiembre nunca se sabe. Miró hacia la cama matrimonial. Lilia seguía durmiendo, con esa postura espontánea, libre: la cabeza apoyada en el hombro y el brazo extendido sobre la almohada, la espalda al aire y una rodilla doblada, fuera de la sábana. Se acercó al cuerpo joven, sobre el cual esa luz primera jugaba grácilmente, iluminando el vello dorado de los brazos y los rincones húmedos de los párpados, los labios, la axila pajiza. Se agachó para mirar las perlas de sudor sobre los labios y sentir la tibieza que ascendía del cuerpo de animalillo en reposo, tostado por el sol, inocentemente impúdico. Extendió los brazos, con el deseo de voltearla y ver el frente de su cuerpo. Los labios entreabiertos se cerraron y la muchacha suspiró. Él bajó a desayunar. & Cuando terminó el café, se limpió los labios con la servilleta y miró a su alrededor. Siempre, a esta hora, parecían desayunar los niños, acompañados de las nanas. Las cabezas lisas y húmedas eran de los que no habían resistido la tentación de un baño antes del desayuno y ahora se disponían a regresar, con las trusas mojadas, a la playa que acogía ese tiempo sin tiempo en el que sólo la imaginación de un niño daría el ritmo querido a las horas, largas o cortas, de castillos y murallas en construcción, de alegres prólogos de enterramiento, de paseos chapoteados y juegos revolcados, de cuerpos tendidos sin tiempo al tiempo del sol, de griterías en la envoltura intangible del agua. Era extraño verlos, tan niños, buscando ya en el espacio abierto la guarida singular de un entierro ficticio, de un palacio de arena. Ahora se retiraban los niños y entraban los huéspedes adultos del hotel. & Encendió un cigarrillo y se dispuso a ese mareo leve que de unos meses a esta parte acompañaba siempre a la primera bocanada del día. Dirigió la mirada lejos del comedor, hacia la curva de la playa recortada que se iba serpenteando en espuma desde el extremo del océano abierto hasta la media luna más recogida de la bahía, ahora punteada de veleros y un rumor ascendente de actividad. Un matrimonio conocido pasó a su lado y le saludó con un gesto. Él inclinó la cabeza y volvió a tomar una bocanada de humo. & Aumentaron los ruidos del comedor: los cubiertos sobre los platos, las cucharillas batidas dentro de las tazas, las botellas destapadas y el burbujeo de agua mineral, las sillas acomodadas, las conversaciones de las parejas, de los grupos de turistas. Y el rumor creciente del oleaje, que no se resignaba a que lo venciera el rumor humano. Desde la mesa, se veía la explanada del nuevo frente moderno de Acapulco, levantado con premura para satisfacer la comodidad del gran número de viajeros norteamericanos a los que la guerra había privado de Waikiki, Portofino o Biarritz, y también para ocultar el traspatio chaparro, lodoso, de los pescadores desnudos y sus chozas con niños barrigones, perros sarnosos, riachuelos de aguas negras, triquina y bacilos. Siempre los dos tiempos, en esta comunidad jánica, de rostro doble, tan lejana de lo que fue y tan lejana de lo que quiere ser. & Fumaba, sentado, con un ligero entumecimiento en las piernas que ya no toleraban, ni siquiera a las once de la mañana, esta ropa veraniega. Se frotó disimuladamente la rodilla. Debía ser un frío dentro de él, porque la mañana estallaba en una sola luz redonda y el cráneo del sol hervía con un penacho naranja. Y Lilia entraba, con los ojos escondidos detrás de gafas oscuras. Él se puso de pie y acercó la silla a la muchacha. Hizo una seña al mozo. Notó el cuchicheo del matrimonio conocido. Lilia pidió papaya y café. & —¿Dormiste bien? & La muchacha asintió, sonrió sin separar los labios y acarició la mano morena del hombre, recortada sobre el mantel. & —¿No habrán llegado los periódicos de México? dijo mientras recortaba en trocitos la rebanada de fruta. —¿Por qué no miras? & —Sí. Apúrate, que a las doce nos espera el yate. & —¿Dónde vamos a comer? & —En el club. & El hombre caminó hacia la administración. Sí, sería un día como el de ayer, de conversación difícil, de preguntas y respuestas ociosas. Pero la noche, sin palabras, era otra cosa. ¿Por qué iba a pedir más? El contrato, tácito, no exigía verdadero amor, ni siquiera una semblanza de interés personal. Quería una chica para las vacaciones. La tenía. El lunes todo terminaría, no la volvería a ver. ¿Quién iba a exigir más? Compró los diarios y subió a ponerse unos pantalones de franela. & En el automóvil, Lilia se metió en los periódicos y comentó algunas noticias de cine. Cruzó las piernas bronceadas y dejó que una zapatilla se le descolgara. Él encendió el tercer cigarrillo de la mañana, no le dijo que ese periódico lo editaba él, se distrajo observando los anuncios que coronaban los nuevos edificios y esa extraña transición del hotel de quince pisos y el restaurant de hamburguesas a la montaña rapada, de entrañas descubiertas por la pala mecánica, que caía con su vientre rojizo sobre la carretera. & Cuando Lilia saltó graciosamente a la cubierta y él trató de equilibrarse y al fin dio pie en el yate, el otro ya estaba allí y fue quien les dio la mano para que pasaran del muelle bamboleante. & —Xavier Adame. & Casi desnudo, con un traje de baño muy corto y el rostro oscuro, aceitado alrededor de los ojos azules y las cejas espesas y juguetonas. Tendió la mano