Las misteriosas noches de antaño
Y otros cuentos
Tom Cole
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THE WRITING BELOW IS REALLY REALLY OLD AND INCLUDES MY DOPEY SHORT STORIES I WROTE FOR THAT NICARAGUAN CLASS.
BEST TO READ IT HERE:
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Agradecimientos

Deseo expresar mi gratitud a María José Mendoza Solis de la Nica Spanish Language School en San Juan del Sur, Nicaragua que leyó todas estas historias, buscó errores y ofreció sugerencias. Muchas gracias también a mi hermano Jeffrey Van Sickles Cole por su sabiduría inigualable del castellano y por hacer un repaso final del libro. Aunque ellos me han ayudado con este trabajo, si todavía quedan errores, son todos míos.
Índice

Introducción   
El correcaminos, el payaso del desierto   
Los biólogos bautistas   
Los vaqueros de Wyoming   
La lluvia de Nebraska   
Cómo matar un cocodrilo   
Mis muelas   
Los caminos de tierra   
Una travesura pequeña   
La entrega   
Sueños  
El señuelo sagrado   
La abolladura   
La batata gratis   
La avispa atrevida   
La noche de los cangrejos   
La tarjeta postal   
La bomba sustraída   
Rojo sobre fondo blanco   
Un frasco de vidrio   
La caída   
El coyote, la garceta y el muchacho   
Los censores engañados   
Dos cenzontles   
Las misteriosas noches de antaño   
Hay para todos   
Ahorcar los hábitos   
Los peces en los charcos   
El verano de la novela   
Aventuras en África   
La piedra grande   
El cazador furtivo   
El hombre cuyo pelo se quemó   
La rivalidad ridícula   
El arqueólogo   
Caliza   
Obsidiana   
Cuarzo   
Al oeste   
La rata cambalachera   
Revistas de historietas   
Aquellas chiquititas letras de vergüenza   
A buen fin no hay mal principio   
Las llamamos nueces de Brasil   
Amigo perdido   
La niña vieja de la esfera de color rosa  
El tesoro de la playa el coco

Introducción

En el verano del año 2011, para distraerme y para mejorar mi español, escribí 46 historias en mi segunda lengua. Nunca había escrito tanto a menudo en español, pero me gustaba cómo salió cada una. Por eso, continué hasta que tuve suficientes para un libro pequeño. La inmensa mayoría de estas historias son memorias, pero hay también algunos cuentos graciosos que inventé.
Al empezar a redactar, aprendí de inmediato que un escritor de autobiografía tiene el desagradable sentido de que nada de importancia ha pasado en la vida cuando intenta  escribir algo y nada se le ocurre. Escribir memorias le enseña lo que le importa en la vida. Una hojeada del índice y de algunas páginas mostrará al lector los temas que me importan a mí.
Durante ese verano, yo había estado platicando en español por medio de Skype cinco días a la semana durante un año y por eso tenía la oportunidad de estrenar lo que yo había escrito con hablantes nativos de la lengua. Me enviaron muchos cuentos nicaragüenses y los leí con mucho interés. Sugirieron que escribiera algunos semejantes y por eso escribí dos historias cortas de ficción. Para sorpresa mía a los nicaragüenses les gustaron y las he incluido en este tomo. Me consta que el lector fácilmente puede distinguirlas de las memorias.

El correcaminos, el payaso del desierto

Mi padre siempre odiaba el Departamento de Pesca y Caza del estado de Arizona. Un día me enseñó una revista que había publicado ese departamento. Adentro había un artículo que trataba del correcaminos. Permítame resumírselo en pocas palabras.
El correcaminos es un pájaro bastante pícaro y astuto que vive en el desierto sonorense de Arizona y en otras regiones del suroeste. Hay otros animales que viven allí, pero no son tan inteligentes como él. Y está lleno de mañas. Le gusta comer las lagartijas y los insectos, pero su comida predilecta es la serpiente cascabel.
A la cascabel, según el artículo, le gusta dormir en la arena del desierto, durante el día y bajo el sol caliente para que su temperatura suba a 100 grados y su sangre empiece a hervir. Según el artículo, la cascabel tiene esta costumbre.
El correcaminos siempre está andando cazando cascabeles y cuando encuentra una dormida así, empieza a hacer algo nada usual. Construye una cerca alrededor de la serpiente dormida — una cerca de cactus. El artículo nos informa que la cascabel no puede cruzar por el cactus por las espinas, pero no se da cuenta. En cambio, según el artículo, el listo correcaminos está plenamente consciente de esto. El correcaminos trabaja muy afanosamente para poder construir la cerca antes de que se despierte la cascabel.
Cuando la cascabel está completamente acorralada de cactus, el correcaminos empieza a cacarear.
—¡Quiquiriquí! —dice—. ¡Quiquiriquí!
Hay quienes dicen que las cascabeles son sordas, pero no es cierto. La cascabel oye los alaridos del correcaminos y se despierta. Al ver el correcaminos, la cascabel se pone asustada y huye. ¡Pero al tratar de cruzar la cerca de cactus es picada por las espinas puntiagudas! Y el correcaminos se aprovecha de su preocupación para cortarle la cabeza con su pico agudo.
¡Qué payaso está! Es el payaso del desierto.

Los biólogos bautistas

Había un presidente de una universidad en Arizona que solía contratar solamente a los predicadores bautistas para enseñar biología. Tal vez esto le parezca una pretensión atroz, pero considere lo siguiente: Mi madre algún día me dijo:
—¿Sabes lo que pasó anoche, Tomás? Alguien le presentó a tu padre un catedrático de biología y su esposa mencionó que él había sido contratado por Señor Wentworth, el presidente de la universidad. Tu papá inmediatamente gritó: “¡Usted debe ser un predicador bautista!” y la esposa titubeó un segundo y luego dijo: “De hecho, sí lo es.”
Era un faux pas, pero a mi padre nunca le importaba para nada si metía la pata.

Los vaqueros de Wyoming

Mi tío Mole me relató un cuento de lo que pasó cuando él le acompañaba a mi padre a un café en Wyoming, un estado del oeste del país.
Todos los estados de Estados Unidos tienen un epíteto. Por ejemplo, el estado de Montana se llama “La Tierra del Cielo Grande,” Kentucky se llama “La Tierra de Hierba Azul,” y California se llama “El Estado Dorado.” El epíteto de Wyoming es “El Estado de los Vaqueros.”
Los dos entraron en el café pequeño que estaba lleno de vaqueros y al sentarse mi padre dijo en voz alta:
—Mole, hay dos clases de gente que no se quita el sombrero al entrar en un restaurante: ¡las damas y los vaqueros!
Mi tío Mole me dijo que se sentía con mucha suerte de haber salido del café con la vida.


La lluvia de Nebraska

El cuento de los vaqueros me recuerda de un viaje que hicimos hace muchos años. Cuando éramos jóvenes, mis padres, mis hermanos y yo viajábamos por todas partes de Norteamérica. Nuestro coche tenía las placas del estado de Arizona, que es bien conocido por su clima seco y caliente. Una vez paramos frente a un pequeño café en Nebraska. Entramos y nos sentamos a una mesa. La mesera vino y por lo visto había visto nuestras placas porque nos preguntó:
—¿Son ustedes de Arizona?
Respondemos que sí y ella dijo que tenía una hermana que alguna vez fue a Arizona y hacía tanto calor allá que regresó a Nebraska por avión el mismo día. Entonces miró al cielo por la ventana del café y observó:
—Parece que va a llover.
—Espero que sí —dijo mi padre—. No para mí, sino para mis hijos. Yo he visto la lluvia.

Cómo matar un cocodrilo

Recientemente ha habido mucha discusión en los Estados Unidos y en otros países acerca de la manera más eficaz y segura de atrapar y matar los cocodrilos. Cazadores de cocodrilos han usado redes, trampas y escopetas para hacerlo. Hasta hemos oído hablar de los que usan un lazo como un vaquero en el rodeo para coger estos animales. ¡Y se dice también que hay quienes han usado dinamita!
Desafortunadamente, todos los consabidos métodos requieren equipo que cuesta mucho o que requiere mucha habilidad para usar. Yo propongo otra manera de hacerlo. Sí, es cierto que requiere equipo, pero no es costoso y es sumamente fácil de usar. No más se necesitan un bate de béisbol y un periódico del domingo.
Para matar el cocodrilo, hay que esperar hasta domingo para poder comprar un nuevo periódico. No se puede usar el periódico de la semana pasada. No servirá para nada. Cuando usted haya comprado el periódico, llévelo al pantano. No necesitará todavía el bate. Deje el periódico a las orillas del pantano y regrese a casa. Espere una hora y regrese al pantano con el bate. Ya que todo esté listo, será muy fácil pegarle la cabeza mientras está recortando cupones.

Mis muelas

Yo he tenido el mismo dentista, el Doctor Taylor, desde la edad de diecinueve años. Como  hoy tengo 59 años, quiere decir cuarenta años. Pero miento un poquito porque él acaba de jubilarse. De todos modos, cuando yo tenía diecinueve años, tenía un problema con las muelas del juicio y mi mandíbula estaba hinchada por infección. Fui a ver al Doctor Taylor por primera vez y él me dijo que tenía que sacarlas. El doctor habló con mi madre que luego me dijo que él no creía que yo quisiera hacerlo. Tenía razón. Mantuve los dientes, me recuperé y no volvimos a hablar del asunto por muchos años.
Cuando tenía treinta y tres años tuve la mandíbula hinchada otra vez exactamente como antes y el Doctor Taylor recomendó otra vez que se sacaran las muelas. Me envió a un especialista que me iba a sacar los cuatro dientes.
Yo llegué a tiempo el día de la operación. Me enseñaron una película corta que usaban para informar a los pacientes. De la película aprendí que el procedimiento pudiera hacer daño a los nervios de mi mandíbula. También aprendí que existía una condición llamada “hueco seco” que ocurría comúnmente.
Yo fui a la sala de espera y allí acostada en el sofá había una muchacha a quien  aparentemente le acababan de sacar las muelas. Estaba estremeciendo y le colgaba la lengua como una rebanada de tocino.
El doctor entró y me dijo que dentro de poco estarían listos. Era cierto. En poco tiempo los instrumentos habían sido esterilizados y todas las otras cosas que tenían que hacer para sacarme las muelas habían sido preparadas.
Pero cuando venían a buscarme no encontraron paciente. Yo me había ido. Subí al coche y volví a casa.
Todavía mastico con estas muelas y me siento bien satisfecho con ellas. El doctor Taylor y yo jamás hablamos del asunto y el especialista ni siquiera me llamó para preguntar qué había pasado.

Los caminos de tierra

En el año 2001, mi hermana y yo visitamos un área de Minnesota donde habíamos pasado muchos veranos de nuestra juventud. Pasamos esos veranos a las orillas de un lago bellísimo que estaba rodeado de árboles y vegas y bosques.
Yo le dije a mi hermana que yo solía dar vueltas en auto en los caminos de tierra en el bosque alrededor del lago. Siempre descubría algo de magia y misterio en aquellos paseos y sugerí que tratáramos de revivir esta experiencia.
Decidimos explorar otros caminos de tierra y empezamos donde antes había una tienda. Los amos de esa tienda habían sido una vieja pareja, la señora y el señor McDonald, pero los dos se habían muerto hace mucho tiempo. Me acuerdo que aun en los años sesenta eran viejos. Hubo un incendio que quemó por completo la tienda. En el año 2001 nada se quedaba de la tienda. Solamente había un campo de césped con algunas matas pequeñas y ralas de zarzamora. El campo se ubicaba en la esquina de dos caminos de tierra al borde del bosque.
Recuerdo bien a los McDonald. Hablaban con acento de la región central del país. Mi padre me dijo una vez que casi habían sido corridos de las Ciudades Mellizas, St. Paul y Minneapolis (ciudades nada conservadoras) por sus ideas radicales izquierdistas. Yo solamente sabía que les gustaban mis padres. Me recordaban a los personajes de la vieja película Las viñas de la ira con Henry Fonda. Cuando yo iba a la tienda para comer una hamburguesa, nunca permitían que pagara.
Sra. McDonald un día me dijo:
—No volamos.
—¿Cómo viajan? —dije.
—Tomamos el tren —dijo en su acento campestre—. Realmente nos gusta. Puedes tomar un trago. Lo que quieras.
Éstas son las únicas palabras que recuerdo de ella, pero me acuerdo palabra por palabra lo que dijo. Tengo también un recuerdo vivo de algo que dijo un día su esposo. Estábamos escuchando música de una rocola en la tienda y dijo él:
—Estos son los Beatles, yo creo.
 Era algo astuto para un anciano en esos días. Bill Underhill, un amigo mío, le dijo muy amablemente:
—En realidad, estos son the Dave Clark Five, pero su sonido a veces se asemeja al de los Beatles.
—¡Ah! —dijo Sr. McDonald, aparentemente agrado de haber aprendido.
Sally y yo empezamos nuestro paseo en la esquina del campo de los McDonald. Yo manejaba el Alero alquilado y fui en busca de más magia y misterio y dentro de dos minutos estuvimos totalmente perdidos. Eso no habría sido un problema si yo hubiera estado con mi otra hermana, pero Sally es afectada por la misma enfermedad que tengo yo: ella no tiene absolutamente ningún sentido de dirección, en absoluto. Ninguno.
Manejé. Intenté un camino tras otro. Pude dirigirnos por fin a la carretera. No se veía nada familiar. Encontré otra carretera y empecé a manejar en ella. Pasó tiempo y yo he de haber estado manejando a sesenta millas por hora. Yo estaba seguro de que habíamos salido de Minnesota y que habíamos entrado en North Dakota o tal vez Canadá.
Sólo había intentado encontrar un poquito de misterio y magia en un camino de tierra como había hecho hace tantos años y ahora estaba perdido sin esperanza.

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El campo de los McDonald 2001

Por fin, en desesperación me salí de la carretera y tomé un camino de tierra. Manejé un momento y paré. Allí vi un campo de césped con algunas matas pequeñas y ralas de zarzamora
Habíamos regresado al campo de los McDonald.

Una travesura pequeña

De vez en cuando algo ocurre que sirve para mostrar un enlace sorprendente entre la vida regular de uno y las hazañas más importantes de la historia. Yo habré tenido quince años cuando una noche algunos amigos y yo decidimos ir a la cabecera del Río Misisipí.
En los veranos vivíamos a las orillas del Lago Itasca, la cabecera del Río Misisipí. El Lago Itasca se ubica en el estado de Minnesota. Nuestros padres eran profesores de biología que daban clases allá con la Universidad de Minnesota y como pasábamos los veranos allá, considerábamos nuestra toda el área. Los turistas eran nada más que huéspedes que tolerábamos.
 Anduvimos por el bosque y dentro de poco llegamos al río que salía lentamente del lago. Ya que hacía tarde, todos los turistas se habían ido y el río era nuestro. Era veinte pies de ancho cuanto más.
Al borde del Misisipí y del Lago Itasca había un poste, un tronco de un árbol que servía como letrero. Había llegado a ser bastante famoso y todos los turistas solían venir para posar allí y tomar fotos. Decía, "Aquí, 1475 Pies Sobre el Nivel del Mar, El Poderoso Río Misisipí Comienza Su Viaje Serpentino de 2552 Millas Hasta el Golfo de México.”
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Yo a la cabecera de Río Misisipí en 2009

En esta ocasión, a alguien se le ocurrió la gran idea de derribar el tronco. Éramos como seis, muchachos y muchachas y empezamos a apoyarnos en el tronco. El tronco se inclinó un poquito hacia delante.
—¡Paren! —yo dije—. Es muy pesado y podría aplastar a alguien. ¡Qué asustadizo!
Mi amigo Guillermo empujó el tronco que se movía un poquito otra vez y dijo él:
—Tienes razón. Te podría aplastar como un bicho.
Cuidadosamente todos empezamos a empujar y de repente Guillermo gritó:
—¡Apártense!
El poste se derrumbó con un golpazo y huimos corriendo a casa.
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El Lago Itasca

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Yo a la edad de catorce cerca del Lago Itasca, Minnesota

En la mañana mientras desayunábamos, mi padre al leer el periódico dijo:
—Parece que hubo trabajo sucio en Misisipí.
Yo me puse sorprendido y un poco asustado también. Parecía mentira que lo que habíamos hecho anoche ya apareciera en el periódico. ¿Pero cómo iba a leerlo mi padre si no fuera cierto? Era increíble.
Pero no era cierto. Lo que hicimos no importaba; los trabajadores incorporaron el poste derrumbado sin problema.
Mi padre estaba refiriéndose a los terribles asesinatos de los jóvenes trabajadores de derechos civiles en el estado de Misisipí. En inglés un nombre de un río siempre lleva el artículo definido "the," pero el nombre de un estado nunca. Pero yo me sentía tan culpable y nervioso esa mañana que no noté la falta del artículo. No me di cuenta de que él hablaba de un estado ni hablar de que estaba leyendo un artículo sobre un capítulo triste de la historia estadounidense que un día iba a ser el tema de la película Mississippi Burning.

La entrega

Fue el mejor amigo de mi padre, David Pratt, el que contó este cuento. Trata de lo que pasó durante una primavera en Nueva Inglaterra en el estado de Rhode Island. El amigo de mi padre tenía un bebedero para pájaros en su jardín y un día vio que un zanate había dejado caer de su pico una bolita de excremento en el agua. La bolita estaba cubierta de una película gelatinosa. Al partir de entonces, cada mañana el zanate venía para dejar otra bolita en el agua. David era biólogo y sabía lo que hacían los pájaros que tenían un pajarito en el nido. Cada día removían el excremento del pajarito para mantener limpio el nido. Eso continuaba por varios días. Cada mañana a la misma hora el zanate venía para hacer su entrega.
Un día David estuvo sorprendido y entristecido por lo imprevisto de lo que vio. El zanate se presentó como de costumbre y dejó en el agua del bebedero el cadáver del pajarito del nido.

Sueños

¿Ha tenido alguna vez un sueño que se repite? Los sueños míos se asemejan tanto que casi dirías que todos son repeticiones.
Mi sueños también obedecen temas. Por ejemplo, muchas veces he soñado de casas. Mi madre también soñaba de casas y muchas veces solíamos platicar acerca de las que habíamos soñado.
Hay una casa que ha aparecido tantas veces en mis sueños que de vez en cuando voy en carro para buscarla. No creo en el sobrenatural, pero voy a buscarla para divertirme. Manejo por algunos barrios cerca de donde vivo para ver si por si acaso he visto una casa real que por eso ha aparecido en mis sueños. Hasta ahora no he encontrado esta casa, pero se la puedo describir.
Está en el pueblo pero ubicada a la orilla de un lago. Todo el área alrededor de la casa está llena de chatarra, máquinas y equipo para la agricultura. Adentro también se ven toda suerte de objetos caseros: lápices, libros, ropa, aparatos, etcétera. Todo está bastante desordenado. Hay hoyos en el techo, también y se puede ver el cielo por esas hogueras por las que la lluvia o cualquier ladrón podrían colarse. Hay muchas recámaras y un sótano con más habitaciones.
En la parte central de la casa hay algo como un comedor con taburetes y una cocina. Es como si hubiera un restaurante pequeño adentro de la casa. El piso allí es bastante escarpado por el hundimiento de la casa en el suelo mojado.
Mi salón favorito está en la parte delantera de la casa. Es una sala larga con muchas ventanas, pero lo que me gustan más son las mesas en las que hay muchas cosas hechas a mano. Ésta habitación es en realidad una tienda de curiosidades mexicanas.
Sueño a menudo de viajes de automóvil y estos sueños son asustadizos — pesadillas —por los caminos empinados y los precipicios por todas partes.
Suelo soñar del conocido Gran Cañón de Arizona. En el mundo real, he caminado al fondo muchas veces y conozco bien ese lugar y su paisaje bien, pero lo que veo en los sueños es distinto: No uso una senda para alcanzar el Río Colorado, sino un túnel y al fin del túnel se ve el río y un gran remolino de agua azul.
Hay otro túnel en mis sueños. Es tan angosto que apenas puede pasar a gatas y le da un sentido de claustrofobia casi insoportable. Al fin de ese túnel hay una caverna pequeña donde en mis sueños me quedo lleno de miedo, tratando de respirar.
Se me ocurre un sueño raro que verdaderamente se puede llamar un sueño que se repite. Se trata de un búfalo de agua, una especie de búfalo que se usa en países asiáticos. Una noche soñé que estaba andando por la nieve cuando me vio un búfalo de agua que me empezó a perseguir. Corrí por la nieve pero el búfalo era muy veloz y yo sabía que no podría escapar. Entonces vi un estanque. Era del tipo que se usa en el oeste de Estados Unidos para proveer agua al ganado. Me eché al agua para evitar los cuernos encorvados del búfalo. Al hacerlo, yo escuché una voz que gritó:
—Echarte en el agua no te va a salvar. ¿No te enteras de que es un búfalo de AGUA?
El búfalo se tiró al agua y yo creía que me iba a matar. ¡Pero era un búfalo amable y nos hicimos amigos! Yo me salí del estanque y encontré un seco arbusto rodante que estaba en el manto de nieve. Regresé al estanque. Había dos fregaderos — dos lavabos como los de una cocina — incrustados en el lomo del búfalo. Yo puse el arbusto en uno de los lavabos y le dije que la próxima vez que nos topáramos yo podría reconocerlo por el arbusto. No me parecía mala idea porque respecto a los búfalos ¿cómo se puede distinguir uno de otro?
Pasó más de un año y una noche soñé que estaba andando por la nieve cuando me vio un búfalo de agua que me empezó a perseguir. Corrí por la nieve pero el búfalo era muy veloz y sabía que no podría escapar. Entonces vi un estanque. Era del tipo que se usa en el oeste de estados unidos para proveer agua al ganado. Me eché al agua para evitar los cuernos encorvados del búfalo. Al hacerlo, yo escuché una voz que gritó:
—Botarte en el agua no te va a salvar. ¿No te enteras de que es un búfalo de AGUA?
 El búfalo se tiró al agua y yo creía que me iba a matar. Entonces vi dos fregaderos — dos lavabos como los de una cocina — incrustados en el lomo del búfalo. Adentro de uno había el arbusto rodante que yo había puesto en el sueño anterior. Supe que todo estaba bien.

