When the little bluebell At the bottom of the dell Starts to ding
dong ding ÉL apartó las cortinas y respiró el aire limpio.
Había entrado la brisa temprana, agitando las cortinas para
anunciarse. Miró hacia afuera: estas horas del amanecer eran las
mejores, las más despejadas, las de una primavera diaria. No
tardaría en sofocarlas el sol palpitante. Pero a las siete de la
mañana, la playa frente al balcón se iluminaba con una paz fresca y
un contorno silencioso. Las olas apenas murmuraban y las voces de
los escasos bañistas no alcanzaban a distraer el encuentro solitario
del sol naciente, el océano tranquilo y la arena peinada por la
marca. Apartó las cortinas y respiró el aire limpio. Tres chiquillos
caminaban por la playa con sus cubetas, recogiendo los tesoros de la
noche: estrellas, caracoles, maderos pulidos. Un velero se
bamboleaba cerca de la costa; el cielo transparente se proyectaba
sobre la tierra a través de un filtro del verde más pálido. Ningún
automóvil corría por la avenida que separaba al hotel de la playa.
& Dejó caer la cortina y caminó hacia el baño de azulejos
moriscos. Miró en el espejo ese rostro hinchado por un sueño que,
sin embargo, era tan breve, tan distinto. Cerró la puerta con
suavidad. Abrió los grifos y taponeó el lavabo. Arrojó la camisa del
pijama sobre la tapa del excusado. Escogió una hoja nueva, la
despojó de su envoltura de papel ceroso y la colocó en el rastrillo
dorado. & Luego dejó caer la navaja en el agua caliente,
humedeció una toalla y se cubrió el rostro con ella. El vapor empañó
el cristal. Lo limpió con una mano y encendió el cilindro de luz
neón colocado sobre el espejo. Exprimió el tubo de un nuevo producto
norteamericano, la crema de afeitar de aplicación directa; embarró
la sustancia blanca y refrescante sobre las mejillas, el mentón y el
cuello. Se quemó los dedos al sacar la navaja del agua. Hizo un
gesto de molestia y con la mano izquierda extendió una mejilla y
comenzó a afeitarse, de arriba abajo, con esmero, torciendo la boca.
El vapor le hacía sudar; sentía correr las gotas por las costillas.
Ahora se descañonaba lentamente y después se acariciaba el mentón
para asegurarse de la suavidad. Volvió a abrir los grifos, a empapar
la toalla, a cubrirse la cara con ella. Se limpió las orejas y se
roció el rostro con una loción excitante que le hizo exhalar con
placer. Limpió la hoja y volvió a colocarla en el rastrillo, y éste
en su estuche de cuero. Tiró el tapón y contempló, por un instante,
la succión del charco gris de jabón y vello emplastado. Observó las
facciones: quiso descubrir al mismo de siempre, porque al
limpiar de nuevo el vaho que empañaba el cristal, sintió sin saberlo
—en esa hora temprana, de quehaceres insignificantes pero
indispensables, de malestares gástricos y hambres indefinidas, de
olores indeseados que rodeaban la vida inconsciente del sueño— que
había pasado mucho tiempo sin que, mirándose todos los días al
espejo de un baño, se viera. Rectángulo de azogue y vidrio y único
retrato verídico de este rostro de ojos verdes y boca enérgica,
frente ancha y pómulos salientes. Abrió la boca y sacó la lengua
raspada de islotes blancos; luego buscó en el reflejo los huecos de
los dientes perdidos. Abrió el botiquín y tomó los puentes que
dormían en el fondo de un vaso con agua. Los enjuagó rápidamente y,
dando la espalda al espejo, se los colocó. Embarró la pasta verdosa
sobre el cepillo y se limpió los dientes. Hizo gárgaras y se
desprendió del pantalón del pijama. & Abrió los grifos de la
regadera. Tomó la temperatura con la palma de la mano y sintió el
chorro desigual sobre la nuca, mientras pasaba el jabón sobre el
cuerpo magro, de costillas salientes, el estómago flácido y los
músculos que aún conservaban cierta tirantez nerviosa, pero que
ahora tendían a colgarse hacia adentro, de una manera que le parecía
grotesca, si él no mantenía una vigilancia enérgica y postiza... y
sólo cuando era observado, como estos días, por esas miradas
impertinentes del hotel y la playa. Dio la cara a la regadera, cerró
los grifos y se frotó con la toalla. Volvió a sentirse contento
cuando se fregó el pecho y las axilas con el agua de lavanda y pasó
el peine sobre la cabellera crespa. Tomó del closet el calzón de
baño azul y la camisa blanca de polo. Calzó las zapatillas italianas
de lona y cuerda y abrió con lentitud la puerta del baño. & La
brisa continuaba agitando las cortinas y el sol no acababa de
brillar: sería una lástima, una verdadera lástima que el día se
echara a perder. En septiembre nunca se sabe. Miró hacia la cama
matrimonial. Lilia seguía durmiendo, con esa postura espontánea,
libre: la cabeza apoyada en el hombro y el brazo extendido sobre la
almohada, la espalda al aire y una rodilla doblada, fuera de la
sábana. Se acercó al cuerpo joven, sobre el cual esa luz primera
jugaba grácilmente, iluminando el vello dorado de los brazos y los
rincones húmedos de los párpados, los labios, la axila pajiza. Se
agachó para mirar las perlas de sudor sobre los labios y sentir la
tibieza que ascendía del cuerpo de animalillo en
reposo, tostado por el sol, inocentemente impúdico. Extendió
los brazos, con el deseo de voltearla y ver el frente de su cuerpo.