con un movimiento de lobo inocente: audaz, cándido, secreto. & —Don Rodrigo dijo que si no les importaba compartir el barco conmigo. & Él asintió y buscó un lugar en la cabina sombreada. Adame le decía a Lilia: & —...el viejo me lo tenía ofrecido desde hace una semana y luego se olvidó... & Lilia sonrió y extendió la toalla sobre la popa asoleada. & —¿No apeteces nada? —le preguntó el hombre a Lilia cuando el mozo de a bordo se acercó con el carro de las bebidas y las botanas. & Lilia, acostada, dijo que no con un dedo. Él acercó el carro y picoteó las almendras mientras el mozo le preparaba un gin-and-tonic. Xavier Adame había desaparecido sobre el toldo de la cabina. Se escucharon sus pisadas firmes, un diálogo rápido con alguien que estaba sobre el muelle, después el movimiento del cuerpo al recostarse sobre el toldo. & El pequeño yate salió lentamente de la bahía. Él tomó su gorra con visera transparente y se reclinó a beber el gin-and-tonic. & Frente a él, el sol se untaba sobre Lilia. La muchacha deshizo el nudo del sostén y ofreció la espalda. Todo el cuerpo hizo un gesto de alegría. Levantó los brazos y se anudó el pelo suelto, de un cobrizo brillante, sobre la nuca. Un sudor finísimo le corría por el cuello, lubricando la carne suave y redonda de los brazos y la espalda lisa, de separación acentuada. La miraba desde el fondo de la cabina. Ahora se dormiría en la misma postura de la mañana. Recargada sobre el hombro, con una rodilla doblada. Vio que se había afeitado la axila. El motor arrancó y las olas se abrieron en dos crestas veloces, levantando una llovizna salada, pareja, cortada, que caía sobre el cuerpo de Lilia. El agua de mar mojó el pantaloncillo de baño y lo pegó sobre las caderas y lo encajó entre las nalgas. Las gaviotas se acercaron, chirriando, a la nave veloz y él sorbió lentamente los popotes de su bebida. Ese cuerpo joven, lejos de excitarlo, lo llenaba de contención, de una especie de austeridad malévola. Jugaba, sentado sobre la silla de lona al fondo de la cabina, al aplazamiento de sus deseos, a su almacenamiento para la noche silenciosa y solitaria, cuando los cuerpos desaparecían en la oscuridad y no podían ser objeto de comparaciones. En la noche, sólo tendría para ella las manos experimentadas, amantes de la lentitud y la sorpresa. Bajó la mirada y vio esas manos morenas, de venas verdosas, prominentes, que suplían el vigor y la impaciencia de otras edades. & Se encontraban en mar abierto. La costa deshabitada, de matorrales desgreñados y bastiones de roca, levantaba sobre sí misma un reverberar ardiente. El yate dio un viraje en el mar picado y una ola se estrelló, empapó el cuerpo de Lilia: gritó alegremente y levantó el busto, detenido por esos botones rosados que parecían atornillar los senos duros. Volvió a recostarse. El mozo se acercó con una bandeja olorosa de ciruelas magulladas, duraznos y naranjas peladas. Él cerró los ojos y dio paso a una sonrisa difícil, impuesta por el pensamiento: ese cuerpo lúbrico, ese talle estrecho, esos muslos llenos, también llevaban escondidos en una célula ahora minúscula, el cáncer del tiempo. Maravilla efímera, ¿en qué se distinguiría, al cabo de los años, de este otro cuerpo que ahora la poseía? Cadáver al sol chorreando aceites y sudor, sudando su juventud rápida, perdida en un abrir y cerrar de ojos, capilaridad marchita, muslos que se ajarían con los partos y la pura, angustiosa permanencia sobre la tierra y sus rutinas elementales, siempre repetidas, exhaustas de originalidad. Abrió los ojos. La miró. & Xavier se descolgó del toldo. Él vio aparecer las piernas velludas, luego el nudo del sexo escondido, al fin los pechos ardientes. Sí: caminaba como lobo, al agacharse para entrar en la cabina abierta y tomar dos duraznos del platón depositado sobre una fuente de hielo. Le dirigió una sonrisa y salió con la fruta empuñada. Se puso en cuclillas frente a Lilia, con las piernas abiertas frente al rostro de la muchacha; le tocó el hombro. Lilia sonrió y tomó uno de los duraznos ofrecidos con unas palabras que él no pudo entender, sofocadas por el motor, la brisa, las olas veloces. Ahora esas dos bocas mascaban a un tiempo y el jugo les escurría por las barbillas. Si al menos... Sí. El joven cerró las piernas y se recargó, extendiéndolas, a babor. Levantó los ojos sonrientes, frunciendo el ceño, al cielo blanco del mediodía. Lilia lo miraba y movía los labios. Xavier indicó algo, movió el brazo y señaló hacia la costa. Lilia trataba de mirar hacia allá, tapándose los senos. Xavier se volvió a acercar y ambos rieron cuando él le amarró el sostén de tela y ella se sentó con el busto húmedo y dibujado y se tapó la frente con una mano para ver lo que él señalaba en la línea lejana de una playuela caída, como una concha amarilla, entre el espesor de la selva. Xavier se puso de pie y gritó una orden al lanchero. El yate dio un nuevo viraje y enfiló hacia la playa. La joven también se recostó a babor y acercó el bolso para ofrecerle un cigarillo a Xavier. Hablaban. & Él veía los dos cuerpos, sentados lado a lado, parejamente oscuros y parejamente lisos, hechos de una sola línea sin interrupciones, de la cabeza a los pies extendidos. Inmóviles pero tensos con una espera segura; identificados en su novedad, en su afán apenas disimulado de probarse, de exponerse. Sorbió los popotes y se puso las gafas negras, que unidas a la gorra de visera casi disfrazaban el rostro. & Hablaban. Terminaban de chupar el hueso del durazno y dirían: & «—Sabe bien,» & o quizás, & «—Me gusta...» & algo que nadie había dicho antes, dicho por cuerpos, por presencias que estrenaban la vida. Dirían... & —¿Por qué no nos hemos visto antes? Yo siempre ando por el club...? & —No, yo no... Anda, vamos a tirar los huesos. A la una... & Los vio arrojar los huesos a un tiempo, con una risa que no llegó hasta él; vio la fuerza de los brazos. & —¡Te gané! dijo Xavier cuando los huesos se estrellaron sin ruido, lejos del yate. Ella rió. Volvieron a acomodarse. & —¿Te gusta esquiar? & —No sé. 