El señuelo sagrado

Un verano mi hermano y yo decidimos ir a Minnesota a pescar, así que él fue a la tienda para comprar algunos señuelos. Compró uno que se llamaba "El Buzo Real" y al abrir el paquete vio adentro un volante que decía:

Estimado Pescador,

¡Felicidades! Usted ahora es un socio oficial del Club Pescadores para Jesús Cristo. ¡Que Dios sea loado y que le bendiga!

Atentamente,

Samuel Tyler

Ya que mi hermano no había expresado ningún deseo de ser miembro de tal club y como era un ateo bastante decidido, clamó venganza y de inmediato escribió corriendo una carta al Señor Tyler que decía lo siguiente:



Estimado Señor Tyler,

Acabo de comprar uno de sus señuelos, "El Buzo Real." La primera vez que lo usé un pez lo mordió y rompió la lengüeta de plástico. Ese pez era nada más una chiquitita mojarra de agallas azules. Como compañero cristiano, le pido que usted me envíe otro para reemplazar el defectivo.

En el nombre del Señor,

Hank Johnson

Mi hermano siempre usaba el seudónimo “Hank Johnson” cuando escribía algo y no quería que nadie supiera quién era. Esto no quiere decir que se remordiera la conciencia. Creía que el Señor Tyler había tenido bien merecido ese engaño.
Dentro de dos días un bulto llegó en el buzón llevando franqueo de primera clase. Adentro encontramos otro “Buzo Real.”

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Pescados que atrapamos con “El Señuelo Sagrado”

Nos constaba que ese señuelo nos iba a servir muy bien y estábamos seguros de que estaba bendecido con suerte más grande que todos nuestros pecados juntos. ¡Qué alegres estábamos de haber resultado tan agraciados de conseguir ese señuelo!

La abolladura

Un amigo mío siempre me contaba del tiempo en que sin querer, puso una abolladura grande en la aleta del coche de su padre.
—Me regaló una escopeta grande y no me dijo que tenía un retroceso tremendo —dijo—. ¿Cómo iba a saber yo que me iba a patear como mula? Disparé y la escopeta me dio una patada tan grande que ella salió volando de mis brazos y pegó la parte lateral del coche.
Yo siempre creía esta historia, pero un día su padre me relató el mismo cuento. ¿El mismo? Casi.
—Mi hijo disparó la escopeta que le había regalado y le dio una patada fuerte y dolorosa. Él se quejó que yo no le había advertido y por supuesto, le pedí perdón. Un poco después yo estaba adentro sentado en el sofá cuando por la ventana vi a mi hijo. Él sostenía la escopeta y puso la culata de ella contra la parte lateral del coche para que no pudiera patearle otra vez. Disparó. La escopeta dio fuerte contra el coche haciendo una abolladura grande en él.
¿Cuál de las dos historias cree usted? Yo sé cuál de las dos creo yo.


La batata gratis

Un día yo fui de compras y encontré un puesto de verduras en un mercado. La encargada era una mujer que no me parecía muy agradable. Le pregunté:
—¿A cómo son las calabazas?
—A doscientos pesos la libra —respondió.
—¡Ay! ¡Qué carísimas! —dije—. ¿Y los nabos suecos?
—Igual.
—¡Aún peor! —grité—. Son tan sucios. ¿No vende usted nada barato?
—Puedo darle a usted algo gratis, Señor —me dijo.
Yo estaba vestido de pantalones cortos y ella me miró las espinillas, levantó el pie y sin advertencia alguna me dio una batata.

La avispa atrevida

Mi madre me relató esta historia cuando yo he de haber tenido diez años. Se la puede leer también en su libro Women Pilots of World War II. Esta versión es la historia que siempre me he acordado y no es exactamente igual a la que está en el libro. Esto no le hace. Las diferencias son pequeñas. Nunca ha existido una historia que no haya tenido dos versiones. Me gustan las dos.
Mi madre era piloto en las fuerzas aéreas de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Las mujeres en las fuerzas aéreas en esos días se llamaban las Avispas y volaban aviones de caza. No luchaban en la guerra en Europa, sino que hicieron su trabajo en Estados Unidos. Tenían muchos deberes como el remolcar blancos, hacer vuelos de prueba y entregar los aviones de las fábricas a las costas del país.
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Mi madre durante la Segunda Guerra Mundial

Una noche mi madre regresaba de un quehacer en su avión de caza, un AT6 Avenger. Se hacía tarde y sólo quería aterrizar, ir al cuartel y acostarse. El radio dejó de funcionar (como hacía de vez en cuando) y al aproximarse a la base ella vio una luz roja. Le estaban dando la señal de no aterrizar.
Voló sobre la pista y no veía nada que no estuviera bien. Pasó otra vez y todo le parecía normal aunque los del suelo continuaban señalándole con la luz roja.
Por fin decidió aterrizar a pesar de la luz, pero al hacerlo, se dio cuenta de que no podía aminorar la velocidad del avión. En ese momento se dio cuenta que estaba aterrizando con el viento, algo bastante peligroso.
Había salido de la base en la misma dirección y fue un vuelo de ida y vuelta. Parecía mentira que el viento se hubiera cambiado por 180 grados en un tiempo tan corto, pero así era y por eso ella ni siquiera había mirado la manga para averiguar de dónde soplaba.
Tocó el suelo y entonces tenía que parar el AT6 Avenger antes de que se le acabara la pista de aterrizaje. No era fácil. Pisó los frenos y a última hora el avión se paró con un gran y ruidoso patinazo dando una vuelta completa.
Vio las luces de un automóvil en la pista que se acercaba rápidamente y sabía que iba a haber problemas, problemas que ella bien merecía por haber estado tan descuidada. Posiblemente enfrentaría cargos de descuido.
Los oficiales se bajaron del auto y uno gritó por la ventana del avión.
—¿Estás ciega? ¿No vistes la luz roja? ¿Por qué aterrizaste con el viento? ¿Estás totalmente loca?
Había otro oficial que la reconoció y de repente soltó la risa.
—¡Siempre ha dicho que un día iba a aterrizar con el viento en un Avenger y parece que por fin lo ha hecho!
Sin querer, el oficial la había sacado del apuro. Era cierto que ella se había jactado así aunque realmente no sabía por qué. Nunca habría hecho tal cosa a propósito. Pero ahora creyeron que era una acción de audacia y no de descuido y les gustaba mucho más un piloto atrevido que un descuidado.
Los oficiales subieron al coche y se fueron y mi madre metió el avión en el hangar, fue al cuartel y se acostó como si nada.

La noche de los cangrejos

Era el año 1963 cuando yo tendría quizás doce años y mi familia y yo estábamos de vacaciones en Mazatlán, Sinaloa, México. Habíamos acampado en la playa. Era casi de noche y yo estaba nadando solo en un área rocosa del mar cuando me atrapó una resaca (o algo muy parecido) y no podía zafarme de ella.
Una ola me derribó y la corriente me empezó a jalar mar adentro. Agarré las piedras del fondo para que no me pudiera arrastrar al océano y me aferré de ellas por mi vida mientras un río pesado y poderoso de agua salada me pasaba encima. De repente las aguas de la corriente desaparecieron y yo me encontré acostado en las piedras y arena del fondo.
Al pararme, sin embargo, otra ola apareció y me derribó otra vez. Agarré las piedras de nuevo y de nuevo cuando había pasado el agua, me levanté solamente para ser derribado por otra ola.
No me acuerdo cuántas veces eso sucedió pero sé lo que me salvó: era un suceso raro. Aún hoy, apenas puedo creerlo yo mismo. Pasó lo siguiente: las olas se hacían más y más grandes y yo no creía que pudiera aguantar otra. Me puse muy cansado y creía que la próxima ola me iba a vencer. La última ola, no obstante, hizo algo bien diferente y sorprendente. Era la ola más grande y más poderosa y en lugar de derribarme, me echó del mar mismo, por el aire y a la playa donde aterricé en la arena seca a metros de la orilla.
Habrá quienes no creen esto. Como dije, casi no lo creo yo mismo, pero he leído historias de personas a quienes les ha pasado lo mismo. Por eso, sé que eso sucedió exactamente como se lo describo.
Más temprano, en el mismo día, una ola golpeó a mi padre y le hizo daño al oído. Años después le molestaba y le hacía sentir mareado de vez en cuando.
Esa noche yo dormía en el coche. Soñé que cangrejos se colaban en mi saco de dormir. Me desperté para descubrir que pulgas de mar me estaban picando. Afuera podía oír los gritos de mis hermanas. La marea había inundado la playa y la tienda de lona estaba llena de cangrejos.

La tarjeta postal

Me siento muy orgulloso de tener en casa una tarjeta postal escrita por uno de los escritores de ciencia y ciencia ficción más famosos del mundo, Isaac Asimov. Él escribió más de 500 libros y por lo menos una tarjeta postal — la que escribió y que me envió a mí.
Cuando yo tenía diecinueve años leí un editorial por John W. Campbell, un escritor y editor de una bien conocida revista de ciencia/ciencia ficción que se llama Analog. Yo no estaba de acuerdo con lo que decía y le escribí una carta en la que le expliqué por qué. Creía que posiblemente publicaría lo que había escrito en la sección de cartas en la revista. Para sorpresa mía, me envió una carta tajante y enojada de cuatro páginas. Entonces se murió de un ataque de corazón a la edad de sesenta y uno.
Mis amigos se burlaban de mi, diciendo que yo lo había asesinado, pero sabía muy bien que mi carta no tenía que ver nada con su muerte; él fumaba como una chimenea.
De todos modos, pasaron veinte años y aprendí que Asimov era gran amigo de Campbell y le envié las copias de la correspondencia.
Felizmente, Asimov estaba de acuerdo conmigo y me escribió:

13 Junio 1989

Querido Señor Cole,

No me extraña que Campbell le irritaba. Me irritaba constantemente. Creo que intentaba desempeñar el papel de Sócrates como provocador y yo nunca estaba seguro de que hablara en serio de sus creencias ridículas. Sé que en muchas ocasiones locamente quisiera haber tenido una taza de cicuta a mano — para él, por supuesto.
       
                   Isaac Asimov
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La tarjeta postal

La bomba sustraída

Durante la Segunda Guerra mundial mi tío Mole era experto en desactivar bombas. Estaba en Inglaterra durante el bombardeo alemán de las ciudades inglesas y un día una bomba cayó cerca de Londres en el pasto de un granjero sin estallar. Los norteamericanos tenían noticias de ese suceso y mi tío recibió órdenes de irse hacia allá para desarmar la bomba fallida. Al llegar, pidió una pala prestada del granjero y empezó a excavar hasta la bomba.
La bomba se había enterrado a como dos metros de profundidad y mi tío tenía que excavar por varias horas. Cuando la había dejado al descubierto, se dio cuenta de que era una clase de bomba que conocía. Sabía precisamente cómo desactivarla y la empezó a desarmar.
Él estaba de rodillas al fondo del hoyo cuando se echó una sombra sobre él. Creyó que era nada más una nube, pero luego oyó una voz con un fuerte acento inglés y con la bien conocida cortesía de los ingleses.
—Gracias, Yank. Nos encargamos de ella ahora. ¡Cheerio!
Era un capitán de la Fuerza Aérea Real y le había robado a mi tío la única bomba que iba a ver durante toda la guerra.

Rojo sobre fondo blanco

Mi padre era un capitán del ejército de Estados Unidos en los años de la Segunda Guerra Mundial y estaba luchando en Alemania. Un día uno de los soldados recibió un disparo en el cuello y estaba por morir desangrado.
—¡Capitán! ¡Capitán! —gritaron los demás—. ¡Necesitamos su sangre para tratar de salvarlo!
Mi padre tenía sangre del mismo grupo sanguíneo del soldado herido. Le clavaron una aguja en el brazo de mi padre y empezaron a transfundir sangre al herido. El rostro del soldado estaba pálido por la falta de sangre; tan blanco como el papel.
Súbitamente tuvo convulsiones y del cuello empezó a brotar sangre. Las gotas rojas de sangre se esparcieron sobre el rostro blanco del moribundo.
—Sabía que era la sangre mía la que veía —me dijo mi padre—. Y el color rojo sobre un fondo blanco de muerte es la cosa más espantosa que en mi vida he visto.

Un frasco de vidrio

Hace doce años me inscribí en una clase de redacción. El tema de la clase era autobiografía. Aprendimos que los recuerdos de cada quien son su realidad. Estaba bien escribir de tales memorias, pero nunca mentir.
Por muchos años me quedé con la memoria de un hombre chaparro que andaba sosteniendo  de la mano un gran frasco de vidrio lleno de boletos. Era el año 1989 e iba a haber un concierto de Paul McCartney en el pueblo donde me crié. Había como cinco mil personas en un área de estacionamiento que esperaban en una larga fila para conseguir boletos.
Ese chaparro andaba a lo largo de la fila. Lentamente sacaba los boletos y se los iba entregando de uno en uno a la gente.
Me parecía ridícula que no había un sistema más lógico y eficaz para distribuir los boletos. Siempre decía yo:
—Si él hubiera dejado caer ese frasco, todo ese gentío lo habría atropellado para coger los boletos como niños que se tiran a tomar los caramelos de una piñata.
Iba a escribir de esta experiencia como trabajo de la clase, pero al repasar mi diario, leí que no había ningún frasco de vidrio. Nada aún parecido. Por muchos años había sido un recuerdo real para mí. Sin embargo, lo que me acordaba no era sino un engaño de mi memoria e imaginación.

La caída

Por regla general, la gente no tiene la capacidad de recordar mucho de lo que le ha pasado antes de la edad de cinco años. No obstante, me acuerdo muy bien lo que me ocurrió un día cuando debe de haber tenido unos cuatro años. Me caí de una carretilla de supermercado y me pegué la cabeza contra el piso duro de una tienda de abarrotes que se llamaba El Mercado Weiss.
No me acuerdo de la caída, ni del viaje al hospital. Recuerdo el sueño que tenía cuando estaba inconsciente. Había dos filas de hombres y mujeres vestidos en casacas blancas. Los de una de las filas me sostenían las manos y los de la otra los pies y me rebotaron de uno en uno por un pasillo largo hasta que, por fin, llegué a la oficina del médico que me frotó la rodilla con un polvo verde.
"Qué raro," me decía yo, "que haya puesto el polvo en la rodilla sabiendo muy bien que el accidente me hizo daño a la cabeza.”
Recobré conciencia y el médico me dio un foco de mano y me enseñó a prenderlo y apagarlo.

El coyote, la garceta y el muchacho

El otro día vi un coyote que estaba sentado al lado de una garceta. Los dos estaban descansando a las orillas de una charca cerca de donde vivo. Siempre he creído que los coyotes constantemente andan hambrientos pero a ése no le interesaba atacar la garceta para nada, aunque podría haberle ofrecido más de un pequeño bocado nutritivo. El coyote estaba plenamente consciente del peligro del pico agudo de la garceta y sabía que posiblemente con él la garceta le pudiera sacar un ojo. El coyote, siendo una criatura de la naturaleza, no iba a arriesgar una herida porque en el bosque un animal lastimado no siempre sobrevive. Por eso, ahí estaban sentados el coyote y la garceta, los dos contentos y aprovechando esa tranquila tarde de sol.
De vez en cuando los seres humanos no se cuidan mucho de sí mismos. Mi padre me dijo del día en el que vio a dos muchachos en un bote que habían capturado una garceta en un lago en Massachusetts. La garceta se escapó cuando le apuñaló a uno de los muchachos en la fosa nasal.

Los censores engañados

Antes del Día D durante la Segunda Guerra Mundial, las familias de las tropas norteamericanas nunca tenían la más ligera idea en qué parte de Inglaterra estaban porque los generales no querían que los Nazis supieran. Todo el correo estaba censurado. Mi tío Mole, sin embargo, logró engañar a los censores y los alemanes con su carta a su esposa en la que le explicaba su paradero.
Mi abuela me escribió una carta en la que dijo lo siguiente:

Querido Tomás,

Cuando puedas, pregúntale a tu padre si sabe cómo tu tío Mole le dijo a Tía Margorie dónde estaba antes del Día D.
Donde me crié siempre compartíamos las cartas de miembros de la familia y de amigos, pero Margorie nunca compartía cartas después de que Mole había ido a Inglaterra y ella vivía conmigo y tu abuelo. Un día, Margorie recibió un V-mail de Mole y estaba echando pestes. 
—¿Cómo pudo Mole decirles a los Cornwall dónde está y no a mí?
—¿Los Cornwall? —dije yo—. Margorie, Mole no les ha dicho nada a ellos. Él te está diciendo a ti donde está. Permíteme ver exactamente lo que escribió.
Yo leí el V-Mail. Tu tío escribió lo siguiente:

Los padres de Iris te podrían decir dónde estoy. Me acuerdo de los veranos con Papá.

—Margorie —dije yo—. Ve por el atlas y mira el mapa de Inglaterra y el condado de Cornwall.
Ahí en la costa sur estaba Cornwall.
—Cuando íbamos a Wood’s Hole en los veranos —yo le dije—, y el padre de Mole era el jefe del curso de invertebrados, Falmouth era el pueblo más cerca. Mira aquí. Mole está en la ciudad de Falmouth en el condado de Cornwall. Tu marido era muy listo haberte dicho dónde estaba de manera de que los Nazis nunca pudieran haber entendido. Parece que ha engañado a los censores también.
            Mucho amor,
            Tu abuela

Dos cenzontles

Tengo dos historias que tratan de cenzontles, una con un desenlace triste y la otra con uno feliz.
Como Ud. sabe, los cenzontles son pájaros intrépidos. Efectivamente, no hace mucho tiempo filmé un cenzontle que estaba acosando un coyote.
El cuento triste es de un cenzontle y un zanate, un pájaro bastante grande que se asemeja a un cuervo. (En realidad, el zanate ni siquiera es pariente lejano del cuervo, siendo de una familia de aves que existe solamente en las Américas. Los cuervos se ven por casi todas partes del mundo.) De todas maneras, vi un zanate grande en un área de estacionamiento cerca de un camino que estaba persiguiendo un cenzontle.
El cenzontle era más ligero y veloz y fácilmente evitaba el zanate. Desafortunadamente, el cenzontle cometió un error fatal. De repente, dio vuelta a la izquierda sobre el camino cerca del pavimento y un camión lo machucó instantáneamente con una de sus llantas. Fue como el sonido de una bofetada, una borla de plumas y para el cenzontle todo se había acabado.
El zanate me hizo enojar.
Yo soy el héroe de la otra historia. Un día salí al patio del edificio donde trabajaba y vi en el zacate la cola de un pájaro que apuntaba hacía arriba. Me acerqué y vi que alguien había incrustado un tubo de plástico en el suelo. En el fondo del tubo había agua y aparentemente el cenzontle había tratado de aprovechar de un sorbito, se resbaló y se cayó pico abajo. Se encontró atascado en el tubo y no podía liberarse de él. Mientras tanto, se estaba ahogando.
Yo le agarré la cola y lo saqué del tubo. Él estaba escupiendo, tosiendo y volviéndose loco y bien entendía yo por qué se portaba así.
Luego forcejeó para liberarse de mis manos y lo solté. Voló al techo del edificio y yo sabía que él iba a sobrevivir esta experiencia asustadiza.