Los labios entreabiertos se cerraron y la muchacha suspiró. Él bajó
a desayunar. & Cuando terminó el café, se limpió los labios con
la servilleta y miró a su alrededor. Siempre, a esta hora, parecían
desayunar los niños, acompañados de las nanas. Las cabezas lisas y
húmedas eran de los que no habían resistido la tentación de un baño
antes del desayuno y ahora se disponían a regresar, con las trusas
mojadas, a la playa que acogía ese tiempo sin tiempo en el que sólo
la imaginación de un niño daría el ritmo querido a las horas, largas
o cortas, de castillos y murallas en construcción, de alegres
prólogos de enterramiento, de paseos chapoteados y juegos
revolcados, de cuerpos tendidos sin tiempo al tiempo del sol, de
griterías en la envoltura intangible del agua. Era extraño verlos,
tan niños, buscando ya en el espacio abierto la guarida singular de
un entierro ficticio, de un palacio de arena. Ahora se retiraban los
niños y entraban los huéspedes adultos del hotel. & Encendió un
cigarrillo y se dispuso a ese mareo leve que de unos meses a esta
parte acompañaba siempre a la primera bocanada del día. Dirigió la
mirada lejos del comedor, hacia la curva de la playa recortada que
se iba serpenteando en espuma desde el extremo del océano abierto
hasta la media luna más recogida de la bahía, ahora punteada de
veleros y un rumor ascendente de actividad. Un matrimonio conocido
pasó a su lado y le saludó con un gesto. Él inclinó la cabeza y
volvió a tomar una bocanada de humo. & Aumentaron los ruidos del
comedor: los cubiertos sobre los platos, las cucharillas batidas
dentro de las tazas, las botellas destapadas y el burbujeo de agua
mineral, las sillas acomodadas, las conversaciones de las parejas,
de los grupos de turistas. Y el rumor creciente del oleaje, que no
se resignaba a que lo venciera el rumor humano. Desde la mesa, se
veía la explanada del nuevo frente moderno de Acapulco, levantado
con premura para satisfacer la comodidad del gran número de viajeros
norteamericanos a los que la guerra había privado de Waikiki,
Portofino o Biarritz, y también para ocultar el traspatio chaparro,
lodoso, de los pescadores desnudos y sus chozas con niños
barrigones, perros sarnosos, riachuelos de aguas negras, triquina y
bacilos. Siempre los dos tiempos, en esta comunidad jánica, de
rostro doble, tan lejana de lo que fue y tan lejana de lo que quiere
ser. & Fumaba, sentado, con un ligero entumecimiento en las
piernas que ya no toleraban, ni siquiera a las once de la mañana,
esta ropa veraniega. Se frotó disimuladamente la rodilla. Debía ser
un frío dentro de él, porque la mañana estallaba en una sola luz
redonda y el cráneo del sol hervía con un penacho naranja. Y Lilia
entraba, con los ojos escondidos detrás de gafas oscuras. Él se puso
de pie y acercó la silla a la muchacha. Hizo una seña al mozo. Notó
el cuchicheo del matrimonio conocido. Lilia pidió papaya y café.
& —¿Dormiste bien? & La muchacha asintió, sonrió sin separar
los labios y acarició la mano morena del hombre, recortada sobre el
mantel. & —¿No habrán llegado los periódicos de México? dijo
mientras recortaba en trocitos la rebanada de fruta. —¿Por qué no
miras? & —Sí. Apúrate, que a las doce nos espera el yate. &
—¿Dónde vamos a comer? & —En el club. & El hombre caminó
hacia la administración. Sí, sería un día como el de ayer, de
conversación difícil, de preguntas y respuestas ociosas. Pero la
noche, sin palabras, era otra cosa. ¿Por qué iba a pedir más? El
contrato, tácito, no exigía verdadero amor, ni siquiera una
semblanza de interés personal. Quería una chica para las vacaciones.
La tenía. El lunes todo terminaría, no la volvería a ver. ¿Quién iba
a exigir más? Compró los diarios y subió a ponerse unos pantalones
de franela. & En el automóvil, Lilia se metió en los periódicos
y comentó algunas noticias de cine. Cruzó las piernas bronceadas y
dejó que una zapatilla se le descolgara. Él encendió el tercer
cigarrillo de la mañana, no le dijo que ese periódico lo editaba él,
se distrajo observando los anuncios que coronaban los nuevos
edificios y esa extraña transición del hotel de quince pisos y el
restaurant de hamburguesas a la montaña rapada, de entrañas
descubiertas por la pala mecánica, que caía con su vientre rojizo
sobre la carretera. & Cuando Lilia saltó graciosamente a la
cubierta y él trató de equilibrarse y al fin dio pie en el yate, el
otro ya estaba allí y fue quien les dio la mano para que pasaran del
muelle bamboleante. & —Xavier Adame. & Casi desnudo, con un
traje de baño muy corto y el rostro oscuro, aceitado alrededor de
los ojos azules y las cejas espesas y juguetonas. Tendió la mano con
un movimiento de lobo inocente: audaz, cándido, secreto. & —Don
Rodrigo dijo que si no les importaba compartir el barco conmigo.
& Él asintió y buscó un lugar en la cabina sombreada. Adame le
decía a Lilia: & —...el viejo me lo tenía ofrecido desde hace
una semana y luego se olvidó... & Lilia sonrió y extendió la
toalla sobre la popa asoleada. & —¿No apeteces nada? —le
preguntó el hombre a Lilia cuando el mozo de a bordo se acercó con
el carro de las bebidas y las botanas. & Lilia, acostada, dijo
que no con un dedo. Él acercó el carro y picoteó las almendras
mientras el mozo le preparaba un gin-and-tonic. Xavier Adame
había desaparecido sobre el toldo de la cabina. Se escucharon
sus pisadas firmes, un diálogo rápido con alguien que estaba sobre
el muelle, después el movimiento del cuerpo al recostarse sobre el
toldo. & El pequeño yate salió lentamente de la bahía. Él tomó
su gorra con visera transparente y se reclinó a beber
el gin-and-tonic. & Frente a él, el sol se untaba sobre
Lilia. La muchacha deshizo el nudo del sostén y ofreció la espalda.