  & —Ándale, te enseño... & ¿Qué dirían? Tosió y acercó el carro para prepararse otra bebida. Xavier averiguaría la clase de pareja que formaban Lilia y él. Ella contaría su pequeña y sórdida historia. Él se encogería de hombros, la obligaría a preferir el cuerpo de lobo, por lo menos para una noche, para variar. Pero amarse... amarse... & —Es cuestión de mantener los brazos rígidos, ¿ves?, no doblar los brazos... & —Primero veo cómo lo haces tú... & —Cómo no. Deja que lleguemos a la playita. & ¡Ah, sí! Ser joven y rico. & El yate se detuvo a unos metros de la playa escondida. Se meció, cansado, y dejó escapar su aliento de gasolina, manchando el mar de cristales verdes y fondo blanco. & Xavier tomó los esquíes y los arrojó al agua; después se zambulló, emergió sonriendo y los calzó. & —¡Tírame la cuerda! & La muchacha buscó la agarradera y la arrojó al joven. El yate volvió a arrancar y Xavier se levantó del agua, siguiendo la estela de la nave con un brazo de saludo en alto mientras Lilia lo contemplaba y él bebía el gin-and-tonic: esa franja de mar que separaba a los jóvenes los acercaba de una manera misteriosa; los unía más que una cópula apretada y los fijaba en una cercanía inmóvil, como si el yate no surcara el Pacífico, como si Xavier fuese una estatua esculpida para siempre, arrastrada por la nave, como si Lilia se hubiese detenido sobre una, cualquiera, de las olas que en apariencia carecían de sustancia propia, se levantaban, se estrellaban, morían, volvían a integrarse —otras las mismas— siempre en movimiento y siempre idénticas, fuera del tiempo, espejo de sí mismas, de las olas del origen, del milenio perdido y del milenio por venir. Hundió el cuerpo en ese sillón bajo y cómodo. ¿Qué iba a elegir ahora? ¿Cómo escaparía a ese azar colmado de necesidades que huían del dominio de su voluntad? & Xavier soltó la agarradera y cayó al mar frente a la playa. Lilia se zambulló sin mirarlo, sin mirarlo a él. Pero la explicación llegaría. ¿Cuál? ¿Lilia le explicaría a él? ¿Xavier le pediría una explicación a Lilia? ¿Lilia le daría una explicación a Xavier? Cuando la cabeza de Lilia, iluminada en mil vetas extrañas por el sol y el mar, apareció en el agua junto a la del joven, supo que nadie, salvo él, osaría pedir una explicación; que allá abajo, en el mar tranquilo de esta rada transparente, nadie buscaría las razones o detendría el encuentro fatal, nadie corrompería lo que era, lo que debía ser. ¿Qué cosa se levantaba entre los jóvenes? ¿Este cuerpo hundido en la silla, vestido con camisa de polo, pantalón de franela y gorra de visera? ¿Esta mirada impotente? Allá abajo, los cuerpos nadaban en silencio y la borda le impedía ver lo que sucedía. Xavier chifló. El yate arrancó y Lilia apareció, por un instante, sobre la superficie del mar. Cayó; el yate se detuvo. Las risas redondas, abiertas, llegaron hasta su oído. Nunca la había escuchado reír así. Como si acabara de nacer, como si no hubiera atrás, siempre atrás, lápidas de historia e historias, sacos de vergüenza, hechos cometidos por ella, por él. dong ding When the little blue clerk In the middle of his work Sings a tune to the moon up above It is nature that is all Reminding us to fall in love  Birds do it, bees do it Even educated fleas do it Let's do it, let's fall in love  In Spain, the best upper sets do it Lithuanians and Letts do it Let's do it, let's fall in love  The Dutch in old Amsterdam do it Not to mention the Fins Folks in Siam do it - think of Siamese twins  Some Argentines, without means, do it People say in Boston even beans do it Let's do it, let's fall in love  Romantic sponges they say do it Oysters out in Oyster Bay do it Let's do it, let's fall in love     Cold Cape Cod clams,  against their wish, do it Even randy jellyfish, do it Let's do it, let's fall in love  Electric eels I might add do it Though it shocks em I know Why ask if shad do it - Waiter bring me "shad roe"  In shallow shoals English soles do it Goldfish in the privacy of bowls do it Let's do it, let's fall in love  The chimpanzees in the zoos do it Some courageous kangaroos do it Let's do it, let's fall in love  Giraffes on the sly do it Even eagles as they fly do it Let's do it, let's fall in love  The royal set sans regret used to do it They considered it fun Marie Antoinette did it  with or without Napoleon  The world admits bears in pits do it Even Pekingeses at the Ritz do it Let's do it, let's fall in love  Quackery 1. Chiropractic  Palmer related? mencken and dead gods too 2. acupuncture 3. homeopathy 4. sugar    5.  