Las misteriosas noches de antaño

Hace algunos años yo tenía la costumbre de dormir cada noche afuera en mi patio. Dormí allí una vez y ya que en esos días siempre dormía con mi perra. Ella durmió allí conmigo y la próxima noche ella quería dormir a la intemperie otra vez. Al partir de entonces, ella siempre insistía y por eso yo dormía debajo de las estrellas cada noche por años.
Vivo en un barrio bastante callado y no nos pasó nada de mucho interés allí en el patio salvo lo que sucedió una noche a las cuatro de la mañana.
Algo me despertó. Era el canto de un pájaro. Cantó una vez y luego yo esperaba. Cantó de nuevo.
—Sí, claramente es un ave —me dije a mí mismo.
Yo esperaba nuevamente y el pájaro cantó por tercera vez. Nunca había oído un canto semejante. Escuchaba, pero el pájaro no cantó más.
La próxima noche antes del amanecer el pájaro me despertó otra vez con su canto. No se asemejaba a ningún canto que hasta entonces había escuchado.
Sabía que los pájaros cantan para comunicarse no solamente con los otros pájaros sino con otros animales incluso a seres humanos. Era un canto de descaro y audacia. Me parecía ser casi un canto imitativo del de un pájaro, el canto de un ave que quería proclamar:
—Éste sí que es un verdadero canto. ¡Así canta un pájaro de verdad!
Para mí era casi un desafío. Durante las noches siguientes, antes de la madrugada, el pájaro cantaba puntualmente a las cuatro y siempre cantaba tres veces. El canto era audaz, atrevido. En efecto, una vez cuando me había despertado, sentí un miedo repentino durante los momentos soñolientos entre el dormir y el despertar y susurré con un sobresalto:
—¡No es pájaro!
Por un momento tenía el temor de que era alguna clase de demonio que había venido para destriparme, un monstruo que usaba el engaño de un canto para distraerme.
La locura pasó aunque todavía me preguntaba, “¿Será en realidad un pájaro? ¿Y por qué canta siempre a las cuatro y siempre sólo tres veces?”
El canto tenía cuatro notas — sílabas — y era esdrújulo.
Una noche traje un cable eléctrico y una grabadora al patio. Esperaba. El pájaro no cantó. La noche siguiente, sin embargo, tuve éxito. Tuve la oportunidad de grabar nada más un solo canto, pero estaba bien grabado. Se lo mostré a mi hermano menor que dijo:
—¡Difícil! Tal vez sea una especie de curruca.
Entonces algo imprevisto pasó. El pájaro cambió su canto. Todavía tenía las mismas cuatro notas pero ahora el canto se había vuelto agudo.
—¿Cambió su canto? —preguntó mi hermano—. Qué raro. ¿Por qué no puedes levantarte para verlo?
—¿Cómo verlo? Siempre está de noche, ñoño —le dije.
Dentro de poco el pájaro dejó de cantar, pero yo empecé a investigar el asunto y por fin logré identificarlo. Yo tenía un CD con grabaciones de todos los pájaros del oeste de Estados Unidos y Canadá y como hay cientos de especies en esta región no era tarea fácil localizar ese ave. Un día, sin embargo, me decía, “Tal vez sea una clase de mosquero — un tirano occidental.”
Acerté. Comparé el canto que yo había grabado con el canto del CD y no cabía duda. Era él. El canto era el canto crepuscular del tirano.
kingbird

Tirano occidental

Ya no duermo en el patio y ya no escucho el canto del tirano porque desgraciadamente se me murió mi perra y ya no tengo por qué dormir a la intemperie.
He descargado la grabación del canto a mi computadora y allí está, un recuerdo de las misteriosas noches de antaño.

 Hay para todos

—Cuando apenas eras un muchacho —me dijo mi padre—, tu dijiste: “Quiero una colección de alfileres!” y yo no podía entender lo que querías decir. No tenía la menor idea. ¿Una colección de alfileres?
Bueno, dentro de poco él entendió lo que yo quería decir y luego fue a la universidad donde era catedrático de biología y donde se vendían alfileres del tipo que yo deseaba.
Me los trajo a casa. Los alfileres estaban envueltos de papel de seda y eran negros y de unas tres pulgadas de largo con cabezas redondas y doradas.
Me acuerdo de la sorpresa que me sentí al verlos. Eran bellos. Con ellos yo podía empalar los insectos en una caja antes usada para puros.
Tenía que empalar los insectos según algunas reglas sencillas aunque estrictas. Por ejemplo, los escarabajos tenían que ser empalados por la ala derecha cerca del “hombro” y las avispas y mariposas por la parte central del tórax. Por supuesto, uno nunca podía usar un alfiler ordinario.
Los otros jóvenes del barrio se enteraron de lo que hacíamos mis hermanos y yo y también adoptaron el pasatiempo.
En aquellos días de antaño invitábamos a nuestros amigos a pasar la noche en el patio donde acampábamos a la intemperie. Un día a mi hermano se le ocurrió una idea. Podíamos poner linternas en el patio y capturar los insectos que éstas atraían.
—¡Tal vez podamos atraer un escarabajo rinoceronte! —dijo mi hermano con mucha emoción refiriéndose a uno de los escarabajos más codiciados por los coleccionistas de insectos.
—No me parece mala idea aunque dudo que un escarabajo rinoceronte vaya a presentarse  —yo dije—, pero habrá mariposas nocturnas y otros insectos y puedes tener la certeza de que yo asistiré.
Los otros chicos también tenían muchas ganas de participar. Venían con sus frascos y redes y alfileres y un gran entusiasmo.
Coleccionamos muchos insectos y era una buena reunión y bien divertida a pesar de que las linternas no atrajeron ninguno de los escarabajos estimados.
Cuando hacía tarde y todos estábamos por acostarnos, se oía un zumbido del callejón de tierra detrás del patio. No había una cerca allí — solamente la hierba del patio y el pequeño camino de tierra. Escuchamos más zumbidos y de repente, de los agujeros que había en el camino, brotaron escarabajos. Cientos de ellos.
Estimado lector, ¡Pare usted! Sé lo que me va a preguntar y no — no eran escarabajos rinocerontes sino escarabajos aún más magníficos. ¡Eran escarabajos longicornios! Cinco pulgadas de largo, negro como el carbón con cuernos encorvados que evocaban alguna criatura de un OVNI y con cuellos claveteados como el mismo Cerberus del infierno.
¡Maravillosos, estupendos, espectaculares eran esos escarabajos!
Y había para todos.

Ahorcar los hábitos

Mi madre sabía que, como a ella, me interesaba la ciencia ficción y algún día en los años setenta me dijo:
—Tomás, he oído hablar de una nueva revista que va a ser publicada. Será una revista de ciencia y ciencia ficción que se llamará Omni. Debes comprar el primer número porque — ¿Quién sabe? — algún día posiblemente valga mucho dinero.
Compré el primer número y después compré muchas otras ediciones de la revista. Entonces pasaron treinta años y hoy solamente tengo la portada del primer número y vale exactamente lo que valdría la revista entera — ni un solo centavo. La predicción de mi madre no se hizo realidad. Sin embargo, me siento muy agradecido por el consejo que me dio porque la revista me enseñó algo muy importante. Permítame explicar.
Cuando tenía once años solía ir a la biblioteca municipal de la ciudad de Tempe. Allí me topé con un libro escrito por algún fugado de un manicomio que se llama George Adamski. El libro se titulaba Los OVNIS han aterrizado y contenía fotos de los OVNIS que en realidad no eran sino incubadoras de pollitos. ¿Pero qué sabía yo a esa edad? Para mí si algo había sido publicado, tenía que ser la verdad del evangelio.
A mi padre y a mí nos gustaba ir a las tiendas de libros usados. En una de ellas encontré un libro escrito por un Angelo Angelucci que estaba tan loco que el famoso psicólogo Carl C. Jung compuso un gran trabajo sobre él y su libro El secreto de los platillos voladores.
Yo no sabía nada de lo que había hecho el doctor Jung; sólo sabía que me encantaba el libro aunque los últimos capítulos no me interesaban mucho; al terminar el libro aprendí que los pilotos de los platillos voladores eran ángeles y que el mismo Jesus Cristo era miembro de la tripulación.
Me gustaba el libro de todos modos y aún escribí un librito propio sobre el tema de los OVNIS y lo envié al autor a la dirección de su editorial, la Prensa de Amherst. (¡Ojalá que yo hubiera guardado una copia!)
Cuando crecí, ya no creía en las incubadoras espaciales del Sr. Adamski ni en los catedrales voladores de Angelucci. No obstante, todavía me interesaban los OVNIS y siempre cuando oía o leía un buen cuento de alguien que había sido secuestrado por los extraterrestres me daba piel de gallina.
Cuando leía la revista Omni, observaba que los editores nunca aguantaban nada de la astrología en la sección de cartas. Siendo editores de una revista de ciencia, tenían que tener por lo menos algunos estándares.
Sin embargo, cada edición de la revista incluía una sección que traía las últimas noticias de los OVNIS. Siempre he creído que los editores no tenían más remedio porque tantos lectores creían en ellos. Los editores tenían que sacrificar un poquito de la ciencia por razones económicas de la empresa, pero podrían haber sido más hipócritas; por lo menos era posible que existieran platillos voladores. En cambio, la astrología era una tontería de la época de bronce y claramente falsa.
Algún día leía una de las revistas y aprendí que en la edición que venía iba a haber una galería de fotos de los OVNIS. Yo esperaba la edición con mucha anticipación. Mi hermano también tenía ganas de verla.
Por fin llegó y la abrimos. Adentro vimos la galería de fotos.
Me miró mi hermano. Estaba claramente decepcionado.
—Son solamente nubes —dijo.
—Tal vez los platillos voladores no sean reales —dije.
—Tal vez no —respondió.
En ese momento era como si se hubiera desaparecido un velo borroso de mis ojos. Tomás el ingenuo, el niño inocentón se había desvanecido y surgió un nuevo ser. Me quedé conmigo mismo: Tomás el escéptico. La revista me había liberado del vicio de la credulidad y aún hoy me siento agradecido por ello.


Los peces en los charcos

Hay un pequeño canal en mi pueblo natal en el que la mayoría del tiempo no hay mucha agua adentro. Cuando era joven andaba en el fondo del canal vacío pisando las conchas de las almejas asiáticas allí y buscando cangrejos de río debajo de las rocas. De vez en cuando el canal estaba lleno de agua que corría entre los patios de las casas y debajo de los caminos. En estas ocasiones, yo y los otros muchachos del pueblo usábamos cañas de pescar para pescar los cangrejos de río.
Hoy, como ayer, donde los caminos cruzan el canal, siempre hay un gran caño de cemento y allí en el caño, debajo del camino, siempre hay un charco. Recientemente he visto peces — y algunos bastante grandes — en esos charcos: carpas, siluros, tilapias. No había peces allí cuando yo era un jovenzuelo. Los otros chicos los habrían pescado de inmediato. Casi nunca se veía un pez en el canal porque desaprovecharse la oportunidad de atrapar uno era algo que no nos podíamos aún imaginar.
A pesar de esto, sé que los jovenzuelos de hoy han de ser iguales que los del pasado. Han de tener la misma obsesión con los cangrejos del río y la pesca. Me consta que tienen serpientes, ranas y tortugas como mascotas y guardan las mismas colecciones de conchas, minerales, e insectos. De eso estoy seguro porque de no ser, ¿cómo podrían llamarse jovenzuelos? Al mismo tiempo me pregunto, “¿por qué hay peces en aquellos charcos?”

Yo (o mi gemelo) como jovenzuelo posando frente a nuestra colección de minerales

El verano de la novela

Tengo en mi casa un recorte del periódico con la foto de mi gemelo idéntico y yo. Era el año 1963 y nosotros sosteníamos raquetas de tenis. Él está en cuclillas y yo estoy parado intentando batear una pelota. Nos vestimos de pantalones cortos y camisetas blancas y al ver la foto, me acuerdo que en aquel verano yo casi no usaba otra ropa. Al pie de la foto dice que nos habíamos inscrito en un curso gratis de tenis patrocinado por la ciudad de Tempe. También le informaba a todo el mundo la dirección — número y calle — de nuestro hogar.
       
La foto del periódico

Yo no era buen estudiante. Nunca aprendí las reglas de tenis y no asistí a la competencia final porque yo estaba jugando en un columpio grande a algunos 200 metros de la cancha de tenis. Por eso no he de haber sacado una buena calificación aunque realmente no me acuerdo si nos daban calificaciones o no.
Me acuerdo muy bien, sin embargo, que durante ese verano iba a menudo a una librería cuyo dueño se llamaba Gordon Carpenter.
Su nombre de pila y su apellido eran una mezcla de los nombres de dos astronautas famosos del día: Gordon Cooper y Scott Carpenter y yo no podía evitar notar esa combinación coincidente. Hablábamos mucho de NASA. Yo iba a la librería casi todos los días para platicar. Casi nunca tenía con qué comprar un libro, pero iba a la tienda de todos modos.
Gordon frecuentemente hablaba con sus niños por teléfono y muchas veces le escuchaba decirles sonriéndose:
—¡Los quiero!
Le dije alguna vez que yo quería escribir un libro y a él de repente se le ocurrió algo y dijo:
—¡Bueno, yo estoy escribiendo un libro ahora mismo!
Sacó del cajón de su escritorio un tomo bastante grueso y me lo enseñó. Era su árbol genealógico. Daba la casualidad de que Gordon Carpenter era mormón y la gente de esa fe tiene que bautizar por poderes a todos sus antepasados.
Me compré de él una novela de ciencia ficción que se llama Wasp. Fue escrita por un escritor inglés, un Eric Frank Russell.

       
Los dos libros que compré del Sr. Carpenter

Solía sentarme en un asiento cómodo en la sala de mi casa gozando del libro mientras comía charqui de res sazonada de pimienta negra. Leía lentamente cada palabra, disfrutando cada cosa que había compuesto el autor y hoy no recuerdo haber leído nada tan entretenido en toda la vida. Al partir de entonces, yo he buscado libros tan cautivadores, pero hasta aquí no he encontrado ninguno de no ser El señor de los anillos o posiblemente las obras de Edgar Rice Burroughs, que escribió Tarzan de los monos y como setenta otras novelas, la mayoría de las cuales he leído con mucho placer.
Compré en la librería el libro El sobreviviente y otros cuentos por Howard Phillip Lovecraft, un escritor de historias de horror. No me interesaba tanto pero escribí un cuento que para mi era parecido en cuanto al estilo y se lo entregué a mi maestro como tarea en la escuela. Todavía tengo la portada del libro El sobreviviente y algunas de las páginas. Escaneé la portada y puse la imagen en mi página de Facebook. Mi copia original de Wasp está hecha trizas, pero he comprado otras y ellas ahora son parte de mi biblioteca personal.
Un día en aquel verano con una máquina de escribir yo copié una página del libro en una tarjeta de cartón.

Meta de la organización
Destruir el gobierno actual y parar la guerra contra el planeta.

Ubicación de la organización:
Dondequiera no nos puedan encontrar.

Número de socios de esta organización
Usted se dará cuenta cuando sea demasiado tarde.       
       
            Jaime Shalapurta

Luego se me ocurrió la gran idea de echar la tarjeta por la ventana de un coche estacionado frente a una casa de mi vecindad. Creía que era buena broma. Desgraciadamente, un poquito después aprendí que era el coche del alcalde y el FBI ya estaba haciendo una investigación del asunto.
Nunca me atraparon pero sé que yo era el sospechoso número uno porque el hijo del alcalde era un compañero de clase mío y él me lo dijo.
Años más tarde, éste aprendió japonés y lo contratamos como traductor en la universidad. Alguien en el despacho le dijo:
 —He oído que tú y Tomás eran compañeros de juego. ¿Es verdad?
—Sí —dijo—, pero mis padres nunca me permitían ir a su casa.
Cuando yo tenía veinticuatro años por ventura yo estaba sentado en la alfombra en la casa de un becario de la universidad de Cambridge en Inglaterra. Estábamos bebiendo licores mientras jugábamos un juego literario. Una persona cotizaba una frase de una novela y los demás respondían con el título.
Yo coticé en voz alta:
—Meta de la organización: ¡Destruir el gobierno actual y parar la guerra contra el planeta!
El becario pensaba y luego dijo:
—Esa proviene de la novela Wasp por Eric Frank Russell. Él vive ahora en Liverpool y ha dejado de escribir. Nadie sabe por qué.
El verano del año 1963 era para mí un verano especial y desafortunadamente para mi amigo de la librería también. Un día fui como de costumbre a la librería y una mujer estaba sentada al escritorio.
—¿Dónde está Gordon Carpenter? —pregunté.
—Ah, sí; pues...pasó a mejor vida —dijo ella.
Aventuras en África

De vez en cuando sueño que mis padres algún día tenían la oportunidad de irse al espacio y que pasaron algunos días en órbita alrededor de la tierra. Sé por qué yo sueño eso. Es porque en el año 1972 mis padres cruzaron el continente de África en un Jeep y era una aventura tan excepcional como sería la de viajar en una nave espacial. En los sueños no importan los hechos y detalles tanto como el sentido general de lo que ha ocurrido.
En ese año yo descubrí las novelas de aventura de Edgar Rice Burroughs. Me encantaban las novelas de la tierra hueca que se llamaba Pellucidar tanto como su serie de Tarzan y sus novelas de aventuras en el planeta Venus.
Cuando mis padres estaban en vísperas del viaje a África, yo acababa de leer la novela Las bestias de Tarzan y se la di a mi padre y le dije:
—Este cuento toma lugar en África. ¿Me puedes poner plantas e insectos y lo que sea dentro del libro cuando están recorriendo el continente?
El me dijo que lo haría con todo gusto y cuando ellos regresaron de África con el libro, mi madre me dijo:
—Tu padre siempre estaba muy ocupado con el libro por Burroughs y siempre andaba buscando cosas para poner adentro de él.
Eché un vistazo al libro y supe que era cierto. Estaba lleno de flores, plumas, musgo, e insectos.
En la página 50 mi padre había untado excremento. Lo englobó con una pluma y escribió “búfalo africano.” Hizo la misma cosa en la página 54 pero escribió “elefante africano.” En la página 129 el había aplastado una mosca y al lado de ella escribió “mosca tse-tsé.”

       
Página de la novela Las bestias de Tarzan con la machucada mosca tse-tsé

La mosca tse-tsé es la especie cuya picadura le puede contagiar trypanosomiasis a uno y daba la casualidad de que al regresar a Estado Unidos mis padres se enfermaron de esa enfermedad y por poco se mueren. Mi padre estaba en el hospital diez días antes de estar fuera de peligro. No sé si la mosca machucada en el libro fue la culpable.
Había peligro durante el viaje también. Quedaron detenidos en Uganda. Las autoridades no quisieron darles permiso de irse. Mi padre discutió mucho y por fin les dejaron ir. Estaban contentos de escapar porque el entonces presidente del país era el notorio Idi Amín un asesino y se rumorea que él era un caníbal y que almacenaba carne humana en su refrigerador.
Viajaban con sus amigos David y Ginny. Una noche se acomodaron en un hospedaje campestre. Los cuatro se habían acostado cuando Ginny dijo:
—David, hay una serpiente en la cama.
—¿Cómo que una serpiente? —respondió él—. Te estás imaginando cosas.
—No, David. Hay una serpiente en la cama.
Tenía razón. Era una serpiente grande y negra.
Llamaron a los empleados del campo. Acudieron en seguida y uno de ellos mató la serpiente con un poste. No se atrevía a acercarse a la serpiente. Mis padres decían que el poste era de doce pies de largo, cuanto menos. Le preguntaron al hombre si era una serpiente mala y él contestó en inglés con el acento fuerte de esa región de África.
—Beddi beddi bad.