Todo el cuerpo hizo un gesto de alegría. Levantó los brazos y se
anudó el pelo suelto, de un cobrizo brillante, sobre la nuca. Un
sudor finísimo le corría por el cuello, lubricando la carne suave y
redonda de los brazos y la espalda lisa, de separación acentuada. La
miraba desde el fondo de la cabina. Ahora se dormiría en la misma
postura de la mañana. Recargada sobre el hombro, con una rodilla
doblada. Vio que se había afeitado la axila. El motor arrancó y las
olas se abrieron en dos crestas veloces, levantando una llovizna
salada, pareja, cortada, que caía sobre el cuerpo de Lilia. El agua
de mar mojó el pantaloncillo de baño y lo pegó sobre las caderas y
lo encajó entre las nalgas. Las gaviotas se acercaron, chirriando, a
la nave veloz y él sorbió lentamente los popotes de su bebida. Ese
cuerpo joven, lejos de excitarlo, lo llenaba de contención, de una
especie de austeridad malévola. Jugaba, sentado sobre la silla de
lona al fondo de la cabina, al aplazamiento de sus deseos, a su
almacenamiento para la noche silenciosa y solitaria, cuando los
cuerpos desaparecían en la oscuridad y no podían ser objeto de
comparaciones. En la noche, sólo tendría para ella las manos
experimentadas, amantes de la lentitud y la sorpresa. Bajó la mirada
y vio esas manos morenas, de venas verdosas, prominentes, que
suplían el vigor y la impaciencia de otras edades. & Se
encontraban en mar abierto. La costa deshabitada, de matorrales
desgreñados y bastiones de roca, levantaba sobre sí misma un
reverberar ardiente. El yate dio un viraje en el mar picado y una
ola se estrelló, empapó el cuerpo de Lilia: gritó alegremente y
levantó el busto, detenido por esos botones rosados que parecían
atornillar los senos duros. Volvió a recostarse. El mozo se acercó
con una bandeja olorosa de ciruelas magulladas, duraznos y naranjas
peladas. Él cerró los ojos y dio paso a una sonrisa difícil,
impuesta por el pensamiento: ese cuerpo lúbrico, ese talle estrecho,
esos muslos llenos, también llevaban escondidos en una célula ahora
minúscula, el cáncer del tiempo. Maravilla efímera, ¿en qué se
distinguiría, al cabo de los años, de este otro cuerpo que ahora la
poseía? Cadáver al sol chorreando aceites y sudor, sudando su
juventud rápida, perdida en un abrir y cerrar de ojos, capilaridad
marchita, muslos que se ajarían con los partos y la pura, angustiosa
permanencia sobre la tierra y sus rutinas elementales, siempre
repetidas, exhaustas de originalidad. Abrió los ojos. La miró. &
Xavier se descolgó del toldo. Él vio aparecer las piernas velludas,
luego el nudo del sexo escondido, al fin los pechos ardientes. Sí:
caminaba como lobo, al agacharse para entrar en la cabina abierta y
tomar dos duraznos del platón depositado sobre una fuente de hielo.
Le dirigió una sonrisa y salió con la fruta empuñada. Se puso en
cuclillas frente a Lilia, con las piernas abiertas frente al rostro
de la muchacha; le tocó el hombro. Lilia sonrió y tomó uno de los
duraznos ofrecidos con unas palabras que él no pudo entender,
sofocadas por el motor, la brisa, las olas veloces. Ahora esas dos
bocas mascaban a un tiempo y el jugo les escurría por las barbillas.
Si al menos... Sí. El joven cerró las piernas y se recargó,
extendiéndolas, a babor. Levantó los ojos sonrientes, frunciendo el
ceño, al cielo blanco del mediodía. Lilia lo miraba y movía los
labios. Xavier indicó algo, movió el brazo y señaló hacia la costa.
Lilia trataba de mirar hacia allá, tapándose los senos. Xavier se
volvió a acercar y ambos rieron cuando él le amarró el sostén de
tela y ella se sentó con el busto húmedo y dibujado y se tapó la
frente con una mano para ver lo que él señalaba en la línea lejana
de una playuela caída, como una concha amarilla, entre el espesor de
la selva. Xavier se puso de pie y gritó una orden al lanchero. El
yate dio un nuevo viraje y enfiló hacia la playa. La joven también
se recostó a babor y acercó el bolso para ofrecerle un cigarillo a
Xavier. Hablaban. & Él veía los dos cuerpos, sentados lado
a lado, parejamente oscuros y parejamente lisos, hechos de una sola
línea sin interrupciones, de la cabeza a los pies extendidos.
Inmóviles pero tensos con una espera segura; identificados en su
novedad, en su afán apenas disimulado de probarse, de exponerse.
Sorbió los popotes y se puso las gafas negras, que unidas a la gorra
de visera casi disfrazaban el rostro. & Hablaban. Terminaban de
chupar el hueso del durazno y dirían: & «—Sabe bien,» & o
quizás, & «—Me gusta...» & algo que nadie había dicho antes,
dicho por cuerpos, por presencias que estrenaban la vida. Dirían...
& —¿Por qué no nos hemos visto antes? Yo siempre ando por el
club...? & —No, yo no... Anda, vamos a tirar los huesos. A la
una... & Los vio arrojar los huesos a un tiempo, con una risa
que no llegó hasta él; vio la fuerza de los brazos. & —¡Te gané!
dijo Xavier cuando los huesos se estrellaron sin ruido, lejos del
yate. Ella rió. Volvieron a acomodarse. & —¿Te gusta esquiar?
& —No sé.
& —Ándale, te enseño... & ¿Qué
dirían? Tosió y acercó el carro para prepararse otra bebida. Xavier
averiguaría la clase de pareja que formaban Lilia y él. Ella
contaría su pequeña y sórdida historia. Él se encogería de hombros,
la obligaría a preferir el cuerpo de lobo, por lo menos para una
noche, para variar. Pero amarse... amarse... & —Es cuestión de
mantener los brazos rígidos, ¿ves?, no doblar los brazos... &
—Primero veo cómo lo haces tú... & —Cómo no. Deja que lleguemos
a la playita. & ¡Ah, sí! Ser joven y rico. & El yate se
detuvo a unos metros de la playa escondida. Se meció, cansado, y
dejó escapar su aliento de gasolina, manchando el mar de cristales
verdes y fondo blanco. & Xavier tomó los esquíes y los arrojó al
agua; después se zambulló, emergió sonriendo y los calzó. &
—¡Tírame la cuerda! & La muchacha buscó la agarradera y la
arrojó al joven. El yate volvió a arrancar y Xavier se levantó del
agua, siguiendo la estela de la nave con un brazo de saludo en alto
mientras Lilia lo contemplaba y él bebía el gin-and-tonic: esa
franja de mar que separaba a los jóvenes los acercaba de una manera
misteriosa; los unía más que una cópula apretada y los fijaba en una
cercanía inmóvil, como si el yate no surcara el Pacífico, como si
Xavier fuese una estatua esculpida para siempre, arrastrada por la
nave, como si Lilia se hubiese detenido sobre una, cualquiera, de
las olas que en apariencia carecían de sustancia propia, se
levantaban, se estrellaban, morían, volvían a integrarse —otras las
mismas— siempre en movimiento y siempre idénticas, fuera del tiempo,
espejo de sí mismas, de las olas del origen, del milenio perdido y
del milenio por venir. Hundió el cuerpo en ese sillón bajo y cómodo.