Left Action photo of fries 5b. Mastering 6. List of favorite quacks odious and lovable.  orfeo, palmer, one-legged guy, Vujicic said,  7.  Eastern VS Western medicine "Chinese medicine," often called "Oriental medicine" or "traditional Chinese medicine (TCM)," encompasses a vast array of folk medical practices based on mysticism. It holds that the body's vital energy (chi or qi) circulates through channels, called meridians, that have branches connected to bodily organs and functions. Illness is attributed to imbalance or interruption of chi.. Ancient practices such as acupuncture, Qigong, and the use of various herbs are claimed to restore balance. Qigong is also claimed to influence the flow of "vital energy." We used to have some growing in the back yard. My parents grew peyote there, but got rid of it when it became vogue and illegal. Once, someone called my dad asking about jimson weed, which we called datura. Some boy scouts had eaten some and were in bad shape. My dad was a biologist not a botanist and all he could say was that he knew it was the sacred drug of some Indian tribes. Carlos Castaneda was afraid of it and Don Juan made him take it (the Devil's Weed). He wound up in a ditch. He said it gave the illusion of flight. I always remember how the leaveswhen crushed smelled like peanut butter. I always thought it was a southwest plant but its name I learned comes from Jamestown--you know, 1607. Hace poco mi hermana dijo que creía que "Old Black Joe" era una de las canciones más bellas que había sido escrita nunca. Yo estaba de acuerdo y al reflexionar sobre esto, dos cosas se me ocurren. El primero es que cuando yo era un niño mi madre me contó una historia sobre como fue compuesta esa canción. El segundo trata del autor de la canción, Stephen Foster. Resulta que siempre me he sentido igual en cuanto a dos otras canciones suyas: "My Old Kentucky Home" y "Old Folks at Home" (Ya sabes—"Swanee River.")Justo antes de que empiece El Derby de Kentucky, el público canta "My Old Kentucky Home" y cuando ellos llegan al puente y lo cantan no hay nadie que pueda contener las lágrimas: Esta sexta memoria bilingüe ocupa su lugar entre otros tres libros autobiográficos míos. Menciono esto porque cuando empecé a escribirla, me pregunté si me había quedado sin buenos cuentos chinos y recuerdos de interés. Luego me di cuenta de que me había preocupado un poco por esto en las introducciones de la mitad de los otros libros (incluido el primero) y esta vez, al hacerlo, me viene a la mente las palabras de H.L. Gold, escritor de ciencia ficción. De alguna manera, parecen ser pertinentes aquí, ya que tratan de las introducciones de libros y las historias que a los lectores les podrían gustar. Como editor de The Fifth Galaxy Reader, escribió: Creo que los lectores se saltan las introducciones más frecuentemente que las niñas saltan a la comba. Muy bueno. Eso quita mucho estrés y hace que este sea un tipo de conversación con amigos muy cálidos y queridos. Ellos pueden estar en desacuerdo. Gold además observa que si te gustan todas las historias de su antología que... Eres omnívoro o he fallado. Herbert Bayard Swope lo dijo mejor para todos los editores: noNicely done!! (The finishing image was fun!This is why I live in the desert.
Well, there aren't many cottonwoods left except those on the rez near here. That's where I took the pictures. I never knew. Thanks for sharing. It's a wild world - for sure.This is my beloved Girac 300. It's an English sound system. My Brazilian friend Carlos Santos told me to buy one. They don't make the 300 anymore. Only the 600 but I don't need to play to stadium crowds. Once my 300 broke. I got it fixed and now always bring a back-up. I always bring 3 guitars in case two break.That's all. I just wanted to show you my gigrac. The 2 bikes I got here in Munich have hit a couple of milestones. The Hercules folding bike has now gone over 1000 k. and has been ridden in 4 countries. The Pegasus my daily town bike that I got just over 2 years ago at the bike flea market has gone over 5,000 k. As documented on Strava so it did happen Oh, the Facebook Bird Misidentification page is run by mods who are so thin-skinned and nasty that you can't say a word or they'll cry like babies and block you. What did you say? Oh, they deleted a meme of mine because it wasn't bird-related. I didn't care. It wasn't that good a joke anyhow but I tried to explain to them that it actually WAS bird related. They just didn't get the joke.  I then pointed out that when you click their link to see why it was deleted it said, "Stick to birds and bird-related themes...put some effort in it." I cautioned that a smiley face instead of the "put some effort into it" might be nicer. They blocked you for that? My words were" ...a message like “put some effort into it” may be perceived by the reader as discourteous."