La piedra grande

—¿Dónde estará Esteban? —preguntaron mis padres.
Había anochecido, estábamos en la casa de amigos de mis padres en Louisville, Kentucky y nadie le había visto a mi gemelo por un rato. Yo tendría quizás cinco años y me encargué de eso y salí de la casa en busca de él. Lo encontré casi inmediatamente.
En las tinieblas, a un metro de la acera, vi una gran piedra. Debajo de ella estaba mi hermano. Me dijo algo que hoy no me acuerdo pero por lo menos sabía que estaba vivo. Traté de levantar la piedra pero no pude. Yo volví a la casa y les dije a los adultos:
—¡Esteban está debajo de una gran piedra!
Los adultos corrieron afuera y el que llegó primero levantó la piedra y la tiró a un costado. Mi hermano se levantó lentamente. La piedra le había roto la clavícula y él tenía que usar un cabestrillo por varias semanas.
Hoy, mi hermano relata lo que sucedió así:
—Papá siempre nos enseñaba la manera correcta de levantar una piedra para ver lo que estaba debajo de ella. Nos enseñó que siempre hay que levantarla por atrás para que no te muerda alguna víbora que esté allí debajo. Si estás detrás de la piedra, la serpiente ni siquiera te puede ver. Bueno, yo quería coleccionar algunos isópodos y por eso intenté levantar esa piedra grande que estaba en una pequeña colina. Sabía que era pesada pero ya que estaba en terreno inclinado creía que me las podía arreglar. Levanté la piedra por atrás como me habían enseñado y la piedra se deshizo de la tierra. De súbito, yo resbalé en el zacate mojado y me caí. Me encontré al pie de la colina cerca de la acera y la piedra rodó por la colina y me cayó encima.
Años más tarde cuando yo tenía veinte años tuve un accidente de bicicleta y me rompí la clavícula igual a mi hermano. Bueno, casi igual.

El cazador furtivo

En la casita familiar en la playa mexicana hay en un marco una foto de un hombre viejo con pelo blanco. Está posando con una trucha grandote que había pescado. El hombre en la foto es mi abuelo materno y yo fui nombrado por él.
Mi abuelo era un cazador furtivo. Según mi madre, él siempre decía:
—¿Por qué iba a echar a perder dinero con la compra de carne en el mercado cuando el bosque está lleno de venados?
A la familia nunca le faltaba carne pero nunca se servía res en casa — sólo carne de monte. No cazaba vacas pero mi madre me relató un cuento de mi abuelo y una vaca. Según la historia, mi abuelo estaba cazando en un bosque cuando empezó a llover. Él decidió refugiarse en una casucha que encontró. Anocheció y él se acostó allí. Durante la noche oyó un gran gemido y al despertar en la mañana, vio que una vaca enferma había entrado en la casucha donde falleció. Mi abuelo usó el lomo de ella como una mesa para desayunar.
No, mi abuelo no era un tipo ordinario. Todo lo contrario. Me acuerdo que siempre me decía que a él le gustaba comer gatos.
—No me siento bien si no he aprovechado de un plato de gato cada dos días cuanto menos.
Él era el dueño de una tienda de caza y pesca donde mi madre solía trabajar durante los veranos. Me dijo ella que alguna vez vendió a Harpo Marx una caña de pescar.
—Era la más barata que vendíamos —ella me dijo.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, mi abuelo fue a Europa para luchar. Llegó tarde cuando la guerra había culminado, pero regresó cuando su hermano se murió en Francia.
El hermano de mi abuelo vivía en Francia. Tenía una amante y daba la casualidad de que ella era la esposa de un criminal, un miembro de la mafia francesa. Un día esa mujer escribió una carta a mi abuelo en la que le dijo que su hermano había sido asesinado.
—Puede tener la certeza de que está muerto y no tiene Ud. por qué venir a Francia para buscarlo. Jamás lo encontrará. Lo siento mucho.
Mi abuelo fue a Francia de todos modos, pero como ella le había dicho, no lo encontró. Mi madre me dijo:
—Mi tío podría dormir con ella hasta quedarse satisfecho. Al esposo eso no le importaba para nada. Su esposo no lo asesinó por celos. Lo hizo porque mi tío quería casarse con ella.
Otro hermano de mi abuelo se suicidó con una escopeta en la acera cerca del domicilio familiar. Se llamaba Buell. Yo no recuerdo la razón exacta, pero si no estoy mal informado él contrajo sífilis, se volvió loco y sus padres le echaron a la calle.
Cuando tenía veinte y pico, yo estaba en Vermont con mi madre dando una vuelta por la ciudad de Rutland cuando de repente ella dijo:
—Mira Tomás. ¡Aquí se suicidó Buell!
Estábamos en un barrio bonito y me acuerdo que al lado de la acera había una cerca de piedras. No me parecía un lugar muy apto para suicidarse.
Mi abuelo llegó a ser vendedor de una empresa de pintura y mis abuelos nos visitaron en Louisville, Kentucky cuando yo era muy joven. Llegaron en su coche, un Buick inmenso y estupendo.
—¡Abuelo! ¡Abuelo! —gritamos. ¿Qué nos has traído?
Aparentemente se le había olvidado llevar regalos para sus nietos.
—¡Estos! —dijo sin titubear.
Y abrió el baúl del Buick y sacó algunos palos planos y le dio a cada nieto uno de ellos.
—¿Qué son, Abuelo? —le pregunté.
—Nada más son pequeños palos planos —dijo sonriendo.
—¿Pero para qué sirven? —yo insistí.
—Nada más son pequeños palos planos —dijo otra vez.
Yo nunca había visto tales palos. Había letras rojas impresas en cada uno pero como todavía no podía leer, no me daban ningún indicio de qué podrían ser. Hoy sé que eran simplemente palos que se usaban para mezclar pintura en una cubeta.
Mis padres compraron una avioneta después de la Segunda Guerra Mundial y así mi madre le enseñó a mi padre a volar. Enseñó también a su padre pero nunca llegó a ser un piloto hábil — muy por el contrario.
—Siempre pilotaba el avioneta como si estuviera manejando un coche —dijo mi padre—. Tu abuelo despegó alguna vez sobre un maizal. El motor falló y él tenía que aterrizar en el campo. Desapareció en el maíz alto y escuchamos un estrépito terrible. Creíamos que él había destruido la avioneta, pero afortunadamente lo que oíamos sólo era el sonido de los tallos secos de maíz que se rompían.
Mi abuelo no tenía la culpa esa vez, pero en otra ocasión no miró por donde iba y chocó con alambres de alta tensión así causando un apagón en la ciudad de Burlington que duró diez horas.
Pero no era ningún tonto. Me sorprendí un día al saber que mi abuelo tenía un título en filosofía de la Universidad de Yale.
Un día en el año 1964 regresé a casa de la escuela y mi madre estaba llorando. Pregunté a mi padre:
—¿Qué le pasa?
—Tu madre acaba de oír que su padre está muy muy enfermo.
Aprendí más tarde que mi abuelo tenía cáncer de la próstata. Al día siguiente escuché a mi madre decir:
—Si mi padre se muere hoy no sé que voy a hacer.
Se murió ese mismo día.

El hombre cuyo pelo se quemó

Aunque mi padre era biólogo también andaba con geólogos. Íbamos con él y unos geólogos en busca de fósiles en el estado de Kentucky. En ese estado hay mucha piedra de cal y a lo largo de los caminos rurales hay acantilados de esta clase de piedra. Durante las excursiones íbamos al lado de esos caminos para buscar fósiles. Siempre encontrábamos crinoideos, braquiópodos y otros fósiles. Los geólogos tenían martillos geológicos para picar las piedras. Solían remover la superficie de una gran piedra para revelar los fósiles.
Fuimos un día con los geólogos a Indiana para explorar una cueva. Llegamos al sitio y el líder de la excursión nos informó:
—En Kentucky se puede entrar en una cueva andando pero aquí en Indiana se entra en las cuevas por hoyos en el suelo. Hay que bajarse. Las entradas son como pozos profundos y es necesario descender para alcanzar las cavernas.
Era cierto. Él estaba al lado de un gran hoyo en la tierra. Había una cuerda y la usamos para descender al fondo de donde podíamos entrar en las cavernas.
Empezamos andando a pie pero dentro de poco teníamos que gatear porque el techo se encontraba más y más bajo. No se podía estar de pie — no había lugar. Por eso, íbamos a gatas por las cavernas.
La mayoría de los geólogos llevaban cascos con linternas antiguas que usaban carburo de calcio y agua para producir acetileno y una llama que quemaba caliente y brillante. No sé como sucedió, pero hubo un accidente y la linterna del casco de uno de los geólogos golpeó con la cabeza de otro e instantáneamente su pelo se estaba quemando. La luz del fuego iluminó la caverna y luego todos los geólogos empezaron a abofetear la cabeza del hombre para apagar el incendio. Lograron extinguir el fuego y por fortuna el hombre no había sido quemado. Su pelo, sin embargo, que anteriormente había sido grueso y abundante, se había quemado enteramente y el hombre se quedó totalmente pelón.
Cuando salimos de la cueva yo encontré una piedra que contenía muchos fósiles. Quería que uno de los geólogos usara su martillo para remover la superficie para revelar más de ellos. Alguien me dijo que el hombre cuyo pelo se quemó tenía un martillo en su coche y le pregunté si podría pedirlo prestado. Dijo que sí pero cuando llegamos a su coche, él no podía encontrar las llaves correctas. Tenía muchas llaves con las cuales trataba de abrir la puerta del coche. Las llaves cabían en el ojo de cerradura, pero él nunca podía darles vuelta. Por fin, se dio por vencido y dijo:
—I’m sorry, but I can’t get in.
Me sorprendió su fuerte acento inglés. La palabra “can’t” se pronunciaba con un largo y suave sonido semejante de la vocal “a” de “casa” pero mucho más largo y redondo.
Después dije a mi padre:
—Él verdaderamente tenía acento fuerte.
—Sí —respondió él—. Viajó a Inglaterra, pasó dos semanas allí y regresó con ese ridículo acento afectado.

La rivalidad ridícula

Hay tres universidades estatales en Arizona: la Universidad de Arizona en Tucson, la Universidad Estatal de Arizona en Tempe y la Universidad de Norte Arizona en Flagstaff. Entre las dos primeras hay una rivalidad. El hecho curioso es que los alumnos de la Universidad Estatal de Arizona no saben nada de ella. Bueno, esto no está completamente correcto; quería decir que no solían saber de la rivalidad. Ahora creo que están conscientes de ella y sospecho que hay quienes de Tempe están participando en la rivalidad y es una lástima porque jamás he oído hablar de nada más ridícula en mi vida.
Por cuarenta años he oído de los alumnos de Tucson las siguientes palabras: “¿Eres de Tempe? ¡Ay! Bueno, creo que podemos hablar de todos modos.”
Por muchos años yo no sabía de qué hablaban. Ahora sin embargo, entiendo y aún tengo una teoría que explica la rivalidad: ha de haber un cuarto ― una celda ― en Tucson y al inscribirse en la universidad allí lo encierran adentro y no permiten que salga antes de que diga como un zombi:
—¡La Universidad Estatal de Arizona en Tempe! ¡Mala escuela! ¡Te odio!
Yo podría entender alguna rivalidad entre los dos equipos de fútbol los Gatos Monteses y los Diablos del Sol el día de un partido entre las dos universidades aunque aún entonces me parece una tontería porque los futbolistas de las dos universidades ni siquiera son de Arizona ni hablar de las ciudades de Tempe o Tucson. Las universidades aceptan a esos atletas para que jueguen en los equipos.
Pero para los alumnos de Tucson ― y para muchos otros habitantes de la ciudad ― esa rivalidad es un pan que comen diariamente para alimentar sus almas hambrientas.
Un amigo mío de Tucson que se mudó a Tempe me dijo una vez:
—Aún los locutores de las noticias en Tucson se refieren a esa rivalidad.
Él me dijo de la sorpresa que experimentó alguna vez cuando estaba en otro estado. Había muchos alumnos de Tempe en un salón con una televisión puesta y se oyó, “La Universidad de Arizona ha vencido Nebraska.”
Para su gran sorpresa había un aplauso fuerte de los estudiantes de Tempe.
—¡Ándale Arizona! —gritaban.
—Ellos no se daban cuenta de la rivalidad que para nosotros era tan importante —dijo.
Una vez oí al mismo amigo cuando hablaba por teléfono con alguien de Tucson. Parecía que la persona estaba gritando con ira y mi amigo hizo una mueca y por fin le dijo:
—¡Basta! La gente aquí simplemente no cree de esta manera.
No sé cómo es que hay tan pocos librepensadores en Tucson, una ciudad de gente que aparte de eso es progresiva. Confieso que esta rivalidad me da asco y sé que no hay un poder en el universo tan grande que podría hacerme decir, “¡La Universidad de Arizona! ¡Mala escuela! ¡Te odio!”
Cuando mi madre estaba muriendo de cáncer en Tejas, un pastor de no sé dónde se presentó. Era como los otros zopilotes de su tipo que siempre vienen para posar en los árboles cuando alguien está enfermo.
Por lo visto, había asistido a la universidad en Tucson porque las primeras palabras que salieron de su gran boca beata eran:
—¿Eres de Tempe? ¡Ay! Bueno, creo que podemos hablar de todos modos.
—¡Ay! —dije—. ¡Qué barbaridad!
Mi madre de cortesía dijo que el podría hablar con ella.
Después, mi hermana me dijo:
—Espero que ese bufón tejano se haya ido. Estoy harta de su plática estúpida y su gran risa tonta.
Yo hablé con mi madre que me dijo que le había dicho a ese pastor que no era cristiana pero a él no le importaba. Ella estaba muy débil y ese clérigo sabía que podía aprovecharse de ella. Le tomó la mano y empezó a orar a Jesus Cristo.
Yo fui en busca de él y pensaba matarlo muy lentamente con mis propias manos. Afortunadamente para ese cerdo religioso, se había ido, saliendo con la suya.
Regresé a la casa y dentro de poco soñó el timbre de la puerta. Era el médico a quien esperábamos. El pastor nos había aconsejado:
 —Al llegar el doctor, espero que ustedes no se fijen en su apariencia. Es buen médico.
Cuando el médico se había ido mi hermana dijo:
—Yo creía que él iba a ser un enano con dos cabezas.
—¿A qué se estaba refiriendo ese mojigato? No entiendo. El médico era perfectamente normal.
—Tomás, era hispano —dijo mi hermana.

El arqueólogo

En 1969 yo tenía diecisiete años y me inscribí en la Universidad de Norte Arizona. En aquel entonces la antropología y arqueología eran muy de moda a causa de antropólogos como la famosa Margaret Meade y por eso decidí tomar una clase de arqueología. El profesor era un Señor Ambler. Era un hombre delgado y chaparro y llevaba una cola de caballo y una barba.
Él llevó a clase un día dos antiguas ollas de barro. Con cuidado las puso en una mesa cerca de la pizarra frente a la clase. Al parecer, las ollas fueron hechas por los indígenas antiguos del suroeste porque tenían espirales y otros diseños pintados muy semejantes a los de otras ollas que habíamos estudiado en la clase.
—¿Por qué no se encuentran a menudo ollas enteras como éstas? —nos preguntó—. Ollas enteras son raras. Ni siquiera encontramos con mucha frecuencia una pila de fragmentos de la misma olla. ¿Por qué? ¡Fíjense!
Y de súbito tiró una de las ollas al piso. Rompió en un millón de piezas. Se oía un gemido de la clase.
—¡Qué idiota! —suspiró un estudiante.
El doctor Ambler no hacía caso a la reacción de los estudiantes.
—Miren —dijo—. Hay un pedazo allá contra la pared y trocitos debajo de sus pupitres y acaba de romperse la olla.
Empezó a pisar los fragmentos en el piso. Se agachó, cogió un fragmento y lo lanzó contra la puerta.
—Esto es lo que en aquel entonces hacían los muchachos de la aldea. Dentro de veinticuatro horas se veían pedazos esparcidos por todas partes.
Entonces cogió otro fragmento y dijo:
—Tenemos que estudiar pedazos chiquitos la mayoría de las veces, pero podemos aprender mucho de ellos. Por ejemplo, veo en este fragmento parte de una espiral y también un triángulo y sé que estos diseños son mucho más viejos de los de la otra olla.
Se oía otro gemido de la clase. ¡Había roto la olla más vieja!
—Veo también que el triángulo y el espiral han sido pintados con una pluma moderna: de hecho una que yo compré en la librería universitaria hace poco.
Nos había tomado el pelo.
Pasaron casi veinte años. Mis padres entretenían a algunos invitados y uno era el doctor Ambler. Nos reímos de la broma que nos hizo.
Más tarde, él sufrió un accidente automovilístico frente al Museo de Arizona del Norte. Tenía que tener una operación del cerebro. Un poquito después mi padre lo vio andando en el bosque y le preguntó:
—¿Cómo la has pasado?
—Muy bien gracias.
Mi padre vaciló un segundo y luego dijo:
—¿Cuál es la raíz cuadrada de 49?
—6.992 —contestó inmediatamente.
Parecía que había salido muy bien de la operación.

Caliza

De niño, tenía una pequeña botella de ácido sulfúrico con una cuentagotas que yo usaba para averiguar si una piedra era caliza. Si lo fuera, una gota del ácido encima produciría burbujas y el sonido de tocino al freírse. La caliza frecuentemente contiene fósiles y por eso siempre ha sido una piedra predilecta mía.
Cuando tenía cuarenta años, me enamoré de los fósiles y todos los fines de semana andaba por distintas partes de Arizona con un martillo geológico.
En mi pueblo natal y sus alrededores casi no hay piedras sedimentarias salvo unos estratos en una sola colina donde hace millones de años corría un río que depositó arena y lodo que se endurecieron y llegaron a ser arenisca y esquisto. Logré encontrar fósiles en esas piedras pero no había caliza allí.
Hay en norte Arizona un grueso estrato de caliza que se llama la caliza de Kaibab. Esta caliza se remonta a la época pérmica que empezó hace 299 millones de años y duró 47 millones de años. Ésta piedra forma la parte más alta del Gran Cañón. Hace millones de años las aguas fluviales disolvieron grandes secciones de este estrato y la caliza se depositó de nuevo en vastas áreas más al sur. Al viajar por carretera de Phoenix a Flagstaff se puede ver esa caliza blanca en el desierto a lo largo de la carretera donde ha tomado forma de mesas y acantilados.
Cerca de la carretera hay una masa de agua llamada El Pozo de Moctezuma. Es un gran hoyo con acantilados de caliza. Al fondo hay un pozo profundo. Mi padre lo estudió por muchos años. Encontró tortugas en el pozo que habían incorporado la caliza para formar sus caparazones. Por eso, cuando mi padre medía el isótopo carbono-14 en esos caparazones, parecía que las tortugas tenían millones de años.
En el año 1991 yo fui por avión a Utah y alquilé un coche. Fui manejando a Wyoming a un lugar en la llanura que se llama Warfield Springs. Es un área solitaria con un ojo de agua y una charca de agua dulce. Se dice que había muchas batallas allí por el agua. Pagué por acceso a una cantera allí y empecé a buscar fósiles. La caliza del estrato no era muy viejo; se depositó hace solamente veinte millones de años, pero contenía los fósiles de muchas especies de peces extintos. Me dieron un cincel suizo de buena calidad y con ése y mi martillo podía romper las piedras para revelar los fósiles. Encontré muchos peces. El más grande ahora está colgado en la pared de una recámara en mi casa.
Nunca he tenido un enamoramiento tan fuerte como lo que tenía con los fósiles pero no era arraigado: ya no estoy enamorado de los fósiles. Ha pasado la locura.



Obsidiana

Se puede encontrar en Arizona piedras finas que se llaman lágrimas de los apache. Son pequeños guijarros redondos de obsidiana. El nombre proviene de una leyenda de una matanza de guerreros de la tribu Apache. Según la leyenda, las doncellas indígenas se reunieron al sitio, empezaron a llorar y sus lágrimas se volvieron piedras.
Hay un lugar a como cuarenta minutos de donde vivo donde se puede coleccionar cientos de estas piedras finas. Se paga la entrada y le dan una cubeta. Yo visité el lugar cuando era niño. Me acuerdo que nos acompañó mi tío Mole y él encontró una del tamaño de un huevo. Me la dio y todavía la tengo en casa. Cuando tenía veinte años fui otra vez con mi padre y llenamos los baldes hasta los topes con esas “lágrimas de los apache.”
Hace treinta años en los maizales alrededor del pueblecito San Andrés en México se podía encontrar caritas de barro que hace siglos habían sido calentadas al fuego. La mayoría eran caritas de personas pero también encontramos figuras de jaguares y delfines. Aún más comunes en los campos, no obstante, eran las hojas de obsidiana. Eran como navajas con filos agudos y había muchísimas. Según lo que entiendo, para fabricar algo parecido a una espada, los aztecas pegaban tales hojas de obsidiana al borde de una pagaya de madera y esa arma se usaba sin mucho éxito contra las espadas de acero de los soldados de Hernán Cortés. Hace poco, mi hermano menor fue a Cholula y al regresar me informó que ya no hay acceso a los campos.
   
A la izquierda: dos caritas de los campos de Cholula. A la derecha: dos navajas de obsidiana de los mismos campos, dos “lágrimas de Apache” de Arizona, y la grandote que encontró mi tío.