¿Qué iba a elegir ahora? ¿Cómo escaparía a ese azar colmado de
necesidades que huían del dominio de su voluntad? & Xavier soltó
la agarradera y cayó al mar frente a la playa. Lilia se zambulló sin
mirarlo, sin mirarlo a él. Pero la explicación llegaría. ¿Cuál?
¿Lilia le explicaría a él? ¿Xavier le pediría una explicación a
Lilia? ¿Lilia le daría una explicación a Xavier? Cuando la cabeza de
Lilia, iluminada en mil vetas extrañas por el sol y el mar, apareció
en el agua junto a la del joven, supo que nadie, salvo él, osaría
pedir una explicación; que allá abajo, en el mar tranquilo de esta
rada transparente, nadie buscaría las razones o detendría el
encuentro fatal, nadie corrompería lo que era, lo que debía ser.
¿Qué cosa se levantaba entre los jóvenes? ¿Este cuerpo hundido en la
silla, vestido con camisa de polo, pantalón de franela y gorra de
visera? ¿Esta mirada impotente? Allá abajo, los cuerpos nadaban en
silencio y la borda le impedía ver lo que sucedía. Xavier chifló. El
yate arrancó y Lilia apareció, por un instante, sobre la superficie
del mar. Cayó; el yate se detuvo. Las risas redondas, abiertas,
llegaron hasta su oído. Nunca la había escuchado reír así. Como si
acabara de nacer, como si no hubiera atrás, siempre atrás, lápidas
de historia e historias, sacos de vergüenza, hechos cometidos por
ella, por él. dong ding When the little blue clerk In the middle of
his work Sings a tune to the moon up above It is nature that is all
Reminding us to fall in love Birds do it, bees do it Even
educated fleas do it Let's do it, let's fall in love In Spain,
the best upper sets do it Lithuanians and Letts do it Let's do it,
let's fall in love The Dutch in old Amsterdam do it Not to
mention the Fins Folks in Siam do it - think of Siamese twins
Some Argentines, without means, do it People say in Boston even
beans do it Let's do it, let's fall in love Romantic sponges
they say do it Oysters out in Oyster Bay do it Let's do it, let's
fall in love Cold Cape Cod clams,
against their wish, do it Even randy jellyfish, do it Let's do it,
let's fall in love Electric eels I might add do it Though it
shocks em I know Why ask if shad do it - Waiter bring me "shad
roe" In shallow shoals English soles do it Goldfish in the
privacy of bowls do it Let's do it, let's fall in love The
chimpanzees in the zoos do it Some courageous kangaroos do it Let's
do it, let's fall in love Giraffes on the sly do it Even
eagles as they fly do it Let's do it, let's fall in love The
royal set sans regret used to do it They considered it fun Marie
Antoinette did it with or without Napoleon The world
admits bears in pits do it Even Pekingeses at the Ritz do it Let's
do it, let's fall in love Quackery 1. Chiropractic
Palmer related? mencken and dead gods too 2. acupuncture 3.
homeopathy 4. sugar 5. Left Action photo of
fries 5b. Mastering 6. List of favorite quacks odious and
lovable. orfeo, palmer, one-legged guy, Vujicic said,
7. Eastern VS Western medicine "Chinese medicine," often
called "Oriental medicine" or "traditional Chinese medicine (TCM),"
encompasses a vast array of folk medical practices based on
mysticism. It holds that the body's vital energy
(chi or qi) circulates through channels,
called meridians, that have branches connected to bodily organs
and functions. Illness is attributed to imbalance or interruption
of chi.. Ancient practices such as acupuncture, Qigong, and the
use of various herbs are claimed to restore balance. Qigong is also
claimed to influence the flow of "vital energy." We used to have
some growing in the back yard. My parents grew peyote there, but got
rid of it when it became vogue and illegal. Once, someone called my
dad asking about jimson weed, which we called datura. Some boy
scouts had eaten some and were in bad shape. My dad was a biologist
not a botanist and all he could say was that he knew it was the
sacred drug of some Indian tribes. Carlos Castaneda was afraid of it
and Don Juan made him take it (the Devil's Weed). He wound up in a
ditch. He said it gave the illusion of flight. I always remember how
the leaveswhen crushed smelled like peanut butter. I always thought
it was a southwest plant but its name I learned comes from
Jamestown--you know, 1607. Hace poco mi hermana dijo que creía que
"Old Black Joe" era una de las canciones más bellas que había sido
escrita nunca. Yo estaba de acuerdo y al reflexionar sobre esto, dos
cosas se me ocurren. El primero es que cuando yo era un niño mi
madre me contó una historia sobre como fue compuesta esa canción. El
segundo trata del autor de la canción, Stephen Foster. Resulta que
siempre me he sentido igual en cuanto a dos otras canciones suyas:
"My Old Kentucky Home" y "Old Folks at Home" (Ya sabes—"Swanee
River.")Justo antes de que empiece El Derby de Kentucky, el público
canta "My Old Kentucky Home" y cuando ellos llegan al puente y lo
cantan no hay nadie que pueda contener las lágrimas: Esta sexta
memoria bilingüe ocupa su lugar entre otros tres libros
autobiográficos míos. Menciono esto porque cuando empecé a
escribirla, me pregunté si me había quedado sin buenos cuentos
chinos y recuerdos de interés. Luego me di cuenta de que me había
preocupado un poco por esto en las introducciones de la mitad de los
otros libros (incluido el primero) y esta vez, al hacerlo, me viene
a la mente las palabras de H.L. Gold, escritor de ciencia ficción.
De alguna manera, parecen ser pertinentes aquí, ya que tratan de las
introducciones de libros y las historias que a los lectores les
podrían gustar. Como editor de The Fifth Galaxy Reader, escribió:
Creo que los lectores se saltan las introducciones más
frecuentemente que las niñas saltan a la comba. Muy bueno. Eso quita
mucho estrés y hace que este sea un tipo de conversación con amigos
muy cálidos y queridos. Ellos pueden estar en desacuerdo. Gold
además observa que si te gustan todas las historias de su antología
que... Eres omnívoro o he fallado. Herbert Bayard Swope lo dijo
mejor para todos los editores: noNicely done!! (The finishing image
was fun!This is why I live in the desert.