&Horrors. You discourteous troll. This Jennifer Snyder Facebook Bird Misidentification administrator sent me a 300-word message. I don't know why she bothered if she was just gonna block me. She wrote in the letter "ultimately you are simply “butt hurt” over a very minor incident in the world of Facebook. &She wrote that to you? Well, that's an awfully vile and perverse thing to say to a member. ¡Adiós muy buenas! ¡Que se vaya con viento fresco! tenía una fórmula para publicar un periódico exitoso, pero sabía como se podía fracasar: tratar de complacer a todos. ¿Se me han acabado mis cuentos chinos? Ya veremos, pero como editor de estas anécdotas personales, tengo una ventaja sobre Gold y Swope. Es esto: es probable que mi número de lectores sea tan pequeño que la persona principal a la que tenga que complacer sea yo mismo, y esta es una tarea sumamente fácil. A pesar de esto, mi esperanza es ferviente que otros lectores se consideren que estas historias valen la pena leer. Un día, fui a pescar en un lago cerca de Flagstaff, Arizona y en el camino vi por la ventana una tienda con el letrero Hu Ting Equipo de Pesca.     "Que interesante," me dije. "Que una familia asiática haya abierto una tienda de equipo de pesca aquí.  ¡Creo que es fenomenal!" Paré frente a la tienda y entré. Dentro me enteré de que los dueños de la tienda eran pueblerinos comunes y corrientes. Entonces fue cuando me di cuenta de que una letra se había caído del letrero—una N. Lo que el letrero solía decir era: Hunting Fishing Supplies. (Equipo de Caza y Pesca).  Pero el presente no podía huir porque lo estaban viviendo, sentados sobre esos sillones de paja y comiendo mecánicamente el almuerzo especialmente ordenado: vichysoisse, langosta, Côtes du Rhone, Baked Alaska. Estaba sentada allí, pagada por él. Detuvo el pequeño tenedor de mariscos antes de llegar a la boca: pagada por él, pero se le escapaba. No podía tenerla más. Esa tarde, esa misma noche, buscaría a Xavier, se encontrarían en secreto, ya habían fijado la cita. Y los ojos de Lilia, perdidos en el paisaje de veleros y agua dormida, no decían nada. Pero él podría sacárselo, hacer una escena... Se sintió falso, incómodo y siguió comiendo la langosta... Ahora cuál camino... un encuentro fatal que se sobrepone a su voluntad... Ah, el lunes todo terminaría, no la volvería a ver, no volvería a buscarla a oscuras, desnudo, seguro de encontrar esa tibieza reclinada entre las sábanas, no volvería... & —¿No tienes sueño? murmuró Lilia cuando les sirvieron el postre. —¿No te da mucha modorra el vino? & —Sí. Un poco. Sírvete. & —No; no quiero helado... Quisiera dormir la siesta. & Al llegar al hotel, Lilia se despidió con una seña de los dedos y él atravesó la avenida y pidió a un muchacho que le colocase una silla bajo la sombra de las palmeras. Le costó encender el cigarrillo: un viento invisible, sin localización en la tarde calurosa, se empeñaba en apagarle los fósforos. Ahora algunas parejas siesteaban cerca de él, abrazadas, algunas entrelazando las piernas, otras con las cabezas escondidas debajo de las toallas. Comenzó a desear que Lilia bajase y recostara su cabeza sobre las rodillas enfraneladas, delgadas, duras. Sufría o se sentía herido, molesto, inseguro. Sufría con el misterio de ese amor que no podía tocar. Sufría con el recuerdo de esa complicidad inmediata, sin palabras, pactada ante su mirada con actitudes que en sí nada decían, pero que en presencia de ese hombre, de ese hombre hundido en su silla de lona, hundido detrás de la visera, las gafas oscuras... Una de las jóvenes recostadas se desperezó con un ritmo lánguido en los brazos y empezó a chorrear, con la mano, una lluvia de arena fina sobre el cuello de su compañero. Gritó cuando el joven saltó fingiendo cólera y la tomó del talle. Los dos rodaron por la arena; ella se levantó y corrió; él detrás, hasta volver a tomarla, jadeante, nerviosa y llevarla en brazos hacia el mar. Él se despojó de las zapatillas italianas y sintió la arena caliente bajo las plantas de los pies. Recorrer la playa, hasta su fin, solo. Caminar con la mirada puesta en sus propias huellas, sin advertir que la marea las iba borrando y que cada nueva pisada era el único, efímero testimonio de sí misma. & El sol estaba a la altura de los ojos. & Los amantes salieron del mar —él, confuso, no pudo medir el tiempo de ese coito prolongado, casi a la vista de la playa, pero arropado en la sábana del mar argentino del poniente— y aquel alarde juguetón con el que entraron al agua sólo era, esta vez, dos cabezas unidas en silencio y la mirada baja de esa muchacha espléndida, morena, joven... Joven. Los jóvenes volvieron a recostarse, tan cerca de él, y a taparse las cabezas con la misma toalla. También se cubrían de la noche, la lenta noche del trópico. El negro que alquilaba las sillas empezó a recogerlas. Él se levantó y caminó hacia el hotel. & Decidió darse un chapuzón en la piscina antes de subir. Entró al desvestidor junto a la alberca y volvió a quitarse, sentado sobre un banco, las zapatillas. Los closets de fierro donde se guardaba la ropa de los huéspedes lo escondían. Se escucharon unos pasos húmedos sobre el tapete de goma, a espaldas de él; unas voces sin respiración rieron; se secaron los cuerpos con las toallas. Él se quitó la camisa de polo. Del otro lado del locker, se levantó un olor penetrante de sudor, tabaco negro y agua de colonia. Una fumarola voló hacia el techo. & —Hoy no aparecieron la bella y la bestia. & —No, hoy no. & —Está cuerísimo la vieja... & —Lástima. El pajarraco ese no le ha de cumplir. & —De repente se muere de apoplejía. & —Sí. Apúrate. & Volvieron a salir. Él calzó las zapatillas y salió poniéndose la camisa. & Subió por la escalera a la recámara. Abrió la puerta. No tenía de qué