Cuando mi padre era joven, siempre tenía que escribir un ensayo antes de que pudiera salir de la casa a jugar.
—Aprendí a redactar bien —él dijo—. Pero mi padre era un hombre bastante duro para demandar tanto de un niño. Nunca estaba satisfecho con la primera redacción. Él leía lo que yo había escrito y decía que todavía no estaba escrita debidamente y entonces yo tenía que redactar el ensayo con otras palabras.
Mi padre me dijo que una vez escribió un ensayo titulado “Una tragedia antigua” que tenía que ver con algunos indios del oeste que se murieron cuando hizo erupción un volcán en Arizona. Me dijo de otros cuentos que él había escrito y muchos tenían temas del oeste. Eso siempre me sorprendía un poquito porque él era de Nueva Inglaterra. Un día cuando yo habría tenido treinta y cinco años, estábamos en nuestra casa arizonense en el bosque al pie de un nevado volcán extinto y mi padre miró por la gran ventana al volcán y dijo:
—Cuando tenía como catorce años yo andaba por allí y me acuerdo que encontré un pequeño acantilado de obsidiana.
Yo nunca había oído de un acantilado de obsidiana. No creía que esa piedra pudiera formarse así. Pero eso no venía al caso.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Estuviste aquí cuando tenías catorce años?
—Vivíamos en Arizona, Tomás —dijo—. Yo fui a la secundaria en Tucson.
No tenía la más ligera idea de que él había vivido en Arizona cuando era joven. Vivió aquí solamente dos años pero me sorprendió mucho que nunca me hubiera enterado de eso.
Hoy mismo mientras escribo, veo por la misma ventana el mismo volcán y puedo ver el bosque donde íbamos mi madre y yo en busca de puntas de flecha. Eran de obsidiana negra.
Hay líneas de alta tensión en algunas áreas del bosque y entre y alrededor de las torres que las apoyan no hay árboles ni mucha hierba y allí se pude ver el suelo desnudo donde la lluvia y la nieve derretida han dejado al descubierto las puntas de flecha. Allí las encontrábamos. Mi madre siempre las guardaba en el alféizar y muchas veces me he preguntado, “¿Por dónde habrán ido?”
Ayer encontré un frasco pequeño en un armario y aquí ahora mismo está en el escritorio donde escribo. Está lleno de puntas de flecha y copos planos de obsidiana.

Cuarzo

La inmensa mayoría de las piedras finas son de cuarzo: ágata, ojo de tigre, ópalo, calcedonia y rubí de Bohemia. Todos son variedades de cuarzo y son piedras más duras que el vidrio.

Ágata
Ágata se conoce por sus bandas de color y es una de las piedras finas más comunes en las vitrinas de los coleccionistas de piedras. Incluye una gama amplia de colores. Cada pueblo solía tener una tienda de piedras. En efecto, en nuestra vecindad un señor había convertido su casa en una tienda de piedras. Se llamaba Sr. Van Horn. A él le gustaba enseñarnos sus tesoros. Un día nos mostró a mi hermano y a mí una rebanada de ágata que él  había lustrado.
—Fíjense muchachos —dijo—. Voy a la luna.
Era como si alguien hubiera pintado una nave espacial en la rebanada de piedra. El ágata era casi negra y sobre un fondo oscuro había un cohete blanco de calcedonia echando chorros y llamas de cuarzo amarillo de detrás.

Ojo de tigre
Siempre me ha gustado el ojo de tigre, que en realidad es una mezcla de cuarzo y asbesto. Los filamentos dorados de asbesto reflejan la luz y así la piedra brilla. Los hilos de asbesto forman rayas ― lineas ― en la piedra y si se la corta de manera de que quede una sola línea en la parte central, la piedra se asemeja a un ojo de un tigre con la pupila lineal de los gatos.

Ópalo
Los ópalos se quiebran fácilmente porque contienen moléculas de agua, pero sería difícil encontrar una gema más bella. De adentro de algunos brillan todos los colores del arco iris mientras otros chispan con un solo color.
Me viene a la memoria lo que pasó en el año 1963 cuando estábamos recorriendo México. El coche se descompuso en las montañas y mis padres trataban de arreglarlo. Mientras tanto, yo andaba al campo donde una víbora me picó. Regresé gritando y veía que había una camioneta verde estacionada al lado del coche. Era uno de los vehículos oficiales del gobierno mexicano que se usaban para prestar asistencia a viajeros en la carretera. El chófer era mecánico como su compañero y ellos estaban tratando de hacer arrancar el coche. Vi que mi madre tenía en las manos algunos ópalos que había comprado en la ciudad. Los puso dentro de su bolsa.
—¿Qué estabas haciendo con los ópalos? —le pregunté.
—Iba a dárselos a los ladrones que acaban de irse.
—¿Ladrones?
—Sí. Al llegar la camioneta huyeron. ¿Qué te pasa?
—¡Una víbora me picó!
—Bueno —dijo mi padre—. Te lo tienes bien merecido. ¡Deja de coger las serpientes!

Calcedonia
Calcedonia es muy parecida a la cera blanca que ha derretido de una vela. Me gusta ir de caminata en el desierto donde muy de menudo veo en el suelo algunos pedacitos de este mineral. En las colinas alrededor del Lago Sahuaro en Arizona hay buenos ejemplares de calcedonia esparcidos por todas partes. Algunas de las bandas de ágata son de calcedonia.

Rubí de Bohemia
Una noche en los años ochenta soñé que había encontrado un gran pedazo de rubí de Bohemia. Este mineral por supuesto no es un verdadero rubí, siendo compuesto de cuarzo y no de corindón, y no es del color de un rubí tampoco. En inglés tal vez sea mejor nombrado: rose quartz que quiere decir más o menos “cuarzo de color de rosa.” Verdaderamente es del color de una rosa. De todos modos, me desperté del sueño y fui ese mismo día a la casa de un amigo mío que vivía en un lugar del desierto que él había nombrado “Rancho del Recluso.” Por casualidad, él tenía un gran pedazo de rubí de Bohemia igual a la piedra de mi sueño. Me lo regaló y todavía lo tengo en casa.

Cristal de cuarzo
Hay un lugar en Arizona que se llama “Punto de Diamantes.” Está ubicado en un bosque de pinos y por el bosque se ven barrancos pequeños y arroyos secos, y en estas áreas se puede encontrar “diamantes arizonenses.” No son diamantes de verdad sino cristales de cuarzo. Un domingo mi padre y mis hermanos nos perdimos en el bosque allí cuando estábamos buscando los cristales. Nos tardamos cinco horas en encontrar un camino y una hora más en llegar al coche donde mi madre nos esperaba.
Esa noche cuando habíamos regresado a casa, mi hermano se cayó y golpeó la cabeza en el piso de la recamara. Un poquito después vio los “diamantes arizonenses” que habíamos recogido y dijo:
—¿De dónde son estos? ¿Fuimos a Punto de Diamantes?
El golpe a la cabeza debe de haber sido bastante fuerte porque se le había olvidado todo lo que había sucedido.
Cuando un cristal de cuarzo está sometido a presión, produce una corriente de electricidad. Por eso los “radios de cristal” no necesitan pilas. Una vez me compré uno.
Yo criaba pichones en los años sesenta y vendí algunos a otro chico que me pagó con un dólar de plata, una moneda grande y pesada. Hoy día tales monedas valen mucho más de un dólar, pero en esos días un billete de a uno se llamaba un “certificado de plata” y podías cambiarlo en un banco por una moneda de plata que valía un dólar. Con esa moneda yo compré un “radio de cristal.” El radio tenía la forma de un cohete espacial. Se cambiaban los canales al jalar el morro.
El próximo día sonó el teléfono. Era el hombre que me había vendido el radio y quería que yo fuera a la tienda. No me dijo por qué. Al llegar a la tienda, vi que él sostenía una navaja en la mano derecha y la moneda de plata en la izquierda.
—¡Mira! dijo.
Empezó a tallar la moneda con la navaja. Grandes copos plateados caían al piso.
—Es una moneda falsa, mi amigo. ¡Es de puro plomo!
Era muy interesante pero no tenía ni idea de lo que podría hacer yo. Luego me dijo. Quería su dinero. Yo tenía que pedirlo prestado de mis padres.
Y el muchacho a quien vendí los pichones nunca me reembolsó.

Al oeste

Un verano cuando tenía cinco anos, dormí a la intemperie por ochenta noches seguidas. A mis padres les gustaban hacer camping y decidieron un día ir con otra familia a Alaska en carro. Ahora que lo pienso, cuando era muy joven hicimos dos viajes largos al oeste y hoy mis memorias de ellos son una mezcla de los dos. Tenemos películas de los viajes y mis padres escribieron diarios. Por eso yo podría desenmarañar mis recuerdos y escribir un informe preciso si quisiera, pero francamente no tengo ganas. Preferiría describir aquí en estas páginas las imágenes y los sucesos que ahora mismo se me ocurren.
La Carretera de Alaska era un camino bien conocido en aquel entonces porque era de unas mil millas de largo y no ofrecía ni un sólo metro de pavimento. Todo era de tierra y grava. Me acuerdo que no teníamos gorritos de lana. En vez de ellos, usábamos forros de los cascos militares de mi padre. Me acuerdo también del frío que tenía muchas noches en mi saco de dormir y que frecuentemente pasaba la noche estremeciéndome no pudiendo dormir. En otras ocasiones, sin embargo, dormía en la tienda de lona y como éramos siete, en estas noches hacía más calor.

Mi gemelo y yo en Mount Hood, Oregon 1954

Una noche cayó una tempestad cuando estábamos durmiendo en la tienda de lona. Mis padres habían clavado las estacas en el suelo y encima habían puesto piedras pesadas para reforzarlas. Yo miré por la puerta de lona y vi estas rocas grandes moviendo con las ráfagas fuertes de la tormenta.
Una mañana en Alaska, me levanté de malas. Mi padre para alegrarme me dio un ratón muerto que él había encontrado machucado debajo de la lona.
Pasamos por las llanuras vastas de Estado Unidos y Canadá. Yo tenía un sentido de inmensa soledad al atravesar esos llanos de hierba. De vez en cuando veíamos casitas viejas en las llanuras ― casitas en las que habían vivido o vivían todavía familias lejos de las ciudades y de otra gente. La vista de esas casitas me dio una melancolía que aún hoy puedo sentir.
En el coche cantábamos y una de las canciones se llamaba Clementine. Era una balada que relataba el cuento de la hija de un minero y ella se le había muerto. “Te has ido para siempre y como me da pena, Clementine.” Yo no me podía imaginar palabras más tristes.
Viajamos en vehículos anaranjados con ruedas de oruga sobre los glaciales y parábamos para arrodillarnos y beber el agua helada que había derretido para formar charcos allí en el suelo de hielo. Vimos ríos corriendo por las montañas.
        
Mi madre me da de comer en Alaska.

Había familias como la nuestra que vivían en Alaska. Cuando hacíamos visitas, era como si siempre las hubiéramos conocido. Nos servían carne de oso.
Mis padres fumaban. Yo solía asomar la cara por la ventana del coche y el viento me abofeteaba. A veces las chispas de los cigarros me golpeaban la cara.
Viajábamos en un coche familiar con aletas de madera. En la parte más trasera no había asientos y mis padres pusieron un colchón allí. Contenía muchos resortes que tendían a romperse. Cuando un alambre agudo clavaba por el colchón siempre empalábamos un filtro de cigarro en él para que no nos picara.

Mi gemelo y yo en el coche que nos llevó a Alaska

Una vez hubo un accidente en la carretera. Un coche se había volcado y la familia adentro había sido echada al pavimento. Vi con mis ojos jóvenes e inocentes que por fortuna todos habían caído sobre alfombras. Los camioneros (que habían puesto las alfombras debajo de la cabeza de cada uno) daban auxilios primeros. Uno le movía el brazo de una jovenzuela para averiguar si estaba roto.
Nuestro coche pasó.
En aquel entonces nadábamos en arroyos helados y un día mis hermanas me persuadieron a que me tirara al agua fría prometiendo llamarme “Tomás el Rey” por un día entero.
Por un día entero yo era Tomás el Rey.
Tal vez debido a la carretera llena de baches nos enfermábamos del estómago. Parecía que lo hacíamos por turnos. La única medicina que podía curarnos era cerveza de raíz.
Al regresar a Kentucky la historia de nuestro viaje a Alaska fue publicado en una revista. Adentro había muchas fotos impresas en color. Una foto muestra a mi padre y su amigo en Alaska. Llevan gorros. El de mi padre era de piel de mapache como llevaba el fronterizo Davy Crockett. Los dos tienen barbas. En aquel entonces solamente los artistas llevaban barbas.

Foto de la revista

Un día después del viaje al oeste, mi madre cocinaba en la cocina cuando me preguntó:
—¿Quieres oler Wyoming?
Sostenía en la mano una caja de lata que contenía salvia y la puso a mi nariz. Olía exactamente igual a las matas de artemisa de los llanos de Wyoming y era como si estuviera de nuevo en las llanuras solitarias del oeste.

La rata cambalachera

Hace poco mi hermano fue a nuestra cabaña en el norte de Arizona. Le dije que no necesitaba traer una llave porque yo había puesto una de repuesto dentro de la lata de cacahuates en el anaquel más alto del armario de herramientas al lado de la casa.
Al llegar, llamó por teléfono quejándose que no había una llave allí y le dije:
—Entonces alguien ha de haberla tomado porque sé con certeza que dejé la llave en la lata.
—Bueno, no está.
—¿Cómo vas a entrar en la casa?
—Ya estoy adentro.
—¿Cómo? ¿Sin llave?
—Traje la mía.
—¿Entonces por qué te estás quejando?
—No me quejo —dijo—. Nada más quería decirte que no había una llave en la lata. Si no hubiera traído la mía, hubiera tenido ocasión de quejarme.
—Ve al armario por la lata. Quiero que mires otra vez.
—La tengo aquí mismo.
—¿La lata con la etiqueta que dice, “Beer Nuts?”
—La misma.
—¿Y no hay una llave en esa lata?
—Está llena de clavos oxidados y chatarra. Es todo.
Era uno de los misterios pequeños que se encuentran ocasionalmente en la vida. Tal vez Cindy May, que vivía cerca, la había tomado. Era posible que ella supiera dónde puse la llave. Pero no creía que fuera una teoría probable.
El próximo día mi hermano llamó quejándose de nuevo.
—¡No pegué el ojo en toda la noche!
—¿Qué te pasó?
—¡Una rata estaba saltando por todas partes de la casa como un canguro!
—¿Una verdadera rata? ¿Una rata noruega?
—No. Era una rata cambalachera. La vi arriba en la recámara. Tiene cola corta y ojos enormes. Muy guapa. No quiero matarla. Quisiera comprar una trampa para atraparla viva.
—No sé dónde puedes localizar tal trampa.
—Hay otra cosa. Tiene una madriguera en el armario.
—¿Cómo?
—Está lleno de hierba. Vi esta hierba pero no me di cuenta de qué era. El estante más de abajo está relleno de algodón.
—¿Dónde ha de haber encontrado algodón en el bosque?
—En la cama afuera en el campamento. Tomó el algodón del colchón.
Dos días pasaron y llamó otra vez y me dijo que no podía encontrar una trampa que no hiciera daño a la rata. Él había pasado dos noches más sin dormir y estaba hasta la coronilla con la rata. Había decidido matarla con veneno.
—Compré algo que se llama “El Gato. Cebo Para Ratas.” Puse un paquete detrás del microondas, otro detrás de la refrigeradora y un tercero en el armario. Tengo lástima por la rata pero no tengo más remedio.
Mi hermano regresó a casa el próximo día y yo manejé rumbo a la cabaña el día siguiente. Miré detrás del microondas y de la refrigeradora y la rata había comido el veneno. Pero no se nos había muerto todavía. Esa noche me despertó brincando por la casa como un conejo. Pasé el día siguiente desvelado. Leí las direcciones en la caja y aprendí que la rata iba a tardar cinco días en morirse.
—Espero que no sufra —dijo mi hermano al oír estas noticias.
—Fuiste tú el que la envenenó.
—Ya lo sé. Me remuerde la consciencia. Debería haber encontrado una trampa para atraparla viva.
Vi la rata viva solamente una vez más. Corrió sobre la alfombra de la sala en pleno día, se echó sobre el sofá y desapareció.
Era al estar en la biblioteca municipal usando la computadora cuando de súbito me di cuenta de qué había pasado con la llave. La rata cambalachera la tomó. Escribí un email a mis hermanos:
—Como todo el mundo sabe, a las ratas cambalacheras les gustan cosas brillantes. Esa llave estaba muy plateada.
—¿Por qué les gustan las cosas brillantes? —escribió mi hermana.
—No sé —respondí—. No soy rataólogo. Pero es cierto. Aún creo que he oído hablar de una novela policíaca en la que una rata cambalachera escondió algo; no me acuerdo que era ― un anillo tal vez. Era parte de la trama de la historia.
—Dijiste que la rata construyó un nido de algodón. Qué triste. La pobrecita trabajó muy duro para preparar su hogar para el invierno.
—Ya lo sé.
—Tienes que limpiar el armario y cuando lo hagas, tal vez encuentres la llave.
Y eso es exactamente lo que sucedió. Encontré la llave en el anaquel más abajo del armario, tres niveles más abajo de donde la había puesto.
Encontré el cadáver de la rata en el camino frente a la casa. Otro animal le había cortado la cabeza dejando solamente el cuerpo y su  hocico triangular. Puse la rata cambalachera muerta (y su hocico) en una mesa afuera.
En la mañana ya no estaba allí. Otro animal debe de haberla comido y eso me preocupa un poquito porque el cadáver ha de haber contenido veneno. Por otra parte, dudo que haya contenido suficiente para hacer daño a un perro, especialmente uno de esa área. Todos son tan grandes allí.

Revistas de historietas

—¡Gastaste veinticinco centavos solamente por un bocadillo! —gritó mi madre al aprender que yo había gastado veinticinco centavos solamente por un bocadillo.
Lo compré en la tienda de conveniencia cerca de nuestra casa en Tempe. Era un pai de manzana francesa y los precios acababan de subir. Mi madre gritó aún más ruidosamente al aprender que yo había pagado treinta y cinco centavos al hijo del alcalde por su revista de historietas codiciada, “El origen de Ultraboy.” Hoy costaría un ojo de una cara pero en aquel entonces ella no sabía esto.
Años más tarde mi madre me dijo que mi padre y ella estaban preocupados porque no parecía que me gustaba leer. Eso cambió cuando yo descubrí el mundo fabuloso de las revistas de historietas.
Tenía una favorita: La Liga de Superhéroes y los martes, cada dos semanas la nueva edición llegaba a la tienda de conveniencia. Acudía a la tienda a las tres en punto después de mis clases de la primaria y la compraba. Si otros muchachos hubieran comprado todas antes de que llegara, hubiera sido un desastre para mí. Felizmente, eso nunca pasó; yo era sumamente puntual y llegué tan temprano que los otros nunca tenían la oportunidad.
Siempre sabía exactamente la escena que iba a estar pintada en la portada porque cada edición tenía una vista previa de la edición que venía. Cada revista costaba trece centavos y en dos semanas yo ya había ahorrado lo suficiente para comprarla.
Iba a casa para gozar la revista. Leía cada palabra lentamente como tomaba cada gota de vino un borracho. Y cuando había leído toda la revista, la leía otra vez y otra vez hasta que te la podría relatar palabra por palabra sin echar una sola ojeada.
Así aprendí a leer bien. Y mejoré mi vocabulario con palabras como “invulnerable” (porque Superboy, un socio de la Liga de Superhéroes, estaba invulnerable) y otras palabras que recuerdo como “único” que se deletreaba en inglés “unique” y por eso nunca lo podría pronunciar. Por alguna razón, siempre decía “ancuáyn” en vez de “iuník.” Aprendí también la palabra “origin” que llevaba acento prosódico en la primera sílaba aunque yo lo ponía en la segunda. No importaba. Estaba aprendiendo vocabulario y divirtiéndome.
No solamente leía la Liga de Superhéroes. Había revistas como Magnas luchador de robots. Magnas vivía en un mundo del futuro en el que los robots eran tiranos. Leí en la secundaria Spiderman también. Y había un personaje que se llamaba Turok. Se vendía esta revista aun en México. Turok y su brazo derecho, Andar, están perdidos en la Valle Perdida donde viven dinosaurios y otras criaturas extrañas. No pueden escaparse del valle. Son indígenas de Norteamérica y llevan en el pelo plumas y usan arcos y flechas. Nunca puedes predecir lo que va a pasar en esta revista. Me acuerdo de una historia de Turok y Andar en la que tienen que escapar de una tribu de hombres castores traicioneros. Todavía tengo esta edición. También tengo en casa una foto de mi hermano que sostiene una revista de Turok. El está en nuestro coche viajando en Minnesota y hay gotas de lluvia en las ventanas. Hace veinticinco años traje la foto a una tienda especializada en revistas de historietas y encontré la misma edición. Tenía muchas ganas de comprarla, pero me faltaban fondos.
       
Mi hermano con una revista de Turok en Minnesota

Ojalá que todavía tuviera mis revistas. Valdrían miles hoy. Desgraciadamente, un verano fuimos a Minnesota y un estudiante de la universidad cuidaba la casa en Tempe. Él tenía muchas fiestas y alguien me las robó.

Aquellas chiquititas letras de vergüenza

Un día encontré en mi buzón de oficina una carta de alguien que hacía pocos años trabajaba como maestra en nuestra escuela. La recordaba como una mujer muy atractiva y profesional que tenía que renunciar el trabajo porque su familia iba a mudarse a otro estado.
La carta era escrita en letra cursiva y cada palabra era muy pequeña como si la escritora no quisiera que fuera fácil de leer o como si le diera pena escribirla. Yo me puse los anteojos y leí.

Tomás,

Han pasado algunos años pero creo que me has de recordar. Escribo para pedir perdón por algo. Yo soy cristiana y por los últimos tres años, el Señor ha estado haciendo una limpieza profunda de toda mi vida. Una de las cosas por la que me está limpiando es el pecado de seducción. Este pecado era muy arraigado dentro de mí durante los años de mi propia inmoralidad. He caído en el pecado de adulterio tres veces durante mi matrimonio, la última vez por casi dos años.
Te pido perdón por haberme comportado contigo de esa manera seductora. Yo manipulaba a todos a mi alrededor con este pecado. El Señor ha hecho un milagro de curación para mí y mi familia. Yo quería pedir perdón por este pecado que cometí contra ti. Ese pecado vivía en mí cuando me contrataste.
                                           Katarina

Mi hermano no había conocido a esa mujer y le dejé leer la carta.
—Ay, Tomás —dijo—. ¿Cómo podrías haber dejado caer ese globo tan fácil de atrapar?
Nos reíamos y confieso que se me había ocurrido la misma cosa. No pude evitarlo. Pero fuera de broma, no creo que haya sido muy sano lo que hizo ella o tal vez lo que le haya obligado hacer algún pastor.
Pedirle perdón a alguien puede ser una cosa catártica, supongo yo. La persona que ha sido ofendida tiene la oportunidad de perdonarle a alguien y así los dos individuos pueden hablar del problema y hacerse amigos de nuevo, con suerte. En cambio, pedirle perdón a alguien que ni siquiera sabe de qué hablas no sirve para nada bueno aunque posiblemente se debe a otra razón. Esta clase de confesión me parece más como castigo que terapia. ¿Para qué otra cosa sirve denigrarse y desnudarse delante de personas ajenas al asunto? Postrarte a los pies de los que has ofendido tiene sentido. Tal vez. Esto no.
Ya no se puede matar a una adúltera a pedradas, pero hay otras formas de castigo y dominación. Siempre han sido reservadas a las mujeres. Dudo que ningún consejero pudiera haber persuadido a un hombre que hiciera lo mismo.
Me pregunto quién era el consejero. Me pregunto cuántas cartas tenía que escribir esa mujer y enviar (¡y a quienes!) antes de que se satisficiera a ese supuesto consejero.
No me pregunto, sin embargo, si ella verdaderamente quería escribir esas cartas o cómo se sentía al enviarlas. Ya lo sé muy bien por aquellas chiquititas letras de vergüenza.

A buen fin no hay mal principio

Quisiera hablar de un éxito, un éxito mío y de mis amigos que teníamos durante nuestros años de la secundaria. Yo era muy joven y era el guitarrista de la banda La Buena Tierra. Era una banda muy buena. No me jacto; es la verdad. Éramos cuatro: yo; mi hermano, quien tocaba el contrabajo; un tecladista; y un baterista. Teníamos todos dieciséis años.
Era una banda buena porque habíamos tocado tantas veces por varias fraternidades de la universidad en sus fiestas de borrachera y aprendimos las canciones que le gustaban al público. Tocar en estas fiestas era como luchar en las trincheras. Maduramos como músicos y como un conjunto.

  
Tres miembros de La Buena Tierra: Mi hermano tocando el contrabajo, Pete Shelton tocando la batería y yo con mi guitarra

Daba la casualidad de que mi madre trabajaba con el canal 8 de la televisión, sus oficinas ubicadas en la universidad y un día  recibió una llamada telefónica. Era una muchacha que trabajaba en la universidad y  que quería saber si alguien le podría recomendar una banda para el gran baile de regreso a hogar, un acontecimiento anual para los ex-alumnos de la universidad. Mi madre le dijo:
—Le puedo recomendar una banda fantástica que se llama La Buena Tierra. Llame Ud. a Tomás Cole.
Y le dio su propio número de teléfono.
Cuando sonó el teléfono en casa yo contesté. La muchacha que llamó quería que yo la encontrara en su oficina en la universidad para firmar el contrato. Al llegar a la oficina, nadie estaba pero había un letrero en el escritorio con mi nombre y una flecha dirigiéndome a otro despacho. Recuerdo que acababa de cumplir dieciséis años, pero al conocer a la muchacha allí no me parecía estar sorprendida por mi edad. Firmé el contrato (aunque yo no era de la edad legal para hacerlo) y volví a casa.
Íbamos a tocar en el gran salón de baile de la universidad. Era el mismo salón de baile que se ve en la obra maestra de Jerry Lewis: la película El profesor chiflado. Sabíamos muy bien que no teníamos equipo suficiente para tocar allí. En la ciudad había una sola banda que tenía tal equipo: Los Hombres de Coche Fúnebre. Mi amigo, el tecladista, hizo una llamada.
—Oye, Juan —él dijo—. ¿Nos puedes sacar de un apuro? Tenemos una actuación en el gran salón de baile en la universidad...
El próximo día un coche de fúnebre se paró frente a la casa. No llevaba un ataúd sino que estaba cargado de amplificadores enormes, micrófonos y todo lo que necesitábamos. Los Hombres de Coche Fúnebre eran conocidos nuestros y nada más, pero en esos días era el deber de cada grupo musical ayudar a los otros.
Me acuerdo muy bien de la noche del baile. Había un gran escenario donde empezamos a montar el equipo. La muchacha que nos había contratado se presentó. Estaba con un hombre. Éste nos miró e inmediatamente le preguntó a la muchacha:
—¿Has oído a esta banda?
—No —respondió ella.
En ese momento todos pudimos ver que empezó a sudar la gota gorda. Nos había contratado sin audición.
—¿Cómo podrías estar tan estúpida? —habrá de haberse preguntado a sí misma—. ¿Qué tal si no pueden tocar para nada?
No me gusta ni imaginar su ansiedad y cómo sufría antes de que tocáramos, pero no iba a sufrir por mucho tiempo. El salón rápidamente se llenó y empezamos a tocar. Inmediatamente el público, que anteriormente parecía un poco escéptico, nos aceptó. Teníamos en esta noche lo que siempre llamábamos “buen sonido.”
¡Cuánto gentío había! Y por horas la gente nunca dejó de bailar y nunca dejamos de tocar. Era un triunfo de primera.
Al fin de la noche tocamos la canción “Hit the Road, Jack” y el público formó filas y bailaban batiendo las palmas.
Cuando terminó la última canción, la muchacha que nos contrató se nos acercó riéndose con su novio. Había bailado toda la noche y las gotas de sudar en su frente eran gotas de felicidad y de alivio.
—¡Me divertí tanto! —ella dijo.

           
Todo el conjunto en los años sesenta: Yo, Stephen Cole, Peter Shelton y Boyer Rickel

        
Todo el conjunto en los años setenta: Yo, Peter Shelton, Boyer Rickel, Stephen Cole

Podía apreciar exactamente lo que quería decir el señor Shakespeare cuando escribió, “A buen fin no hay mal principio.”
En la mañana el periódico citó que había 1500 personas en el salón de baile y quinientas esperando afuera.


Las llamamos nueces de Brasil

Yo nací en Louisville, Kentucky y asistí a una escuela segregada. El oeste siempre ha sido más progresivo que el sur y por eso cuando mi padre consiguió un trabajo en Arizona y nos mudamos allí yo era tan crédulo que creía que los hispanos eran negros.
Todas las razas asistían a las mismas escuelas en Arizona y todas las razas nadaban en la piscina municipal. Había autobuses que llegaban a la piscina todos los días y llevaban a muchos niños negros de la ciudad de Phoenix.
—Vamos a nadar antes de que vengan los niggers —dijo un compañero de juego mío.
No dijo “los niños negros” que habría sido bastante malo. Usó la palabra “nigger” que simplemente no debe usar en inglés de no estar hablando de la palabra misma o de las novelas de Mark Twain que escribió diálogo exactamente como solía hablar la gente hace más de un siglo.
Aprendí más tarde que el padre de mi compañero de juego era un concejal de la ciudad y republicano. Dentro de poco noté algo que hoy ha dejado de sorprenderme: los niños de republicanos usaban “la palabra N” y los niños de los demócratas, no.
Mis padres eran demócratas y no aguantaban la lengua de odio y prejuicio. Si yo siquiera me hubiera atrevido a susurrar esta palabra, habría estado lavando los trastes por un mes. Yo podría usar cualquier mala palabra que quisiera (casi) y a mis padres no les importaba, pero ésa, nunca. Por supuesto, ellos no tenían por qué preocuparse porque me habían educado. Yo no usaba “la palabra N” y entendía precisamente por qué no la usaba. En cambio, los padres republicanos no usaban la palabra (fuera de la familia) por otra razón: no querían ser rechazados por la sociedad. No les importaba para nada si era cosa de odio, prejuicio, o intransigencia y por eso nunca educaron a sus niños de eso.
Me acuerdo de la fiesta que planeaba la amiga de mi hermana. La pandilla entera de amigos de mi hermana iba a asistir. Todos estudiaban en la misma secundaria y todos esperaban la fiesta con mucha anticipación.
A última hora, sin embargo, los padres, republicanos y bautistas devotos, aprendieron que uno de los asistentes sería un hispano y ellos insistieron que su hija le dijera que él no podía venir. ¿Qué podría hacer ella? Habló desesperada con mi hermana y no tardaron mucho en resolver el problema. La fiesta tomará lugar en la casa de los Cole, los bien conocidos ateos demócratas.
Siempre me ha sentido un poquito celoso  del amigo mío que escribió este poema fino:

En Licores Arizona
Hay una puerta de mona
Adentro se vende res,
Monos y sus pies

Una vez estábamos compartiendo bocadillos después de la escuela.
—¿Comiste ese dedo de nigger? —me preguntó.
Han pasado más de cincuenta años y todavía me acuerdo de lo que dijo. Hoy sé que yo debería haberle dicho:
—Nosotros las llamamos nueces de Brasil.

Amigo perdido

No soñé nunca con ser piloto aunque soy de una familia de pilotos. Mi madre era piloto de aviones de caza durante la segunda guerra mundial. Volaba en el estado de Tejas y nunca luchó en la guerra en Europa como mi padre que la conoció en Tejas en la base allí.
Cuando culminó la guerra, ella le enseñó a volar y los nuevo maridos compraron una avioneta para recorrer Estados Unidos y Canadá. Mi hermana, por casualidad, años más tarde se casó con un piloto y ella también consiguió una licencia de volar. Yo era el último en llegar a ser piloto — a la edad de veintisiete años. Pero este cuento no trata de mi, ni de los pilotos de mi familia, sino de un amigo que era piloto también. Y el cuento no tiene un desenlace muy feliz.
Mi amigo se llamaba Barry y lo conocí en la universidad en 1969. Vivíamos en una residencia estudiantil vieja de ladrillos y torres cubiertas de hiedra ubicada en la parte norte de Arizona, un área nevada de volcanes y pinos.
Él era alto y rubio y tenia una recamara en una de las torres del bello edificio que se había convertido en un dormitorio. Teníamos muchas aventuras en aquellos días y nos conllevábamos con mucha amistad. Barry era un muchacho amable y honrado a carta cabal aunque es cierto que a él no le importaban todas las leyes del país.
Barry no se graduó de la universidad. Obtuvo un trabajo en una fábrica y tenía éxito allí, llegando a ser un jefe. Yo me gradué y encontré un trabajo de lavaplatos en un predilecto restaurante mexicano en el pueblo donde me crié. Mientras tanto estudiaba en la universidad estatal en la misma ciudad. Saqué otro título en 1977 y me mudé a México, DF para dar clases de inglés.
Barry y yo no nos íbamos a ver por algunos años. Yo aprendí a volar en Tejas cuando daba clases en la Universidad de Houston e iba a Arizona durante las vacaciones. Él y yo empezamos a reunirnos para volar en avionetas que alquilábamos. Más tarde, yo renuncié mi trabajo y encontré otro en Arizona. Barry vivía en otra ciudad y por eso nos reuníamos sólo de vez en cuando.
Él compró una avioneta y algunas veces volamos al lago donde había una pista de aterrizaje de grava. En un automóvil el viaje duraba más de una hora pero por avión llegábamos en quince minutos cuánto más. Una vez en el verano, cuando el calor era insoportable, subimos a 10.000 pies sobre el nivel del mar y a esa altitud no hacía fresco sino frío. Abrimos las ventanas para aprovechar del aire helado.
   
Barry y su avioneta


Mi padre y yo con Cessna 11452, una avioneta que yo alquilaba de costumbre en Texas

Mi familia tenía una casita en la playa cerca de Puerto Peñasco en Sonora, Mexico. Barry frecuentemente nos acompañaba allí como huésped y pasamos juntos muchas vacaciones allí. El quería volar a Puerto Peñasco de Phoenix pero había reglas que tenía que obedecer. Por ejemplo, tendría que ir a Peñasco desde la ciudad de Tucson. Había otras regulaciones los detalles de las cuales no me acuerdo, pero sé que Barry no quería conformarse a ellas. De todos modos jamás voló a México.
Un día Barry y yo estábamos mirando un avión en un aeropuerto. El dijo:
—Hay mucho lugar para cargamento.
El avión tenía solamente dos asientos. La parte trasera era vacía.
—Me estoy imaginando lo que podría llevar en un avión como éste.
—Si tienes ideas de traficar las drogas, deberías de considerar que si te cogen te van a quitarte tu licencia de volar —le advertí.
—No tengo ningún plan de ser cogido —respondió él.
Yo no decía nada más. Sabía que nosotros vivíamos en mundos diferentes. Él no era exactamente un harlero, pero tenía una motocicleta de este estilo y a él le gustaban las drogas. No era adicto a ninguna pero las usaba para divertirse.
Recuerdo que una noche lo visité en la casa que alquilaba en Phoenix y le pregunté si le gustaba. Me dijo que le encantaba la casa.
—Es mi hogar, Tomás —dijo.
Yo me quité mi abrigo y abrí un ropero. Adentro no había sacos y camisas sino plantas de marihuana. Había un bombillo brillante sobre ellas.
Un olor fuerte de yerba emanó del ropero y llenó la casa. Me gustaba el olor aunque nunca me había gustado la marihuana. Yo me habría sentido nervioso de tener drogas en la casa, pero a Barry no le preocupaban tales cosas. Siempre había vivido así.
Barry tenía un amigo — su mejor amigo — un hombre bastante duro. Se llama Carl. Barry y él eran amigos desde hacía mucho tiempo. En efecto, él era su compañero de cuarto en la universidad cuando Barry vivía en la torre hace tantos años. Me acuerdo de un día cuando yo estaba en el dormitorio y Carl se quitó su camiseta. ¡Qué músculos tenía! Eran como tiras de cuero. No me gustaría tener una pelea con este tipo; sospechaba que Carl era muy hábil con los puños.
Barry siempre quería tener una novia, pero nunca tenía mucha suerte. Pero sí tenía una novia en la secundaria. Una vez yo la conocí en la universidad. Se llamaba Carmen Sánchez y era buena chica pero había roto con él. Barry buscaba una novia por años y por fin encontró a una. Ella era bailarina: una chica que hacía strip-tease. Así era el mundo de Barry.
Yo solía llamar a Barry por teléfono de vez en cuando. Hablábamos por horas. Verdaderamente sabía contar una historia. ¿Conoces a algunos cuentacuentos? Como Barry, ninguno. Le gustaba añadir sonidos a cualquier cuento que contaba. Si alguien en su cuento dio un portazo, lo oías perfectamente como si estuvieras allí. Y por la vida que vivía, nunca le hacía falta una nueva aventura para contarte.
Una noche hablábamos tres por teléfono: yo, mi hermano y Barry. Barry empezó a hablar de su novia y mi hermano le preguntó:
—¿Esa es la chica que hace strip-tease?
Barry contestó avergonzado:
—Bueno. No. Ya no lo hace.
Me consta que él preferiría haber hallado a una novia que nunca hubiera sido bailarina. Me compadecía de él.
Un día mi hermano y yo regresábamos de nuestra casita en la playa mexicana. Barry no nos había acompañado. No sé por qué. Tal vez no pudo ir. O podría ser que no se nos ocurrió invitarlo. O posiblemente hubiéramos dejado de invitar a huéspedes. No me acuerdo. De todas maneras, el teléfono sonó y de inmediato contesté. Era Carl.
—¿Tomás?
—Sí.
—No sé si has oído lo que pasó con Barry.
—No he oído nada.
De repente Carl se echó a llorar.
—¡Estrellaron!” —dijo—, “¡y todos están muertos!
Luego aprendí que Barry se había despegado en mal tiempo del aeropuerto en Las Vegas. Se encontró perdido en las nevadas nubes de una tormenta y chocó contra una montaña cerca de Wikieup, Arizona. Él y sus tres pasajeros — su novia y otra pareja — fallecieron. La avioneta se quemó.
—¡Es como un círculo roto! —Carl gritó.
Mis padres llegaron a casa de México el siguiente día. Mi hermano y yo estábamos por ir al funeral y nuestros padres nos acompañaron vestidos en sus pantalones cortos y camisetas, pero en Estados Unidos a nadie le importa cómo uno se viste en un funeral.
En el funeral podía oír el llanto de mucha gente. El cura era el encargado. Él fingía que conocía a Barry y daba un toque de llanto afectado a su voz.
—Viviremos con nuestra pena —lloraba.
—¿Cómo nuestra? —dije.
Entonces recitó un poema. Lo reconocí inmediatamente. Se llamaba “Vuelo Alto.” Fue escrito por un piloto canadiense que describe el sentido de volar. Se le escuchaba en la televisión cada noche, o mejor dicho, cada mañana a la una. Todos los programas de la televisión terminaban a la una y uno de los canales solía terminar cada vez con este poema. Todo el mundo lo conocía. Mi gato lo conocía. Él podría haberlo recitado de memoria con los ojos cerrados.
—¡Ay! —dije hablando conmigo mismo—. ¡Qué literario es!
Creía que nos iba a recitar algunas líneas pero me equivoqué. ¡Qué estúpido era yo! De repente me di cuenta que él iba a leer el poema entero.
—¡Merced! —suspiré.
Yo sabía que él no podía evitarlo porque la última palabra del poema era “Dios” y no iba a dejar pasar esta oportunidad que le había caído como llovido del cielo. Preferiría darle de comer sus propios nietos a una manada de lobos.
El público, por supuesto, entendía exactamente por dónde iba. Y esperamos. Por fin terminó con la último verso:
—Extendí la mano y toqué el rostro de...¡DIOS!
Y la palabra “Dios,” en mayúsculas, triunfantemente suspirada y gritada al mismo tiempo él nos la mostró en una voz que tenía aires de misterio, temor y admiración. Y como hablaba en inglés, la primera letra era una g dura y sin querer esparció algunas pequeñas gotas de saliva a la gente sentada en la fila delantera.
Y así concluyó el cura, satisfecho y bien pagado de sí mismo.
—¡Qué mojigato! —me susurró mi padre.
Fuimos afuera y vimos a Carmen Sánchez. Estaba charlando y riéndose con un novio. Nos sentimos amargos y enojados.
Pero íbamos a tener otra oportunidad de rendir tributo a Barry. Carl organizó una fiesta en el desierto. Él tenía las cenizas de Barry y iba a esparcirlas sobre una barranca en un área del desierto que a Barry le había gustado.
Mi hermano y yo llegamos a la casa de Carl temprano y lo encontramos en el garaje con su hermano mayor, un hombre gordo y poco listo. Estaban armando una motocicleta. El hermano de Carl se paró súbitamente y las cabezas de los hermanos chocaron.
—Hijo de la... —gritó Carl y le dio a su hermano un fuerte puñetazo en la cabeza—. ¡Me están zumbando los oídos!
Su hermano no se atrevía a vengarse. Nada más se quejó:
—¡No lo hice a propósito!
En el desierto se proponían muchos brindis en homenaje de Barry. Carl tenía bolsas de plástico llenas de cenizas. Nos mostró una y dijo:
—Aquí tengo una mezcla de las cenizas de Barry y su novia.
Tocó el bolsillo de su chaqueta y dijo:
—También tengo algunas de puro Barry.
Él fue a un precipicio y empezó a arrojar cenizas. Soplaba un viento y nubes de polvo blanco subieron al aire y cubrieron a la gente. Teníamos que parpadear por las cenizas que se nos entraron en los ojos. Teníamos el arenoso sabor de las cenizas en las bocas y nuestro pelo y ropa estaban llenos de ellas.
Al pie de la colina paró una camioneta. Era la camioneta de la madre de Barry. Ella esperaba la avioneta que iba a pasar para echar por la borda las cenizas que quedaban de Barry. Dentro de poco apareció y tres penachos, tres chorros de cenizas blancas brotaron de la avioneta. La avioneta continuó al norte.
Carl me dijo que a bordo de la avioneta  había diez libras de semillas de marijuana que Barry había guardado. El piloto iba a echarlas por la borda sobre el Río Verde. Dijo que muchas de ellas brotarían en las orillas del río.
Siempre me sorprende esta cultura de drogas. Para Carl y Barry las drogas eran importantes. Este estilo de vida me es ajeno. Me gusta la cerveza, es cierto, pero cuando me muera a nadie se le ocurrirá echar por la borda de un avión semillas de cebada para rendirme tributo.
Barry y mi hermano tenían la misma marca y modelo de reloj. Barry había fabricado en su taller una hoja de metal para cubrir y proteger el vidrio del reloj. Mi hermano quería tenerla. Yo hablé con Carl para averiguar si había sido encontrado en la avioneta y él me dijo:
—No sé. Sé que el metal no quema.
—¿Puedes preguntarle a alguien? —dije.
—No quiero meterme en esto, Tomás.
—¿Por qué no?
Vaciló un momento y entonces respondió:
—Encontraron una libra de marihuana en la avioneta.
Un año pasó y un día sonó el teléfono. Mi hermano contestó. Era Carl. Él creía que nosotros teníamos el certificado de nacimiento de Barry y él quería tenerlo.
El hecho es que Barry sin querer lo había dejado con nosotros después de uno de nuestros viajes a Mexico.
—Te lo di en el funeral —dijo mi hermano—. ¿No te acuerdas?
—No.
—¿Por qué lo quieres?
—No quisiera decir ahora por teléfono.
Pasaron más años. Una noche yo estaba marcando en la pared una línea al nivel de mi cabeza con un lápiz. Quería saber cuanto medía. En ese momento, no sé por qué, recordé que en la fiesta en el desierto Carl me había dicho que tenía seis pies de alto. Escribí otra linea seis pies sobre el piso. La televisión estaba puesta y de repente apareció el rostro de Carl. La policía lo habían arrestado por convertir su casa en una fábrica de metedrina. Él estaba en un gran apuro. Bueno, no era muy sorprendente.
Pasaron aún más años y mi hermano y yo estábamos en un aeropuerto. Vimos una exhibición de arte de escultura de chatarra. El escultor era Carl. Había un letrero allí que decía: “Yo tengo una sola regla. No se puede cortar la chatarra. Hay que usar pedazos enteros para las esculturas exactamente como los encuentras.”
Estábamos contento que Carl tenía un poquito de éxito. Creíamos que estaba en la cárcel.
Mi hermano investigó la muerte de Barry y obtuvo las transcripciones de la llamada telefónica que había hecho para presentar su plan de vuelo. El oficial con quien habló le había advertido:
 —No recomendamos vuelo visual. Nadie excepto los de los aviones comerciales está volando ahora.
El tiempo era terrible. Había ráfagas de más de cincuenta millas por hora.
—Ah, otra cosa —dijo el oficial—. No me acuerdo si le dije, pero va a haber ocultamiento de las montañas. Quiero que usted sepa esto. Las montañas estarán ocultas por niebla y nieve.
Barry despegó de todos modos. Testigos dijeron que Barry y sus pasajeros les parecían nerviosos y ansiosos al salir.
También consiguió las transcripciones de la comunicación radial con la avioneta de Barry cuyo nombre era 9-1 Romeo. Barry dijo que estaba perdido en las nubes. Había una red de gente que trataba de ayudarlo.
Barry salió de las nubes por un segundo y comunicó por radio que podía ver el Río Colorado. Alguien le dijo:
—No creemos que sea el Río Colorado. Hay un arroyo, el Hassayampa al este y está crecido de agua de la tormenta. Eso es probablemente lo que usted vio.
Barry volvió a llamar y dijo que por poco choca con una montaña. Sus últimas palabras eran:
—Estoy dando vuelta atrás.
Entonces la transcripción simplemente lee, “9-1 Romeo. 9-1 Romeo. 9-1 Romeo. 9-1 Romeo. 9-1 Romeo.”
Nadie contesta.
Dice la transcripción:
—TWA 343, un piloto está perdido en las nubes y ahora no podemos localizarlo. ¿Nos puede ayudar?
—Si usted no puede localizarlo dudo que pueda yo, pero intentaré.
No pudo.
Respecto a pilotos hay una lista corta de cosas que nunca deberían de hacer. Una es que nunca despegue en mal tiempo. Barry rompió una de las reglas más básicas de la aviación y le costó la vida — y las de sus compañeros.

La niña vieja de la esfera de color rosa

Habiendo sido escogido por el Gran Conejo, Xitlali se dio cuenta de que eso le había puesto en un gran apuro. Súbitamente, sin que ella hubiera solicitado trabajo alguno, ella tenía la responsabilidad de salvar a todo el planeta—sola y sólo a la edad de solamente ocho años. Y el Hombre de los Caballos Blancos no le daba ni una sola sugerencia de cómo iba a llevar a cabo esta gran hazaña. Ella le preguntó:
—¿Estás totalmente loco de la cabeza? ¿Cómo voy a hacer eso?
El Hombre de los Caballos Blancos simplemente relinchó:
 —Cuando llegue el momento, sabrás cómo hacerlo.
—Lo dudo —respondió ella—. Por eso te pregunté, pero si no quieres decirme o si no sabes...
—No te preocupes —dijo él—. El Gran Conejo te eligió por tu corazón de oro, tu humildad, tu...
—Me das coba —ella dijo—. El Gran Conejo debería de saber lo que hacemos nosotros con seres semejantes de donde soy yo. Le puedo ofrecer un pedacito de consejo al conejo. Sé hacer un buen tiro con una escopeta y hay algunos liebres que te lo pudieran atestiguar.
—El Gran Conejo te ha observado desde hace mucho tiempo y ha decidido que tú eres capaz de salvar a todos los seres de tu planeta y transformarlo en un planeta bello y lleno de cosas buenas.
—El Gran Conejo tiende a decidir demasiado y fisgonear más de lo que le conviene. Puedes decirle al Gran Fisgón que si me observa más le voy a clavar su pelaje tupido a la puerta del granero.
Al decir eso, Xitlali reflexionó que el Gran Conejo no había de haberle observado todo el tiempo; de haber hecho eso, sabría que hace solamente dos días se escondió al otro lado del granero para fumar diez cigarros del paquete de veinte que había robado de la tienda de abarrotes “El Pobrecito” ubicada cerca de su domicilio. Se aprovechó al mismo tiempo la oportunidad de tomar a pico de botella el ron Bacardi que por fortuna había adquirido de un viejo ebrio a quien primero le había pegado la cabeza con una pala. No era raro que los dos hoyuelos en sus mejillas le dieran un aspecto travieso, pero ellos se le desvanecieron totalmente cuando tomaba el ron con los cachetes inflados.
—Ven conmigo, Xitlali —suplicó el Hombre de los Caballos Blancos—. ¡Ven conmigo en la esfera de color rosa!
Luego apareció la esfera a la que se había referido. Era casi transparente y flotaba a como un pie sobre el suelo.
—No huele a una rosa —observó Xitlali—. Más como mofeta.
El hombre frunció la frente y dijo:
—Es cierto. Atropellé un zorrillo anteayer. ¿Todavía se lo puede oler?
—Dónde hay tal esfera, hay zopilote muerto —ella dijo.
—Creo que huele más fresco adentro.
Entonces él gritó:
—¡Abre Semilla de Sésamo!
Nada pasó.
“¿Abra, por favor?
La puerta se abrió y los dos entraron a la cabina y se sentaron en dos de los cinco o seis taburetes allí adentro.
—Vamos a viajar adonde verás un planeta ideal.
Se cerró la puerta. El motor se arrancó y empezó a zumbar ruidosamente. Sin advertencia alguna, la esfera despegó. Dos botellas de vino tinto se cayeron de un armario y tres taburetes se derrumbaron mientras que Xitlali y el Hombre de los Caballos Blancos intentaban mantenerse incorporados en los suyos.
—Sé que no tiene amortiguadores —dijo Xitlali—. ¿Pero acaso tiene ventanas este cacharro?
—Claro que las tiene —dijo el Hombre Caballo y gritó—, ¡Abre las ventanas, Sésamo!
Las ventanas no se abrieron.
—¿Podría Ud. tener la bondad de abrir las ventanillas?
Las ventanas se abrieron y por el vidrio grueso, los dos pudieron observar las estrellas y toda suerte de objetos astronómicos.
—Qué planeta tan bello —suspiró Xitlali, mirando por una ventana.
—Se llama Podrido Menor y no es tan bello como crees. Una noche yo pasé un mes allí. Encontrarás allí nada más que miradas feroces y un puñetazo a la nariz si te atreves a preguntarle a alguien qué horas son.
¿Qué horas son?
¿No sé. No tengo reloj. Me lo quitaron en Podrido Menor.
—Pregúntale al Señor Semilla de Sésamo.
El Hombre de los Caballos Blancos gritó:
—Semilla de Sésamo, le suplico. ¿Nos podría decir la hora?
Se oía una voz grande y fuerte.
—Es hora de callarte y bajar. Estamos por llegar. ¡Qué te vayas, Señor Atropellador de Zorrillos! Estoy hasta la coronilla contigo y también estoy harto de esta chiquita locuaz y precoz. A propósito, no es ninguna chica — es niña vieja y tiene 36 años. Es mala semilla, amigo mío. Te advierto. ¡Fuera!
Hubo un tumbo fuerte y doloroso y la puerta se abrió. Los dos viajeros salieron de la esfera.
Afuera hacía sol. Soplaba una brisa fresca que llevaba el perfume de violetas con un poquito de perfume de zorrillo ya que ellos todavía estaban cerca de la esfera. También había jardines, glorietas, estanques, flores y una aldea de casitas preciosas.
—No veo ninguna cerca —dijo Xitlali.
—No se necesitan cercas aquí.
—Pero se necesita privacidad ¿No? Si yo fuera el alcalde de este barrio de las latas, construiría algunos en seguida — pero fisgones como tu y el Gran Conejo no entenderían esto ¿No es así?
El Hombre de los Caballos Blancos no hizo caso de lo que dijo Xitlali. Respondió:
—La gente vive en armonía y paz en este planeta. El mayor deseo que tiene se puede expresar con solamente cinco palabras: Respetar y ayudar con amor.
—Trillado.
—¡Estas cinco palabras son la clave — la llave de la felicidad!
—¡Ah! Esto me recuerda —dijo Xitlali—. Quisiera las llaves de la esfera.
—¿Cómo? ¿Qué dices....
Los cabellos blancos del Hombre de los Caballos Blancos se le pararon. Xitlali sostenía una pesada escopeta de dos cañones y la estaba apuntando directamente al carnoso estómago de él.
—La esfera es bastante difícil de manejar...
—Creo que me las puedo arreglar. Dame las llaves.
—Tu y el Señor Sésamo jamás van a hacer buenas migas.
—Tú y yo no nos caemos muy bien tampoco, y en cuanto al Señor Semilla de Sésamo, yo no pienso hablar de usted con él.  Dámelas.
—¿Tienes licencia de conducir?
Xitlali se le acercó apuntando los dos cañones de la escopeta.
—Dámelas, panzón, o te voy a abrir como una piñata.
Se las dio.
—Bueno —dijo el Hombre de los Caballos Blancos—. Parece que te gusta este planeta.
—Mucho.
—Y no tienes ganas de volver al tuyo para ayudar a la gente por el bien ajeno.
—¿Para qué iba a perder tiempo?
—¿Está bello aquí, verdad?
—Bellísimo.
—¿Y estás contenta?
—Extasiada.
—Mira el paisaje, las flores. Es una tierra de armonía, de paz, de mucho colorido. Es perfecto.
—Todo es perfecto, ideal —dijo ella—. Todo excepto estos zancudos. ¡Son terribles!

El tesoro de la playa el coco

Una noche yo me sentaba al lado de mi abuelo mientras me contaba La leyenda de la cadena de oro, una historia típica de San Juan del Sur, Nicaragua. Ya me había dicho el cuento muchas veces, pero no le dije a mi abuelo porque no quería que sintiera resentido. Por fin, terminó con las últimas oraciones.
—Podían escuchar también chapoteos ruidosos y el grito, “¡Auxilio! ¡Me hundo! ¡Y que sea maldito el señor Morgan!” Entonces no se oía nada salvo el viento que soplaba suavemente en esa noche de lluvia.
La luz del candil se fundía un poquito y mi abuelo dio vuelta a la perilla y la mecha quemó brillante de nuevo. Yo podía ver por la luz amarilla del candil el rostro de él, ahora nítido, cubierto de arrugas y rojo de quemadura del sol.
—¿Crees que es una historia verdadera, Abuelo? —le pregunté.
—Sé que es verdadera.
—Cuéntame más, Abuelito —dije yo—. ¿Fuiste en busca del tesoro?
—Sí Nieto, lo hice —me dijo—. Un día, mejor dicho una tarde en el año 1946 yo andaba por la misma playa, Playa el Coco. Era casi de noche e iba a San Juan del Sur. Podía sentir lo fresco de la arena mojada entre los dedos de pie ya que en esos días siempre andaba descalzo. De hecho, solía ganar dinero así. Yo era pobre en aquellos días. Casi no tenía con qué comprar ni siquiera una camisa. ¿Zapatos? ¡Dios mío!
—Abuelito...
—Era casi como hoy con los precios por las nubes. ¿Cuánto pagó tu papá por estos zapatos tuyos?
—No tengo ni idea. ¡Pero el tesoro!
—Bien, bien... Como dije, yo caminaba descalzo. Pisé algo en la arena. Era algo como un anillo o un aro de acero o tal vez de plomo. Yo creía plomo al cogerlo porque era bastante pesado.
—¿De qué color era, Abuelito?
—No te lo podría decir, Nieto. Había anochecido y yo no había traído foco de mano.
—¿Sabías que era?
—No. Al momento no. Sé ahora, pero a la sazón nada más creía que era chatarra. Sabía que en esos días había algunas fábricas cerca de las orillas del mar y había visto toda suerte de chatarra en la playa. Pues, un día pisé una tachuela que me clavó en la planta del pie y tuve que ir al médico, quien me clavó una aguja en el brazo. ¿Y sabes por cuánto me salió la broma?
—Abuelito, por favor...
—¡Doscientos córdobas! ¡Hijo! ¡Habría preferido el tétanos!
—Pero el anillo, Abuelito. Y el tesoro...
—Sí, sí. No te preocupes. Calla y escucha. Te diré todo. Puse el anillo en mi bolsillo y continué caminando. Dentro de poco pisé otro aro y luego otro. Puse los dos en el bolsillo con el otro y empecé a caminar de nuevo. Casi inmediatamente pisé otro y otro y luego uno tras otro hasta que tenía los bolsillos rellenos.
—¿Por qué los guardaste todos? —le pregunté.
—La verdad, no sé. Siempre me ha gustado coleccionar las cosas. Has visto mi colección de estampillas alemanas.
—Sí como no, Abuelito.
—Una vez tenía una estampilla de correo con un retrato de Hitler. ¿Sabes cuánto valdría en córdobas hoy?
—Mucho.
—Miles, Nieto mío. ¡Miles! ¿Y quisieras saber qué pasó con ella?
—Ya...
—¡Alguien me la robó!
—Ya lo sé, Abuelito.
—¿De veras? ¿Cómo?
—Me has contado esta historia.
—¿De veras?
—Sí. Varias veces.
—No.
—Te lo juro. Pero estabas contándome una historia nueva que me interesaba mucho.
—Bueno, bueno. A ver... ¿Qué me pasó luego? Ah, me acuerdo. Yo andaba con los bolsillos llenos y vi de repente algo en la arena. En las tinieblas al principio era nada más una sombra. Sin embargo, al acercarme, me di cuenta de que era una cajuela, un baúl.
—¡Una cajuela! ¡Un cofre!
—Sí. No sabía de dónde había venido. Yo andaba por la playa a menudo y nunca había visto ninguna cajuela allí. Tal vez hubiera sido enterada — sepultada — en la arena y la marea la había dejado al descubierto. O posiblemente flotó allá. Pero no; al tratar de levantar la cajuela, la encontré muy pesada. Nunca podría haber flotado por un solo segundo; se habría hundido al fondo de inmediato.
—¿Qué hiciste?
—La acomodé sobre mi espalda.
—Pero dijiste que era pesada.
—Y te dije la verdad. Yo era más joven y más fuerte en 1946 y podía botar el tronco de un roble sobre una colina.
—No me vas a decir que caminaste a San Juan del Sur con la cajuela a las costillas.
—Eso es exactamente lo que te voy a decir. Pero confieso que no quería llevar los aros. Pesaban mucho y los boté todos al mar.
—¿Y al llegar a San Juan del Sur abriste la cajuela?
—Por supuesto y no era tarea fácil, nieto mío. Estaba cerrada con un candado grueso y me tardé más de dos horas en romperlo.
—¿Qué encontraste adentro?
—Muchas cosas. Hasta hice una lista.
Mi abuelo sacó de su bolsillo de camisa una hoja de papel amarilla y empezó a leer.
—Una botella vacía de Coca Cola, dos grifos de latón, un pedazo de algo negro del tamaño de una toronja que no sé qué es, un solo zapato, dos chinelas que no hacen juego, una herradura bien oxidada, una guía telefónica de San Luís Potosí sin portada, los restos de algo de mimbre que anteriormente podría haber sido un cesto de basura, exactamente 86 colillas de cigarro de marca Raleigh y dos calcetines sucios.
—¿Es todo?
—¿Era mucho, joven.
—Pero no valía nada.
—No. No valía un centavo.
—Y hoy solamente tienes la cajuela: la que tienes en la casa.
—¿Cómo? No, no. Compré esa en un almacén en Managua años después —Hizo un chanchito—. ¿Qué iba a hacer con la otra que olía de pez podrido y calcetines sucios?
—Pero qué historia tan triste. Nunca encontraste tesoro.
—¡Todo lo contrario! Encontré tesoro y llegué a ser rico.
—¿Cómo que rico? ¿Con colillas y calcetines sucios?
—No. Con oro. Creía que había tirado todos los aros al mar, pero me equivoqué. Me sobró uno que más tarde encontré en un bolsillo. Era de oro puro: veinticuatro quilates. Los otros, sí los boté al agua pero durante unos quince minutos yo era verdaderamente rico.
—Qué mala suerte. Te compadezco, Abuelito. Estos quince minutos no te deben de ofrecer mucho consuelo.
—Quizás no. Pero he aprendido que no tengo más remedio que contentarme con lo que me pasa en esta vida.
—¿Por qué nunca me dijiste este cuento antes? Creía que los había escuchado todos y más de cien veces cada uno.
—Esto se debe a una razón —él dijo—. Acabas de cumplir catorce años. Ya no eres un niño en absoluto y yo sabía que era hora de contártelo.
—No entiendo, Abuelito.
—Nieto, tienes razón. Soy más salado que el mar. No he ganado dinero para nada y sé que siempre he sido un fracaso.
—No te menosprecies, Abuelito.
—Es cierto. Siempre he querido dejarte una herencia. Debes heredar algo aunque sea de un pobre y desafortunado abuelo, un anciano locuaz que habla mucho más de lo que le conviene. Mereces más que eso...una herencia.
—No importa.
—Sí importa. Nieto mío, el aro era un eslabón.
—¿Un eslabón?
—Sí. De una cadena de oro.
—¡La leyenda!
—Por lo visto no era leyenda. Escúchame. Un solo eslabón, aun uno de oro puro, no vale muchísimo, pero un eslabón de la famosa Cadena de Oro vale mucho más de lo que pesa en ... bueno ... oro.
La luz del candil empezó a fundirse otra vez y súbitamente no creí más el cuento, ni la leyenda. Los dos me parecían ser de algún mundo irreal. Sabía también que mi abuelo era amigo de las bromas. Me sentía deprimido.
—Mereces una herencia, Nieto —dijo mi abuelo.
Luego sacó del bolsillo de sus pantalones algo dorado y pesado. Brillaba en la tenue luz del candil.
—Aquí tienes.
If you have ever flown in a plane over Mexico, you are immediately struck by the very different appearance of the cities from the air as compared to those north of the border, and if you look hard enough, you will know the reason: the roads below are unpaved. So it was with Guadalupe. The streets were made of sand. It wasn't a finely winnowed powder, but a thick-and-thin-grained granite sand devoid of the glittering mica you might find in other parts of the state. The sand flowed down the streets just as it flowed down the arroyos that ran through the hills. It was puffy and dusty and light in color like a sand that had given up the dream of ever really being white. It crunched under the station wagon tires. In the summer, the sand drank up any drop of water until every plant in the town was wilted and seared—or nearly every; here and there a house had a sprinkler going to water a bit of green Bermuda. And a few had the red-blooming bougainvillea, the one plant that would stand stubbornly even when strangled of water. But the rest of the place was sand.

It was through a different country and a different culture that we used to drive when we went down Avenida del Yaqui. At one crossroads, there on the avenue, someone had built a cement pyramid eight feet high. It was the same color as the sand. The pyramid always made its impression upon me as we drove by it, but this was not the place we would turn to drive to Pima Canyon. We made a turn where today no turn exists, and we went on a road that was then much longer than it is today. A new city covers much of the road now, but fifty years ago, you took some time to get to the end, where the roofless, mysterious stone houses stood and the arroyo made its turn through the canyon.
I was a child then, and I would look through the station wagon windows and take in the scenes that somehow shocked and haunted me as we moved deeper into the desert. More than any place I would ever see, South Mountain gave the impression of being very old. On its very face seemed to be painted the passing of time, and on it, too, I could imagine a kind of resignation to that passing. The still scenes of odd, table-shaped boulders and of gravelly stretches of colorless crystals were scenes of a land that had long since given up any resistance to the attrition of the years. The chips of granite were speckled like the retro living room curtains of the 1950s, and the boulders were covered with desert varnish, dark brownish, purplish.

Perhaps the exfoliation of the mountain's rounded boulders and giant slabs of granite further imparted the appearance of great age. It rains but rarely on South Mountain, and so the process was slow, but rainwater, when once it did come down, did what it still does there and everywhere else in the world: it combined with the ground's carbon dioxide and turned to carbonic acid. The acid leeched the feldspar out of the granite so that the crystals of quartz and ferro-magnesians fell about, and the feldspar, converted to clay, found itself blown in the wind to mix with the ever present sand. I didn't know the chemistry then, but I did know that the signs of ruin were everywhere I set my eyes.
And there were the teddy bear cholla too, bright blond on the extremities, but dirty brown under the arms and nearly black up the stalk. There is no dustier, older-looking cactus in the world—and none, by the way, more murderous. Just a brush against it will bring a punishment no careless walker deserves. It was the true jumping cholla. The spiny clumps of cactus, however, did not need the idle touch of some passerby to break away; beneath each plant were piles of them for the coyotes to sidestep, bristling clumps that had fallen on their own. Some glinted with yellow spines, and some were nearly black with a burnt and disintegrated look.
The teddy bear cholla was seen in bajadas, little forests that appeared to have grown in place by having been thrown all together at once down a hillside or across a level stretch of desert. Wherever they landed, they stuck, stopped in mid motion, frozen in place—the whole party of small, but anthropomorphic cacti a snapshot in time. Fifty years later, I would photograph a bajada there and type in the title field of iphoto: Dance of the Cholla.jpg.

We used to stop at the end of the road as there was no way to drive any further. Then we would climb the giant piles of boulders there. We had a name for every special rock and every tunneling crevice that coursed through the pile.

One long slab lying before the pile was eight feet high and fifty feet long. There was space beneath it and openings at both ends, so you could have crawled completely under the stone if not for the pack rats' having stuffed the hollow half full of cholla. Still, I would lie down to look completely under the stone to where I could see the sunlight at the other end. It was a frightening, claustrophobic scene, and I imagined myself for some reason having to make my way under the megalith to the opposite opening fifty feet away.
Sometimes my parents allowed night to fall before we went home. We could hear coyotes and we always listened for a wild cat or a mountain lion though I don't remember if we ever heard either of them. The stars shone bright with the shadow of the mountain upon them and the glow of the capital city on the other side too weak in those days to smudge them away. On the drive back, if you looked to the east anywhere south of Guadalupe, there were no lights at all.

On the days that we spent an afternoon there, we sometimes walked up the arroyo. Table-like slabs of stone jutted out from its banks, ready for any of us to set with silverware and place chair in front of. But we never did—and we didn't walk far up the wash either. A hundred yards along we knew there was an old mine blasted into the hill, but we only went there once or twice to see the evidence of copper: a thin green coating of malachite on the occasional stone, barely pretty enough to take home as a souvenir.
In our youth, although we were brimming with energy, that energy was not boundless; it had very strict restrictions that governed its use: to wit, it could only be used in play. A simple walk to the mine was looked upon by the puerile body and soul as drudgery no less painful than the almost physically incapacitating encumbrance of taking out the trash. We preferred climbing the rocks and running ourselves to exhaustion to the toil of walking up Pima Arroyo. We'd squeeze ourselves through the tunneling crevices in the mountain of stones or slide a thousand times over a favorite granite ridge into the arroyo. Once, I slid down the ridge so many times that I found that I had simply worn the seat from my pants, and I was sick with mortification with no change of clothes in the midst of the family's picnic guests.

Today I still go to the same place by the stone houses where I tore my pants. A few years ago, a park ranger on a horse showed me Indian petroglyphs there five feet from the pants-tearing ridge. The scene on the stone was carved through the manganese oxide desert varnish as are most such etchings—only this petroglyph depicted a group of dancing stick figures holding hands. It was a rock drawing much more light-hearted than the usual stoic themes one saw on the mountain: man, whorl, bighorn sheep, etc. I didn't tell the ranger that I surely would have remembered the figures if they had been there when I was a child. And I didn't tell him that I doubted that the ancient Native Americans were in the habit of dancing around holding hands because they never carved such scenes into rock as far as I knew. I did know that just below the carvings were a dozen coyote skulls—the remains of some sheepherder's ghastly slaughter—buried in the sand. We found them there decades ago while digging a barbecue pit—and we reinterred them.
The stone houses were the stopping place of many who came to Pima Canyon, and there by the pile of stones and the granite ridge were the signs of these visitors. Most everywhere you looked were the brown shards of broken beer bottles and the ground was scattered thick with spent .22 shells. The whole area glinted Budweiser brown. Even in the 1980s, bottle breaking and shooting were common at the end of the road, but sometime later, there was a drastic change. The park became more carefully managed, and if you found a piece of glass, it was a relic of the past—just as are the now rare, old rusted beer cans with the triangular church key punch holes. When I find one out in the desert, I look upon it with a kind of joy and treat it as an antique to leave in place as part of Arizona's legacy. I find such treasures still—the old miner's bean can with a peeled back top or a sardine can rusted for a hundred years lying under a bush with its lid rolled neatly around the key that has been carefully tucked inside. And occasionally I find a far more ancient item like a Hohokam chipping stone made of basalt.

How the city could have rid the area of all of those bullet shells and broken bottles is a mystery to me. I think of Darwin's study on earthworms and how long it took them to bury the flints in his field. Even without any earthworms in the desert to cover the pieces of broken bottle, the entire park is today surprisingly glass free, and the trails, though walked by people in the hundreds, show almost no sign of litter. In recent years, there has been a change of mindset and culture; the hikers of today simply pack out what they pack in. The only occasional exception is the fault of the dog owners. The city provides bags for dog dew called "Mutt Mitts," and people pack these bags in. Unfortunately, once used for their intended purpose, they are not especially pleasing to pack out, and so you will sometimes see one lying plump on the side of a road or trail where it has been left by an insufficiently principled and less than stalwart walker.

Let me tell you of a littering incident. I was making a cross-country expedition in a remote area of the park when I saw that someone had left a movie ticket on the ground. As most people would, I reflected that the person should have been more careful with such trash. I looked at the ticket and it said, "Fahrenheit 911, June 26, 2004." When I got home, on a hunch I searched Pima Canyon in my bird database. There, I found a page for the same date with a note about the matinee I had gone to just before the hike. It was I who had been the litterer.

It goes to show why I have the database. Consider my visit to the dentist the other day. The technician tried to convince me that I was having my sixth crown. "But I only have two right now," I protested." She got out a mirror and we looked in my mouth and counted five. There is no way for the human mind to track all of these crowns or hikes—or trips even just to one place like Pima Canyon. Yet the human soul (or at least mine) yearns to know how many hikes there have been and when they were. Paper records are good, but they don't compare to the database—as it can be searched in a wink—and as far as the bird list goes, I, myself, can sort any specific finch from all of the flocks of sparrows and finches I have ever seen at Pima Canyon, anywhere else, or everywhere else.

The computer age that I scoffed at as a twenty-year-old has changed life for the better. For me, a large part of life used to be a dreary journey of what I call "unrequited wonder lust." In the past, you might wish to check where and when you went and be stymied by a yard-high stack of moldy notebooks. Coming home from a hike when the wonder lust hit you, you would not perhaps have the energy to leaf through them all to check for what you wanted to know unless your reference system was particularly well thought-out. And with regard to other facts, you may have wished to learn, there was much you would have trouble finding even in a library. Remember those old rocket radios? They were simple crystal radios you could buy for a dollar fifty. You pulled the nose cone up to change channels, and there was an alligator clip to hook to a window screen or other piece of metal as an antennae. In the 80s I could only imagine what they used to look like and wished I could see one again. Today, not only can I see a picture of one, I can buy one in its original box on Ebay. In 1968, the Smothers Brothers read a poem on their show, and for years I wanted to have a copy, but I would have had to ask the librarian if she remembered it—which was unlikely, and they wouldn't have a copy anyway. Now I Google it.
Life is abundant.

But my trips to Pima Canyon are not on the internet; they're on my intranet and I wonder no more about anything that has happened. A few years ago, I was surfing my intranet and found that I had no record for a trip to Pima Canyon in the year 2000. I remembered that I had hurt my leg bird watching on Kentucky Derby Day around the year 2000 at Elliot and Cooper Roads. I knew that it took a year to heal, and so for a while, my reality was that my missed trips to the canyon were because of my leg. In subsequent surfing, I found that I hurt my leg in 2001. Later, when I integrated my journal and bird database, I happened to find a year 2000 trip that was not in the bird database, so I took the opportunity to put it in there where it belonged with no bird sighting associated with it. There seems to be just one trip in 2000. I don't know why that is, but I do know it isn't because of my leg.

In the spring of 2004, I stepped down from my eight-year position as the Associate Director of the program for which I worked at Arizona State University. I had longed for a summer vacation for many years and was able to get six weeks off before I returned to the teaching faculty. I did not waste the vacation. Every day for that time, I would get up and work on a grammar book and software project of mine. And after the morning's work, I would head to South Mountain and hike up the arroyo. A click or two in my database shows that I went twenty-eight times to the canyon in June, July, and August:

SUMMER 2004 TRIPS TO PIMA CANYON

1. Pima Canyon,06/05/2004,Birds: 7,Total ever: 471
2. Pima Canyon,06/06/2004,Birds: 10,Total ever: 481
3. Pima Canyon,06/13/2004,Birds: 7,Total ever: 488
4. Pima Canyon,06/19/2004,Birds: 8,Total ever: 496
5. Pima Canyon,06/20/2004,Birds: 16,Total ever: 512
6. Pima Canyon,06/26/2004,Birds: 6,Total ever: 518
7. Pima Canyon,06/27/2004,Birds: 17,Total ever: 535
8. Pima Canyon,07/01/2004,Birds: 9,Total ever: 544
9. Pima Canyon,07/02/2004,Birds: 10,Total ever: 554
10. Pima Canyon,07/03/2004,Birds: 6,Total ever: 560
11. Pima Canyon,07/04/2004,Birds: 7,Total ever: 567
12. Pima Canyon,07/05/2004,Birds: 5,Total ever: 572
13. Pima Canyon,07/06/2004,Birds: 8,Total ever: 580
14. Pima Canyon,07/08/2004,Birds: 6,Total ever: 586
15. Pima Canyon,07/15/2004,Birds: 5,Total ever: 591
16. Pima Canyon,07/19/2004,Birds: 5,Total ever: 596
17. Pima Canyon,07/21/2004,Birds: 6,Total ever: 602
18. Pima Canyon,07/22/2004,Birds: 5,Total ever: 607
19. Pima Canyon,07/27/2004,Birds: 4,Total ever: 611
20. Pima Canyon,07/28/2004,Birds: 4,Total ever: 615
21. Pima Canyon,07/30/2004,Birds: 3,Total ever: 618
22. Pima Canyon,07/31/2004,Birds: 5,Total ever: 623
23. Pima Canyon,08/01/2004,Birds: 2,Total ever: 625
24. Pima Canyon,08/02/2004,Birds: 2,Total ever: 627
25. Pima Canyon,08/03/2004,Birds: 3,Total ever: 630
26. Pima Canyon,08/11/2004,Birds: 3,Total ever: 633
27. Pima Canyon,08/13/2004,Birds: 3,Total ever: 636
28. Pima Canyon,08/29/2004,Birds: 5,Total ever: 641


On most of these days, I would walk up to the water tank and back on the stone road. The water tank drained into a small, square cement reservoir that held water for thirsty javelinas, coyotes, and other desert animals. I call the top stone that overlooks the arroyo there "Windy Rock" as there always seems to be a cool, welcome breeze when you climb up and stand on it. Below, the arroyo is wired off, and signs are posted that read "Wildlife Area"—but the real reason I expect is to protect the petroglyphs and corn grinding holes on the rock below. One petroglyph, a humanoid stick figure, is said to be cut across by a ray of sunlight at the winter solstice. The figure seems to be saluting, but my brother gave a better interpretation of the figure. "He's shading his eyes from the winter sun," he said.

Occasionally, a coyote would walk by and look at me bored and unsociable. He would walk out of the wash and up into the desert to avoid me. But there were dangerous animals there too; to be specific: rattlesnakes. In the heat of the summer, they are not likely out and about, unless they are in a cool patch of shade under a bush, but when spring comes and they come out of hibernation, they can be anywhere. Of the four kinds that I have seen there, the most common is especially dangerous: the tiger rattler. It has a mixture of a cobra-like neurotoxin and the standard rattler's flesh-eating enzyme. This cocktail of poisons is something I want no part of.
The weather on these summer hikes was exceedingly hot, but that was the reason I went. In the summer, the park is deserted before noon; it just gets too hot for the average hiker. There are, however, hot hikers, and I am one of them.

My college roommate, some years ago had taken up hiking because he had grown rather overweight and needed to exercise, so I took to joining him on various desert hikes. When the season turned cooler, we both agreed that we missed the hot weather's challenge, the sweaty workout, and the cool, sparkling drinks we brought along. Afterwards, I noticed that when I hiked in the blazing heat of an Arizona summer day, I would find, say, a middle-aged woman sitting on the sand in Pima Arroyo when it was 114° in the shade. Or I would climb into "the tunnel," a natural rock formation three miles in, and find that a happy hiker had beat me there and was already more versed than I in the practice of hot hiking. "Everybody's gone by eleven o'clock in the summer, and you've got the place to yourself." he said.

I had to agree with him. Who wants to go anywhere in nature when there are a lot of people around—especially in a place where you are so grandfathered in that sometimes you can't help but feel that the rest of the world is trespassing?

The idea of hot hiking is not to suffer but to beat the heat. I carry bottles of fizzy, flavored water and a platypus bottle filled with ice water. They say that in times of crisis, one must never waste water by doing anything with it other than drinking it, but on my hikes I have plenty of fizzy water, and if I feel hot, I take the icy platypus water and pour it over my head. When you're super hydrated from the fizzy water and practically freezing to death at the same time, you're in more danger of catching a cold than dying of heatstroke. I admit to having come close to danger when I decided to climb a steep trail in the heat. Working up a sweat and overheating from strenuous exercise is not a good idea, and I'm extra careful today; on February 11, 2006, I took a group of Korean scholars to Old Tucson Studios, and one of them got heat stroke watching the gunfights in the street. It was only 85 degrees, and I thought she would die.

In the heat of the summer, the walk up Pima Arroyo is quiet and still. Mourning doves, seemingly unaffected by the temperature, walk quietly in the shade under the creosote bushes. When you approach too close, they take to flight, but even the usual whistling sound of their wings on takeoff seems to have been almost silenced. I hesitate to say this is because of the superheated air.

Passenger jets pass, but they are still at good altitude and rarely heard. Only birds regularly break the silence of the hot hike. You will occasionally hear the chish! chish! chish! chish! of the giant cactus wren. Around one of the bends in the wash is "Cactus Wren Alley." Whenever I hike with a guest, I tell them what bird we will expect to see there by the turn in the arroyo with the steep cliffs on one side—and we see exactly that. Not just one, but rarely fewer than three at once.
The scolding cry of the black-tailed gnatcatcher, a tiny, intrepid bird of the desert and the bell-like call of the black-throated sparrow are also heard. Because of their names and their presence there, I named one area of the arroyo "the BT Cliffs." I always make a silent approach when I seen the cliffs, as not only the two BTs like the cool, shady, brushy bluffs there but also the gilded flicker and a half dozen other species. And you may see all of them there at once.

The road back to the car is downhill. One doesn't notice the slight uphill climb up the wash, but this combined with the heavy, tiring sand makes the first half of the hike harder. There's more cooling wind on the road too, although there is no shade at all.

A quarter mile from the parking lot is a ring of stones in the middle of the road. Fifty years ago, I would look ahead of the car to see it, and today I do much the same as I walk—only it is barely visible now. The stones are buried, and their tops are flush with the surface of the road. As do all rings of stone, they foster in me a sense of mysticism. Who put the ring of stones there? What was it? A campfire? Just for fun, I have taken to doing a kind of war dance on the stones before I go any farther. Sometimes I stuff a bottle of Boston Lager at the bottom of the pack in an ice-filled ziplock bag, and I drink it on the ring of stones as part of the ritual.

The trip to the water tank doesn't even get you as far as the stone houses, but there are endless miles of trails that lead you away from the more populated, scarred areas near the road: Mormon Trail, National Trail, and others that take you to Fat Man's Pass, Hidden Valley, the Tunnel, and other places. On days when my friends and I plan a miles-long hike, we often skip the trails for the first half of the walk and continue up Pima Arroyo and come back on the trails. Few people do this wash walking, so you've got it to yourself even early in the day. And it is as wild and pristine as you could imagine a place so close to the city. The saguaros are tall and stately there, and there is almost no sign of man. Painted letters on one cliff used to read: Ojo de Awa, misspelled Spanish for "well." An arrow pointed to a depression in the sandy ground below. A few years ago, that part of the cliff fell off, and the words can no longer be read. I'm sure I have a picture somewhere of it—but the picture was not digital, and so I will have to rumble through some old boxes if I ever get the urge to see it again.

When I go up the arroyo, I always climb the dry falls where the granite is fluted as though carved by a sculptor to make way for the occasional rush of a flash flood's water. And then I walk a little farther and find myself in Hidden Valley not far from Fat Man's Pass and the Tunnel. Sometimes I skip the arroyo entirely and take a trail clear to the top and walk along the long ridges on the crest of the mountain with the cheerful view of Phoenix below.

There are other places that I know as well: Estero de Morua, Mexico, for example, or our hacienda at the foot of Mount Humphrey's. Many, too, were the days that I spent on the shores of Minnesota's pristine Lake Itasca, and still green are the memories of my summers there. But more often now I find myself thinking about South Mountain and the sands of Pima Arroyo. I see the mountain when I walk out of my front gate, when I go to the store, and when I drive home from work.

I've paid off my house now, and there is little reason to relocate when I retire; I could hardly expect to find a place to live where I could find anything with the uniqueness of the Sonoran Desert so close at hand or a place that captured my imagination in the way it does. I still travel back to Mexico and Minnesota and even more often drive up to stay at our acres at the foot of Mount Humphrey's. But my everyday life is likely to be forever based in this placid, convenient Valley suburb, and South Mountain is a good thing to always have so close-by.   




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