Well, there aren't many
cottonwoods left except those on the rez near here. That's where I
took the pictures. I never knew. Thanks for sharing. It's a wild
world - for sure.This is my beloved Girac 300. It's an English sound
system. My Brazilian friend Carlos Santos told me to buy one. They
don't make the 300 anymore. Only the 600 but I don't need to play to
stadium crowds. Once my 300 broke. I got it fixed and now always
bring a back-up. I always bring 3 guitars in case two break.That's
all. I just wanted to show you my gigrac. The 2 bikes I got here in
Munich have hit a couple of milestones. The Hercules folding bike
has now gone over 1000 k. and has been ridden in 4 countries. The
Pegasus my daily town bike that I got just over 2 years ago at the
bike flea market has gone over 5,000 k. As documented on Strava so
it did happen Oh, the Facebook Bird Misidentification page is
run by mods who are so thin-skinned and nasty that you can't say a
word or they'll cry like babies and block you. What did you say? Oh,
they deleted a meme of mine because it wasn't bird-related. I didn't
care. It wasn't that good a joke anyhow but I tried to explain to
them that it actually WAS bird related. They just didn't get the
joke. I then pointed out that when you click their link to see
why it was deleted it said, "Stick to birds and bird-related
themes...put some effort in it." I cautioned that a smiley face
instead of the "put some effort into it" might be nicer. They
blocked you for that? My words were" ...a message like “put some
effort into it” may be perceived by the reader as
discourteous."&Horrors. You discourteous troll. This Jennifer
Snyder Facebook Bird Misidentification administrator sent me a
300-word message. I don't know why she bothered if she was just
gonna block me. She wrote in the letter "ultimately you are simply
“butt hurt” over a very minor incident in the world of Facebook.
&She wrote that to you? Well, that's an awfully vile and
perverse thing to say to a member. ¡Adiós muy buenas! ¡Que se vaya
con viento fresco! tenía una fórmula para publicar un periódico
exitoso, pero sabía como se podía fracasar: tratar de complacer a
todos. ¿Se me han acabado mis cuentos chinos? Ya veremos, pero como
editor de estas anécdotas personales, tengo una ventaja sobre Gold y
Swope. Es esto: es probable que mi número de lectores sea tan
pequeño que la persona principal a la que tenga que complacer sea yo
mismo, y esta es una tarea sumamente fácil. A pesar de esto, mi
esperanza es ferviente que otros lectores se consideren que estas
historias valen la pena leer. Un día, fui a pescar en un lago cerca
de Flagstaff, Arizona y en el camino vi por la ventana una tienda
con el letrero Hu Ting Equipo de Pesca. "Que
interesante," me dije. "Que una familia asiática haya abierto una
tienda de equipo de pesca aquí. ¡Creo que es fenomenal!" Paré
frente a la tienda y entré. Dentro me enteré de que los dueños de la
tienda eran pueblerinos comunes y corrientes. Entonces fue cuando me
di cuenta de que una letra se había caído del letrero—una N. Lo que
el letrero solía decir era: Hunting Fishing Supplies. (Equipo de
Caza y Pesca). Pero el presente no podía huir porque lo
estaban viviendo, sentados sobre esos sillones de paja y comiendo
mecánicamente el almuerzo especialmente ordenado:
vichysoisse, langosta, Côtes du Rhone, Baked Alaska. Estaba
sentada allí, pagada por él. Detuvo el pequeño tenedor de mariscos
antes de llegar a la boca: pagada por él, pero se le escapaba. No
podía tenerla más. Esa tarde, esa misma noche, buscaría a Xavier, se
encontrarían en secreto, ya habían fijado la cita. Y los ojos de
Lilia, perdidos en el paisaje de veleros y agua dormida, no decían
nada. Pero él podría sacárselo, hacer una escena... Se sintió falso,
incómodo y siguió comiendo la langosta... Ahora cuál camino... un
encuentro fatal que se sobrepone a su voluntad... Ah, el lunes todo
terminaría, no la volvería a ver, no volvería a buscarla a oscuras,
desnudo, seguro de encontrar esa tibieza reclinada entre las
sábanas, no volvería... & —¿No tienes sueño? murmuró Lilia
cuando les sirvieron el postre. —¿No te da mucha modorra el vino?
& —Sí. Un poco. Sírvete. & —No; no quiero helado... Quisiera
dormir la siesta. & Al llegar al hotel, Lilia se despidió con
una seña de los dedos y él atravesó la avenida y pidió a un muchacho
que le colocase una silla bajo la sombra de las palmeras. Le costó
encender el cigarrillo: un viento invisible, sin localización en la
tarde calurosa, se empeñaba en apagarle los fósforos. Ahora algunas
parejas siesteaban cerca de él, abrazadas, algunas entrelazando las
piernas, otras con las cabezas escondidas debajo de las toallas.
Comenzó a desear que Lilia bajase y recostara su cabeza sobre las
rodillas enfraneladas, delgadas, duras. Sufría o se sentía herido,
molesto, inseguro. Sufría con el misterio de ese amor que no podía
tocar. Sufría con el recuerdo de esa complicidad inmediata, sin
palabras, pactada ante su mirada con actitudes que en sí nada
decían, pero que en presencia de ese hombre, de ese hombre hundido
en su silla de lona, hundido detrás de la visera, las gafas
oscuras... Una de las jóvenes recostadas se desperezó con un ritmo
lánguido en los brazos y empezó a chorrear, con la mano, una lluvia
de arena fina sobre el cuello de su compañero. Gritó cuando el joven
saltó fingiendo cólera y la tomó del talle. Los dos rodaron por
la arena; ella se levantó y corrió; él detrás, hasta volver a
tomarla, jadeante, nerviosa y llevarla en brazos hacia el mar. Él se
despojó de las zapatillas italianas y sintió la arena caliente bajo
las plantas de los pies. Recorrer la playa, hasta su fin, solo.
Caminar con la mirada puesta en sus propias huellas, sin advertir
que la marea las iba borrando y que cada nueva pisada era el único,
efímero testimonio de sí misma. & El sol estaba a la altura de
los ojos. & Los amantes salieron del mar —él, confuso, no pudo
medir el tiempo de ese coito prolongado, casi a la vista de la
playa, pero arropado en la sábana del mar argentino del poniente— y
aquel alarde juguetón con el que entraron al agua sólo era, esta
vez, dos cabezas unidas en silencio y la mirada baja de esa muchacha
espléndida, morena, joven... Joven. Los jóvenes volvieron a
recostarse, tan cerca de él, y a taparse las cabezas con la misma
toalla. También se cubrían de la noche, la lenta noche del trópico.