sorprenderse. Allí estaba la cama revuelta de la siesta, pero Lilia no. Se detuvo a la mitad del cuarto. El ventilador giraba como un zopilote capturado. Afuera, en la terraza, otra noche de grillos y luciérnagas. Otra noche. Cerró la ventana para impedir que el olor escapara. Sus sentidos tomaron ese aroma de perfume recién derramado, sudor, toallas mojadas, cosméticos. No eran ésos sus nombres. La almohada, aún hundida, era jardín, fruta, tierra mojada, mar. Se movió lentamente hacia el cajón donde ella... Tomó entre las manos el sostén de seda, lo acercó a la mejilla. La barba naciente lo raspó. Debía estar preparado. Debía bañarse, afeitarse de nuevo para esta noche. Soltó la prenda y caminó con un nuevo paso, otra vez contento, hacia el baño. & Prendió la luz. Abrió el grifo del agua caliente. Arrojó la camisa sobre la tapa del excusado. Abrió el botiquín. Vio esas cosas, cosas de los dos. Tubos de pasta dental, crema de afeitar mentolada, peines de carey, cold cream, tubo de aspirina, pastillas contra la acidez, tapones higiénicos, agua de lavanda, hojas de afeitar azules, brillantina, colorete, píldoras contra los espasmos, gargarizante amarillo, preservativos, leche de magnesia, bandas adhesivas, botella de yodo, frasco de shampoo, pinzas, tijeras para las uñas, lápiz labial, gotas para los ojos, tubo nasal de eucalipto, jarabe para la tos, desodorante. Tomó la navaja. Estaba llena de vellos castaños, gruesos, prendidos entre la hoja y el rastrillo. Se detuvo con la navaja entre las manos. La acercó a los labios y cerró, involuntariamente, los ojos. Al abrirlos, ese viejo de ojos inyectados, de pómulos grises, de labios marchitos, que ya no era el otro, el reflejo aprendido, le devolvió una mueca desde el espejo. & YO los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con un siseo, las cortinas grises. Yo quisiera pedirles que las abrieran, que abrieran las ventanas. Hay un mundo afuera. Hay este viento alto, de meseta, que agita unos árboles negros y delgados. Hay que respirar... Han entrado. & —Acércate, hijita, que te reconozca. Dile tu nombre. & Huele bien. Ella huele bonito. Ah, sí, aún puedo distinguir las mejillas encendidas, los ojos brillantes, toda la figura joven, graciosa, que a pasos cortados se acerca a mi lecho. & —Soy... soy Gloria... & —Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo. & —¿Ves en qué terminó? ¿Ves, ves? Igual que mi hermano. Así terminó. & —¿Te sientes aliviada? Hazlo. & —Ego te absolvo... & El ruido fresco y dulce de billetes y bonos nuevos cuando los toma la mano de un hombre como yo. El arranque suave de un automóvil de lujo, especialmente construido, con clima artificial, bar, teléfono, cojines para la cintura y taburetes para los pies ¿eh, cura, eh?, ¿también allá arriba, eh? Y ese cielo que es el poder sobre los hombres, incontables, de rostros escondidos, de nombres olvidados: apellidos de las mil nóminas de la mina, la fábrica, el periódico: ese rostro anónimo que me lleva mañanitas el día de mi santo, que me esconde los ojos debajo del casco cuando visito las excavaciones, que me doblega la nuca en signo de cortesía cuando recorro los campos, que me caricaturiza en las revistas de oposición: ¿eh, eh? Eso sí existe, eso sí es mío. Eso sí es ser Dios, ¿eh?, ser temido y odiado y lo que sea, eso sí es ser Dios, de verdad, ¿eh? Dígame cómo salvo todo eso y lo dejo cumplir todas sus ceremonias, me doy golpes en el pecho, camino de rodillas hasta un santuario, bebo vinagre y me corono de espinas. Dígame cómo salvo todo eso, porque el espíritu... & «—...del hijo, y del espíritu santo, amén...» & Allí sigue, de rodillas, con la cara lavada. Trato de darle la espalda. El dolor de costado me lo impide. Aaaay. Ya habrá terminado. Estaré absuelto. Quiero dormir. Allí viene la punzada. Allí viene. Aaaah-ay. Y las mujeres. No, no éstas. Las mujeres. Las que aman. ¿Cómo? Sí. No. No sé. He olvidado ese rostro. Por Dios, he olvidado el rostro. Era mío, cómo lo voy a olvidar. & «—Padilla... Padilla... Llámeme al jefe de información y a la cronista de sociales.» & Tu voz, Padilla, la recepción hueca de tu voz a través de ese interfón... & «—Sí, don Artemio. Don Artemio, hay un problema urgente. Los indios esos andan agitando. Quieren que se les pague la deuda por talar sus bosques. & «—¿Qué? ¿Cuánto es? & «—Medio millón. & «—¿Nada más? Dígale al comisario ejidal que me los meta en cintura, que para eso le pago. Sólo faltaba... & «—Aquí está Mena en la antesala. ¿Qué le digo? & «—Hágalo pasar.» & Ah Padilla, no puedo abrir los ojos y verte, pero puedo ver tu pensamiento Padilla, detrás de la máscara de dolor: el hombre que agoniza se llama Artemio Cruz, nada más Artemio Cruz; sólo este hombre muere, ¿eh?, nadie más. Es como un golpe de suerte que aplaza las otras muertes. Esta vez sólo muere Artemio Cruz. Y esa muerte puede serlo en lugar de otra, quizás de la tuya, Padilla... Ah. No. Tengo cosas por hacer todavía. No estén tan seguros, no... & —Te dije que se estaba haciendo. & —Déjelo descansar. & —¡Te digo que se está haciendo! & Yo las veo, de lejos. Sus dedos abren apresuradamente el segundo fondo, deslizándole de la base con respeto. No hay nada. Pero yo ya agito el brazo, señalando hacia el muro de encino, el largo closet que abarca todo un costado de la recámara. Ellas corren hacia allá, corren todas las puertas, corren todos los ganchos cargados de trajes azules, a rayas, de dos botones, de pelusa irlandesa, sin recordar que no son mis trajes, que mi ropa está en mi casa, corren todos los ganchos mientras yo les indico, con las dos manos que apenas puedo mover, que quizá el documento está guardado en una de las bolsas interiores derechas de algún traje. Crece la premura de Teresa y Catalina, hurgan ya sin recato, arrojan a la alfombra los sacos vacíos, hasta que los revisan todos y me dan las caras. No puedo mantener una cara más seria. Estoy parapetado por los almohadones y respiro con dificultad, pero mi mirada no pierde un solo detalle. La siento veloz y ávida. Pido con la mano que se acerquen: & —Ya recuerdo... en un zapato... ya recuerdo bien... & Verlas a las dos en cuatro patas, sobre el reguero de sacos y pantalones, ofreciéndome sus anchas caderas, moviendo las nalgas con un jadeo obsceno, entre mis zapatos, y sólo entonces la agria dulzura nubla mis ojos, me llevo la mano al corazón y cierro los párpados. & —Regina... & El murmullo de indignación y esfuerzo de las dos mujeres se va perdiendo en la oscuridad. Muevo los labios para murmurar aquel nombre. No hay mucho tiempo para recordar ya, para recordar al otro, al que amó... Regina... & «—Padilla... Padilla... Quiero comer algo ligero... No estoy muy bien del estómago. Venga a acompañarme en cuanto eso esté listo...» & ¿Cómo? Seleccionas, construyes, haces, preservas, continúas: nada más... Yo... & «—Sí, hasta pronto. Mis respetos. & «—Bien hablado, señor. Es fácil aplastarlos. & «—No, Padilla, no es fácil. Pásame ese platón... ése, el de los sandwichitos... Yo he visto a esta gente en marcha, Cuando se deciden, es difícil contenerlos...» & ¿Cómo iba la canción? Desterrado me fui para el sur, desterrado por el gobierno y al año volví; ay qué noches tan intranquilas paso sin ti, sin ti; ni un amigo ni un pariente que se duela; sólo el amor, sólo el amor, de esa mujer, me hizo volver... & «—Por eso hay que actuar ahora, cuando el descontento contra nosotros nace, y aplastarlos de raíz. Carecen de organización y se están jugando el todo por el todo. Éntrele, éntrele a los sandwichitos, que hay para dos...» & «—Agitación estéril...» & Tengo mi par de pistolas con su cacha de marfil para agarrarme a balazos con los del ferrocarril yo soy rielera tengo mi Juan él es mi encanto yo soy un querer: si porque me ves con botas piensas que soy militar soy un pobre rielerito del ferrocarril central. & «—No, si tienen razón. Y no la tienen. Pero usted que fue marxista allá en sus mocedades, ha de entender mejor. Usted, téngale miedo a lo que está pasando. Yo ya no... & «—Allí afuera está Campanela.» & ¿Qué dijeron? ¿quiste? ¿hemorragia? ¿hernia? ¿oclusión? ¿perforación? ¿vólvulos? ¿cólicos? & Ah, Padilla, yo debo tocar un botón porque tú entras, Padilla, no te veo porque tengo los ojos cerrados, tengo los ojos cerrados porque no me fío ya de ese parche minúsculo, imperfecto, de mi retina: ¿qué tal si abro los ojos y la retina ya no recibe nada, ya no traslada nada al cerebro?, ¿qué tal? & —Abran la ventana. & —Te echo la culpa. Igual que mi hermano.   & Sí.   & TÚ no sabrás, no entenderás por qué Catalina, sentada a tu lado, quiere compartir contigo ese recuerdo, ese recuerdo que quiere imponerse a todos los demás: ¿tú en esta tierra, Lorenzo en aquélla?, ¿qué es lo que quiere recordar?, ¿tú con Gonzalo en esta prisión?, ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña?: no sabrás, no entenderás si tú eres él, si él será tú, si aquel día lo viviste si él, con él, él por ti, tú por él. Recordarás. Sí, aquel último día tú y él estuvieron juntos —entonces no vivió aquello él por ti, o tú por él, estuvieron juntos— en aquel lugar. Él te preguntó si iban juntos hasta el mar; iban a caballo; te preguntó si irían juntos, a caballo, hasta el mar: te preguntará dónde iban a comer y te dijo —te dirá— papá, sonreirá, levantará el brazo con la escopeta y saldrá del vado con el torso desnudo, sosteniendo en alto la escopeta y las mochilas de lona. Ella no estará allí. Catalina no recordará eso. Por eso tú tratarás de recordarlo, para olvidar lo que ella quiere que tú recuerdes. Ella vivirá encerrada y temblará cuando él regrese, por unos días, a la ciudad de México, a despedirse. Si sólo regresara a despedirse. Ella lo cree. Él no lo hará. Tomará el vapor en Veracruz, se irá. Se iría. Ella deberá recordar esa alcoba donde los humores del sueño pugnan por permanecer aunque el aire de la primavera entre por el balcón abierto. Ella deberá recordar las camas separadas, los cuartos separados, las cabeceras de seda, las sábanas revueltas de los dos cuartos separados, la depresión de los colchones, la silueta persistente de los que durmieron en esas camas. Ella no podrá recordar las ancas de la yegua, semejantes a dos joyas negras, lavadas por el río legamoso. Tú sí. Al cruzar el río, tú y él distinguirán en la otra ribera un espectro de tierra levantado sobre la fermentación brumosa de la mañana. Esa lucha de la manigua oscura y el sol ardiente se incorporará en un reflejo doble de todas las cosas, en un fantasma de la humedad abrazada a la reverberación. Olerá a plátano. Será Cocuya. Catalina nunca sabrá qué fue, qué es, qué será Cocuya. Ella se sentará a esperar al borde del lecho, con el espejo en una mano y el cepillo en la otra, desganada, con el sabor de bilis en la boca, decidiendo que permanecerá así, sentada, con la mirada perdida, sin ganas de hacer nada, diciéndose que así la dejan siempre las escenas: vacía. No: sólo tú y él sentirán los cascos del caballo sobre la tierra porosa de la ribera. También, al salir del agua, sentirán la frescura mezclada con el hervor de la selva y mirarán hacia atrás: ese río lento que remueve con dulzura los líquenes de la otra orilla. Y más lejos, al fondo del sendero de tabachines en flor, pintado de nuevo, el casco de la hacienda de Cocuya asentado sobre una explanada sombreada. Catalina repetirá: —Dios mío, no merezco esto; levantará el espejo y se preguntará si eso es lo que verá Lorenzo cuando regrese, si regresa: esa deformidad creciente del mentón y el cuello. ¿Se dará cuenta de las arrugas disfrazadas que empezarán a correrle por los párpados y las mejillas? Verá en el espejo otra cana y la arrancará. Y tú, con Lorenzo a tu lado, te internarás en la selva. Verás frente a ti la espalda desnuda de tu hijo, que también alternará las sombras del manglar con los rayos granulados del sol que atravesará el tupido techo de ramas. Las raíces nudosas de los árboles romperán la costra de la tierra, se asomarán bravas y torcidas, a lo largo del sendero abierto por el machete. Un sendero que en poco tiempo volverá a enredarse de lianas. Lorenzo trotará erguido, sin mover la cabeza, chicoteando los flancos de la yegua para espantar a las moscas zumbonas. Catalina se repetirá que no le tendrá confianza, no le tendrá confianza si no la ve como antes, como cuando era niño, y se recostará con un gemido, con los brazos abiertos, con la mirada nublada y dejará escapar de los pies las zapatillas de seda y pensará en su hijo, tan parecido al padre, tan delgado, tan oscuro. Tronarán las ramas secas bajo los cascos y se abrirá la llanura blanca con sus copetes de caña ondulante. Lorenzo apretará las espuelas. Volteará el rostro y sus labios se separarán en una sonrisa que llegará a tus ojos acompañada de un grito de alegría y el brazo levantado: brazo fuerte, piel oliva, sonrisa blanca como las de tu juventud: tú recordarás tu juventud por él y por estos lugares y no querrás decirle a Lorenzo cuánto significa para ti esta tierra porque de hacerlo quizás forzarías su afecto: recordarás para recordar dentro del recuerdo. Catalina, sobre la cama, recordará las caricias infantiles de Lorenzo, desde los días duros de la muerte del viejo Gamaliel, recordará al niño arrodillado junto a ella, con la cabeza recostada sobre el regazo de la madre, mientras ella lo llamaba alegría de su vida, porque antes de que él naciera no, había sufrido mucho, y sin poder decirlo, porque ella tenía deberes sagrados y el niño la miraba sin comprender: porque, porque, porque. Tú traerás a Lorenzo a vivir aquí para que aprenda a querer esta tierra por sí mismo, sin necesidad de que tú le expliques los motivos del cariñoso empeño con que habrás reconstruido las paredes incendiadas de la hacienda y abierto al cultivo los suelos de la llanura. No porque, sin porque, porque. Saldrán al sol. Tú tomarás el sombrero de anchas alas, te lo pondrás sobre la cabeza. El viento arrancado por el galope a la atmósfera quieta y reverberante te llenará la boca, los ojos, la cabeza: Lorenzo se adelantará, levantando un polvo blanco, por el camino abierto entre los plantíos y detrás de él, al galope, tú tendrás la seguridad de que ambos sienten lo mismo: la carrera ensancha las venas, hace que la sangre fluya, alimenta el poder de la vista, la abre sobre esta tierra ancha y saviosa, tan distinta de las mesetas, de los desiertos que conocerás, parcelada en grandes cuadros, rojos, verdes, negros, punteada de altas palmeras, turbia y honda, olorosa a excrementos y cáscaras de fruta, que devuelve sus sentidos labrados a los sentidos despiertos, exaltados de tu hijo y de ti mismo, tú y tu hijo que corren velozmente y salvan del torpor todos los nervios, todos los músculos olvidados del cuerpo. Tus espuelas rayarán el vientre del overo, hasta sangrarlo: sabrás que Lorenzo quiere carrera. Su mirada interrogante cortará las frases de Catalina. Ella se detendrá, se preguntará hasta dónde puede llegar, se dirá que es cuestión de tiempo, de ir desvelando las razones poco a poco, sí, hasta que él las entienda bien. Ella sentada en el sillón y él a sus pies, con los brazos recargados sobre las rodillas. La tierra tronará bajo los cascos; tú agacharás la cabeza, como si quisieras acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras, pero hay ese peso, ese peso del yaqui que será recostado, boca abajo, sobre las ancas de la misma bestia, el yaqui que alargará un brazo para prenderse a tu cinturón: el dolor te adormecerá: el brazo y la pierna te colgarán inertes y el yaqui seguirá abrazándote la cintura y gimiendo con el rostro congestionado: se sucederán los túmulos de roca y ustedes marcharán cobijados por las sombras, en el cañón de la montaña, descubriendo valles interiores de piedra, hondas barrancas que descansan sobre cauces abandonados, caminos de abrojos y matorrales: ¿quién recordará contigo? ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña? ¿Gonzalo contigo en este calabozo?: