DECEMBER 2012
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5. Un paseo

Acabo de dar un paseo en montaña A-1, una gran colina detrás de nuestra cabaña aquí en el norte de Arizona. Al pie de la montaña hay una pradera de hierba indígena y allí está situada la cabaña. Detrás se ven la colina y un bosque de pinos altos.
Subí la colina lentamente. Es bastante empinada y aunque muy a menudo voy de caminata en el desierto donde fácilmente subo las colinas rocosas, esta colina norte me lo pide mucho más. Es debido a la altitud; la cabaña está a más de siete mil pies de altura sobre el nivel del mar.

A media cuesta vi otra cabaña abandonada por sus dueños por el clima del invierno que viene. Está solamente a 200 metros de la nuestra pero nunca he visto un solo indicio de un habitante allí, ni coche, ni luz que emane por las rendijas de las cortinas cerradas.

Al lado hay otra cabaña abandonada como lo estará la nuestra mañana cuando me vaya.

Son casas de verano y estoy aquí no solamente para aprovechar la belleza, soledad y naturaleza que ofrece esta área de Arizona, sino para preparar la casa para el invierno.

No se puede vivir aquí fácilmente durante el invierno. Cuando hay una tormenta, los caminos se encuentran bloqueados por la nieve y hace tanto frío que es difícil calentar la cabaña. Tenemos vecinos al lado que viven aquí durante todo el año. Tienen buena calefacción y una camioneta de tracción en las cuatro ruedas. Mi camioneta no es un “cuatro por cuatro.”

Yo andaba alrededor de las dos casitas en la colina. Sabía que había entrado sin autorización  en propiedad ajena y me sobresalté al ver algo que se movía entre los pinos. Era un alce, una hembra que caminaba muy lentamente por la colina. Era tan grande como un caballo. Paró y me miró por un minuto antes de continuar. Luego se detuvo de nuevo y me miró otra vez. La seguí mientras ella andaba, paraba y me miraba. No me acerqué a ella ya que temo a los animales que son más grandes que yo (y también a algunos que son mucho más pequeños). Tomé unas cuantas fotos.

En los años ochenta al llamarles por teléfono, oía a mis padres muchas veces decir:
—Había diez alces frente a la casa esta mañana.
Respecto a eso, yo siempre tenía mala suerte y francamente no creo haber visto ni uno solo en aquellos años. Hoy en día las cosas han cambiado. En pleno día muy a menudo veo muchísimos alces aquí. De hecho, hace poco vi un rebaño de más de doscientos que atravesaba nuestro campo, las hembras con sus crías y los machos con sus grandes cornamentas.

En la noche cuando estoy en la cabaña leyendo, suelo escuchar un ruido afuera. Es el sonido de los cascos de estos venados gigantes pisando el suelo suave de nuestro campo. El rebaño callado se mueve despacio al borde del bosque donde el sonido de sus pasos desaparece.
 
Muchas veces he abierto la puerta de atrás y he dirigido la luz de una linterna hacia los alces. La luz nunca ilumina el rebaño muy bien y me cuesta ver en las tinieblas las formas oscuras de los animales. En cambio, veo muy bien los ojos anaranjados encendidos por la luz. Arden como ascuas.
El rebaño y los ojos anaranjados se alejan sin prisa pero siempre hay dos o tres pares que no se mueven en absoluto. Estos ojos ardientes me observan mientras el resto se refugia en el bosque. Estos están protegiendo a los demás y cuando los otros se han ido, la luz de aquellos ojos se funde en la oscuridad de la noche.

Hoy, en la colina vi trepatroncos y pájaros carpinteros en los pinos. Yo fui caminando hacia allí y me encontré con la cabaña de los Carothers, amigos de mis padres. Se me había olvidado que la suya estuviera tan cerca de la nuestra. Todavía hay columpios al lado de la casa aunque los niños que yo conocía hoy deben  de tener al menos treinta años. Tal vez los columpios sean para los niños suyos. Vinieron a mi memoria las reuniones que teníamos allí con los Carothers hace tanto tiempo.
“¡Cómo han pasado los años!” me dije. “¿A dónde habrán ido los años ochenta? y !Dios mío! los años noventa y ¡Ay! los primeros diez años del siglo veintiuno.”

Me desanimaron un poquito esos pensamientos, pero emprendí la vuelta a casa contento. Salí del bosque y vi la pradera y la altísima Sierra San Francisco al norte cuyas vegas amarillas y bosques verdes me parecían tan cercanos que casi podía alargar el brazo y tocarlos.

Según la previsión del tiempo iba a volverse mucho más frío y más ventoso aquel día y de hecho un viento helado ya había empezado a soplar. Los tallos secos de hierba se mecían y producían un sonido susurrante, la voz eterna de la pradera solitaria.



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A WALK/UN PASEO FROM RECUERDO DE AMNESIA/MEMORY OF AMNESIA

5. A Walk

I’ve just finished a walk on A-1 Mountain, a big hill behind our cabin here in Northern Arizona. At the foot of the mountain, there’s a prairie of indigenous grass and that’s where the cabin is located. Behind it, you can see the hill and a forest of tall pines.
I climbed the hill slowly. It’s pretty steep and although I often hike in the desert where I easily climb the rocky hills, this northern one is more demanding. It’s because of the altitude; the cabin is at more than seven thousand feet above sea level.
Halfway up the slope, I see another cabin abandoned by its owners because of the coming winter climate. It’s only 200 yards from ours but I have never seen any sign of anyone living there: no car, no lights that shine through the cracks in the closed curtains.
Next door, there’s another cabin also abandoned as ours will be tomorrow when I go.
In the 80s when I called my parents on the phone I often heard them say, “There were ten elk in front of the house this morning.”

With regard to this, I always had bad luck and frankly I don’t think I ever saw a single elk They are summer houses and I’m here not only to avail myself of the beauty, solitude, and nature that this area of Arizona offers, but to prepare the house for the fall of winter.
You can’t easily live here during the winter. When there’s a storm, the roads get blocked by snow and it’s so cold that it’s difficult to heat the cabin. We have neighbors next door that live here all year. They have good heating and a four-wheel-drive pick-up truck. My truck isn’t a four-by-four.

I walked around the two little houses on the hill. I know that I am trespassing and I was startled at seeing something moving among the pines. It was an elk, a female walking very slowly on the hill. It was as big as a horse. It stopped and looked at me a minute before continuing on. Then it stopped again and looked at me once more. I followed it as it walked, stopped, and looked at me. I didn’t get close to it since I’m afraid of animals that are larger than I (and also a few that are a lot smaller). I took a few pictures.

In the 80s when I called my parents on the phone I often heard them say, “There were ten elk in front of the house this morning.”
With regard to this, I always had bad luck and frankly I don’t think I ever saw a single elk
back then. Now things have changed. In broad daylight I have very often seen lots of elk here. In fact, a while ago I saw a herd of more than two-hundred that crossed our field, the does with their fawns and the males with their huge antlers.
At night when I’m in the cabin reading, I hear a noise outside. It’s the sound of the hooves of these giant deer walking upon the soft ground of our field. The silent herd moves slowly on the border of the forest where the sound of their hoof-steps disappears.

Many times I have opened the back door and have directed a flashlight towards the elk. The light never illuminates the herd very well and it’s hard for me to see the dark forms of the animals through the gloom. However, I see quite plainly the orange eyes that shine in the light. They glow like coals.

The herd and the orange eyes move away slowly but there are always two or three pairs that don’t move at all. Those bright eyes observe me as the herd disappears into the woods. They’re protecting the others, and when the other animals of the herd have gone, the light from those two or three pairs of eyes fade and vanish in the darkness of the night.

Today on the hill I saw nuthatches and woodpeckers in the pines. I started walking over there and I came across the Carothers’ cabin. They were friends of my parents. I had forgotten that their cabin was so close to ours. There are still swings on the side of the house although the kids that I used to know must be at least thirty years old now. Perhaps the swings are for their kids. The memory of the get togethers we used to have there with the Carothers so long ago come to mind.

“How the years have blown by!” I said to myself. “Where could the years of the 80s have gone and, oh the nineties and holy cow the first ten years of the twenty-first century!”
These thoughts depressed me a little, but I started on my way back happy. I left the woods and saw the prairie and the towering San Francisco Peaks to the north whose yellow meadows and green forests seemed so close that I could almost reach out my hand and touch them.

According to the weather forecast, it was  going to turn much colder and windier that day and indeed an icy wind had already begun to blow. The dry stalks of grass swayed and made a whispering sound—the eternal voice of the lonely prairie.