El negro que alquilaba las sillas empezó a recogerlas. Él se levantó
y caminó hacia el hotel. & Decidió darse un chapuzón en la
piscina antes de subir. Entró al desvestidor junto a la alberca y
volvió a quitarse, sentado sobre un banco, las zapatillas. Los
closets de fierro donde se guardaba la ropa de los huéspedes lo
escondían. Se escucharon unos pasos húmedos sobre el tapete de goma,
a espaldas de él; unas voces sin respiración rieron; se secaron los
cuerpos con las toallas. Él se quitó la camisa de polo. Del otro
lado del locker, se levantó un olor penetrante de sudor, tabaco
negro y agua de colonia. Una fumarola voló hacia el techo. &
—Hoy no aparecieron la bella y la bestia. & —No, hoy no. &
—Está cuerísimo la vieja... & —Lástima. El pajarraco ese no le
ha de cumplir. & —De repente se muere de apoplejía. & —Sí.
Apúrate. & Volvieron a salir. Él calzó las zapatillas y salió
poniéndose la camisa. & Subió por la escalera a la recámara.
Abrió la puerta. No tenía de qué sorprenderse. Allí estaba la cama
revuelta de la siesta, pero Lilia no. Se detuvo a la mitad del
cuarto. El ventilador giraba como un zopilote capturado. Afuera, en
la terraza, otra noche de grillos y luciérnagas. Otra noche. Cerró
la ventana para impedir que el olor escapara. Sus sentidos tomaron
ese aroma de perfume recién derramado, sudor, toallas mojadas,
cosméticos. No eran ésos sus nombres. La almohada, aún hundida, era
jardín, fruta, tierra mojada, mar. Se movió lentamente hacia el
cajón donde ella... Tomó entre las manos el sostén de seda, lo
acercó a la mejilla. La barba naciente lo raspó. Debía estar
preparado. Debía bañarse, afeitarse de nuevo para esta noche. Soltó
la prenda y caminó con un nuevo paso, otra vez contento, hacia
el baño. & Prendió la luz. Abrió el grifo del agua caliente.
Arrojó la camisa sobre la tapa del excusado. Abrió el botiquín. Vio
esas cosas, cosas de los dos. Tubos de pasta dental, crema de
afeitar mentolada, peines de carey, cold cream, tubo de aspirina,
pastillas contra la acidez, tapones higiénicos, agua de lavanda,
hojas de afeitar azules, brillantina, colorete, píldoras contra los
espasmos, gargarizante amarillo, preservativos, leche de magnesia,
bandas adhesivas, botella de yodo, frasco de shampoo, pinzas,
tijeras para las uñas, lápiz labial, gotas para los ojos, tubo
nasal de eucalipto, jarabe para la tos, desodorante. Tomó la navaja.
Estaba llena de vellos castaños, gruesos, prendidos entre la
hoja y el rastrillo. Se detuvo con la navaja entre las manos. La
acercó a los labios y cerró, involuntariamente, los ojos. Al
abrirlos, ese viejo de ojos inyectados, de pómulos grises, de labios
marchitos, que ya no era el otro, el reflejo aprendido, le devolvió
una mueca desde el espejo. & YO los veo. Han entrado. Se abre,
se cierra la puerta de caoba y los pasos no se escuchan sobre el
tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con un siseo,
las cortinas grises. Yo quisiera pedirles que las abrieran, que
abrieran las ventanas. Hay un mundo afuera. Hay este viento alto, de
meseta, que agita unos árboles negros y delgados. Hay que
respirar... Han entrado. & —Acércate, hijita, que te reconozca.
Dile tu nombre. & Huele bien. Ella huele bonito. Ah, sí, aún
puedo distinguir las mejillas encendidas, los ojos brillantes, toda
la figura joven, graciosa, que a pasos cortados se acerca a mi
lecho. & —Soy... soy Gloria... & —Esa mañana lo esperaba con
alegría. Cruzamos el río a caballo. & —¿Ves en qué terminó?
¿Ves, ves? Igual que mi hermano. Así terminó. & —¿Te sientes
aliviada? Hazlo. & —Ego te absolvo... & El ruido fresco y
dulce de billetes y bonos nuevos cuando los toma la mano de un
hombre como yo. El arranque suave de un automóvil de lujo,
especialmente construido, con clima artificial, bar, teléfono,
cojines para la cintura y taburetes para los pies ¿eh, cura, eh?,
¿también allá arriba, eh? Y ese cielo que es el poder sobre los
hombres, incontables, de rostros escondidos, de nombres olvidados:
apellidos de las mil nóminas de la mina, la fábrica, el periódico:
ese rostro anónimo que me lleva mañanitas el día de mi santo, que me
esconde los ojos debajo del casco cuando visito las
excavaciones, que me doblega la nuca en signo de cortesía cuando
recorro los campos, que me caricaturiza en las revistas de
oposición: ¿eh, eh? Eso sí existe, eso sí es mío. Eso sí es ser
Dios, ¿eh?, ser temido y odiado y lo que sea, eso sí es ser Dios, de
verdad, ¿eh? Dígame cómo salvo todo eso y lo dejo cumplir todas sus
ceremonias, me doy golpes en el pecho, camino de rodillas hasta un
santuario, bebo vinagre y me corono de espinas. Dígame cómo salvo
todo eso, porque el espíritu... & «—...del hijo, y del espíritu
santo, amén...» & Allí sigue, de rodillas, con la cara lavada.
Trato de darle la espalda. El dolor de costado me lo impide. Aaaay.
Ya habrá terminado. Estaré absuelto. Quiero dormir. Allí viene la
punzada. Allí viene. Aaaah-ay. Y las mujeres. No, no éstas. Las
mujeres. Las que aman. ¿Cómo? Sí. No. No sé. He olvidado ese rostro.
Por Dios, he olvidado el rostro. Era mío, cómo lo voy a olvidar.
& «—Padilla... Padilla... Llámeme al jefe de información y a la
cronista de sociales.» & Tu voz, Padilla, la recepción hueca de
tu voz a través de ese interfón... & «—Sí, don Artemio. Don
Artemio, hay un problema urgente. Los indios esos andan agitando.
Quieren que se les pague la deuda por talar sus bosques. &
«—¿Qué? ¿Cuánto es? & «—Medio millón. & «—¿Nada más? Dígale
al comisario ejidal que me los meta en cintura, que para eso le
pago. Sólo faltaba... & «—Aquí está Mena en la antesala. ¿Qué le
digo? & «—Hágalo pasar.» & Ah Padilla, no puedo abrir los
ojos y verte, pero puedo ver tu pensamiento Padilla, detrás de la
máscara de dolor: el hombre que agoniza se llama Artemio Cruz, nada
más Artemio Cruz; sólo este hombre muere, ¿eh?, nadie más. Es como
un golpe de suerte que aplaza las otras muertes. Esta vez sólo muere
Artemio Cruz. Y esa muerte puede serlo en lugar de otra, quizás de
la tuya, Padilla... Ah. No. Tengo cosas por hacer todavía. No estén
tan seguros, no... & —Te dije que se estaba haciendo. &
—Déjelo descansar. & —¡Te digo que se está haciendo! & Yo
las veo, de lejos. Sus dedos abren apresuradamente el segundo fondo,
deslizándole de la base con respeto. No hay nada. Pero yo ya
agito el brazo, señalando hacia el muro de encino, el largo closet
que abarca todo un costado de la recámara. Ellas corren hacia allá,
corren todas las puertas, corren todos los ganchos cargados de
trajes azules, a rayas, de dos botones, de pelusa irlandesa, sin
recordar que no son mis trajes, que mi ropa está en mi casa, corren
todos los ganchos mientras yo les indico, con las dos manos que
apenas puedo mover, que quizá el documento está guardado en una de
las bolsas interiores derechas de algún traje. Crece la premura de
Teresa y Catalina, hurgan ya sin recato, arrojan a la alfombra los
sacos vacíos, hasta que los revisan todos y me dan las caras. No
puedo mantener una cara más seria. Estoy parapetado por los
almohadones y respiro con dificultad, pero mi mirada no pierde un
solo detalle. La siento veloz y ávida. Pido con la mano que se
acerquen: & —Ya recuerdo... en un zapato... ya recuerdo bien...
& Verlas a las dos en cuatro patas, sobre el reguero de sacos y
pantalones, ofreciéndome sus anchas caderas, moviendo las nalgas con
un jadeo obsceno, entre mis zapatos, y sólo entonces la agria
dulzura nubla mis ojos, me llevo la mano al corazón y cierro los
párpados. & —Regina... & El murmullo de indignación y
esfuerzo de las dos mujeres se va perdiendo en la oscuridad. Muevo
los labios para murmurar aquel nombre. No hay mucho tiempo para
recordar ya, para recordar al otro, al que amó... Regina... &
«—Padilla... Padilla... Quiero comer algo ligero... No estoy muy
bien del estómago. Venga a acompañarme en cuanto eso esté listo...»
& ¿Cómo? Seleccionas, construyes, haces, preservas, continúas:
nada más... Yo... & «—Sí, hasta pronto. Mis respetos. &
«—Bien hablado, señor. Es fácil aplastarlos. & «—No, Padilla, no
es fácil. Pásame ese platón... ése, el de los sandwichitos... Yo he
visto a esta gente en marcha, Cuando se deciden, es difícil
contenerlos...» & ¿Cómo iba la canción? Desterrado me fui para
el sur, desterrado por el gobierno y al año volví; ay qué noches tan
intranquilas paso sin ti, sin ti; ni un amigo ni un pariente que se
duela; sólo el amor, sólo el amor, de esa mujer, me hizo volver...
& «—Por eso hay que actuar ahora, cuando el descontento contra
nosotros nace, y aplastarlos de raíz. Carecen de organización y se
están jugando el todo por el todo. Éntrele, éntrele a los
sandwichitos, que hay para dos...» & «—Agitación estéril...»
& Tengo mi par de pistolas con su cacha de marfil para agarrarme
a balazos con los del ferrocarril yo soy rielera tengo mi Juan él es
mi encanto yo soy un querer: si porque me ves con botas piensas que
soy militar soy un pobre rielerito del ferrocarril central. &
«—No, si tienen razón. Y no la tienen. Pero usted que fue marxista
allá en sus mocedades, ha de entender mejor. Usted, téngale miedo a
lo que está pasando. Yo ya no... & «—Allí afuera está
Campanela.» & ¿Qué dijeron? ¿quiste? ¿hemorragia? ¿hernia?
¿oclusión? ¿perforación? ¿vólvulos? ¿cólicos? & Ah, Padilla, yo
debo tocar un botón porque tú entras, Padilla, no te veo porque
tengo los ojos cerrados, tengo los ojos cerrados porque no me fío ya
de ese parche minúsculo, imperfecto, de mi retina: ¿qué tal si abro
los ojos y la retina ya no recibe nada, ya no traslada nada al
cerebro?, ¿qué tal? & —Abran la ventana. & —Te echo la
culpa. Igual que mi hermano. & Sí. &
TÚ no sabrás, no entenderás por qué Catalina, sentada a tu lado,
quiere compartir contigo ese recuerdo, ese recuerdo que quiere
imponerse a todos los demás: ¿tú en esta tierra, Lorenzo en
aquélla?, ¿qué es lo que quiere recordar?, ¿tú con Gonzalo en esta
prisión?, ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña?: no sabrás, no
entenderás si tú eres él, si él será tú, si aquel día lo viviste si
él, con él, él por ti, tú por él. Recordarás. Sí, aquel último día
tú y él estuvieron juntos —entonces no vivió aquello él por ti, o tú
por él, estuvieron juntos— en aquel lugar. Él te preguntó si iban
juntos hasta el mar; iban a caballo; te preguntó si irían juntos, a
caballo, hasta el mar: te preguntará dónde iban a comer y te dijo
—te dirá— papá, sonreirá, levantará el brazo con la escopeta y
saldrá del vado con el torso desnudo, sosteniendo en alto la
escopeta y las mochilas de lona. Ella no estará allí. Catalina no
recordará eso. Por eso tú tratarás de recordarlo, para olvidar lo
que ella quiere que tú recuerdes. Ella vivirá encerrada y temblará
cuando él regrese, por unos días, a la ciudad de México, a
despedirse. Si sólo regresara a despedirse. Ella lo cree. Él no lo
hará. Tomará el vapor en Veracruz, se irá. Se iría. Ella deberá
recordar esa alcoba donde los humores del sueño pugnan por
permanecer aunque el aire de la primavera entre por el balcón
abierto. Ella deberá recordar las camas separadas, los cuartos
separados, las cabeceras de seda, las sábanas revueltas de los dos
cuartos separados, la depresión de los colchones, la silueta
persistente de los que durmieron en esas camas. Ella no podrá
recordar las ancas de la yegua, semejantes a dos joyas negras,
lavadas por el río legamoso. Tú sí. Al cruzar el río, tú y él
distinguirán en la otra ribera un espectro de tierra levantado sobre
la fermentación brumosa de la mañana. Esa lucha de la manigua oscura
y el sol ardiente se incorporará en un reflejo doble de todas las
cosas, en un fantasma de la humedad abrazada a la reverberación.
Olerá a plátano. Será Cocuya. Catalina nunca sabrá qué fue, qué es,
qué será Cocuya. Ella se sentará a esperar al borde del lecho, con
el espejo en una mano y el cepillo en la otra, desganada, con el
sabor de bilis en la boca, decidiendo que permanecerá así, sentada,
con la mirada perdida, sin ganas de hacer nada, diciéndose que así
la dejan siempre las escenas: vacía. No: sólo tú y él sentirán los
cascos del caballo sobre la tierra porosa de la ribera. También, al
salir del agua, sentirán la frescura mezclada con el hervor de la
selva y mirarán hacia atrás: ese río lento que remueve con dulzura
los líquenes de la otra orilla. Y más lejos, al fondo del sendero de
tabachines en flor, pintado de nuevo, el casco de la hacienda de
Cocuya asentado sobre una explanada sombreada. Catalina repetirá:
—Dios mío, no merezco esto; levantará el espejo y se preguntará si
eso es lo que verá Lorenzo cuando regrese, si regresa: esa
deformidad creciente del mentón y el cuello. ¿Se dará cuenta de las
arrugas disfrazadas que empezarán a correrle por los párpados y las
mejillas? Verá en el espejo otra cana y la arrancará. Y tú, con
Lorenzo a tu lado, te internarás en la selva. Verás frente a ti la
espalda desnuda de tu hijo, que también alternará las sombras del
manglar con los rayos granulados del sol que atravesará el tupido
techo de ramas. Las raíces nudosas de los árboles romperán la costra
de la tierra, se asomarán bravas y torcidas, a lo largo del sendero
abierto por el machete. Un sendero que en poco tiempo volverá a
enredarse de lianas. Lorenzo trotará erguido, sin mover la cabeza,
chicoteando los flancos de la yegua para espantar a las moscas
zumbonas. Catalina se repetirá que no le tendrá confianza, no
le tendrá confianza si no la ve como antes, como cuando era niño, y
se recostará con un gemido, con los brazos abiertos, con la mirada
nublada y dejará escapar de los pies las zapatillas de seda y
pensará en su hijo, tan parecido al padre, tan delgado, tan oscuro.
Tronarán las ramas secas bajo los cascos y se abrirá la llanura
blanca con sus copetes de caña ondulante. Lorenzo apretará las
espuelas. Volteará el rostro y sus labios se separarán en una
sonrisa que llegará a tus ojos acompañada de un grito de alegría y
el brazo levantado: brazo fuerte, piel oliva, sonrisa blanca como
las de tu juventud: tú recordarás tu juventud por él y por estos
lugares y no querrás decirle a Lorenzo cuánto significa para ti esta
tierra porque de hacerlo quizás forzarías su afecto: recordarás para
recordar dentro del recuerdo. Catalina, sobre la cama, recordará las
caricias infantiles de Lorenzo, desde los días duros de la muerte
del viejo Gamaliel, recordará al niño arrodillado junto a ella, con
la cabeza recostada sobre el regazo de la madre, mientras ella lo
llamaba alegría de su vida, porque antes de que él naciera no, había
sufrido mucho, y sin poder decirlo, porque ella tenía deberes
sagrados y el niño la miraba sin comprender: porque, porque, porque.
Tú traerás a Lorenzo a vivir aquí para que aprenda a querer esta
tierra por sí mismo, sin necesidad de que tú le expliques los
motivos del cariñoso empeño con que habrás reconstruido las paredes
incendiadas de la hacienda y abierto al cultivo los suelos de la
llanura. No porque, sin porque, porque. Saldrán al sol. Tú tomarás
el sombrero de anchas alas, te lo pondrás sobre la cabeza. El viento
arrancado por el galope a la atmósfera quieta y reverberante te
llenará la boca, los ojos, la cabeza: Lorenzo se adelantará,
levantando un polvo blanco, por el camino abierto entre los plantíos
y detrás de él, al galope, tú tendrás la seguridad de que ambos
sienten lo mismo: la carrera ensancha las venas, hace que la sangre
fluya, alimenta el poder de la vista, la abre sobre esta tierra
ancha y saviosa, tan distinta de las mesetas, de los desiertos que
conocerás, parcelada en grandes cuadros, rojos, verdes, negros,
punteada de altas palmeras, turbia y honda, olorosa a excrementos y
cáscaras de fruta, que devuelve sus sentidos labrados a los sentidos
despiertos, exaltados de tu hijo y de ti mismo, tú y tu hijo que
corren velozmente y salvan del torpor todos los nervios, todos los
músculos olvidados del cuerpo. Tus espuelas rayarán el vientre del
overo, hasta sangrarlo: sabrás que Lorenzo quiere carrera. Su mirada
interrogante cortará las frases de Catalina. Ella se detendrá, se
preguntará hasta dónde puede llegar, se dirá que es cuestión de
tiempo, de ir desvelando las razones poco a poco, sí, hasta que él
las entienda bien. Ella sentada en el sillón y él a sus pies, con
los brazos recargados sobre las rodillas. La tierra tronará bajo los
cascos; tú agacharás la cabeza, como si quisieras acercarla a la
oreja del caballo y acicatearlo con palabras, pero hay ese
peso, ese peso del yaqui que será recostado, boca abajo, sobre las
ancas de la misma bestia, el yaqui que alargará un brazo para
prenderse a tu cinturón: el dolor te adormecerá: el brazo y la
pierna te colgarán inertes y el yaqui seguirá abrazándote la cintura
y gimiendo con el rostro congestionado: se sucederán los túmulos de
roca y ustedes marcharán cobijados por las sombras, en el cañón de
la montaña, descubriendo valles interiores de piedra, hondas
barrancas que descansan sobre cauces abandonados, caminos de abrojos
y matorrales: ¿quién recordará contigo? ¿Lorenzo sin ti en aquella
montaña? ¿Gonzalo contigo en este calabozo?: