Agradecimientos
Deseo expresar mi gratitud a María José Mendoza Solis de la
Nica
Spanish Language School en San Juan del Sur, Nicaragua que
leyó todas
estas historias, buscó errores y ofreció sugerencias. Muchas
gracias
también a mi hermano Jeffrey Van Sickles Cole por su
sabiduría
inigualable del castellano y por hacer un repaso final del
libro.
Aunque ellos me han ayudado con este trabajo, si todavía
quedan
errores, son todos míos.
Índice
Introducción
El correcaminos, el payaso del desierto
Los biólogos bautistas
Los vaqueros de Wyoming
La lluvia de Nebraska
Cómo matar un cocodrilo
Mis muelas
Los caminos de tierra
Una travesura pequeña
La entrega
Sueños
El señuelo sagrado
La abolladura
La batata gratis
La avispa atrevida
La noche de los cangrejos
La tarjeta postal
La bomba sustraída
Rojo sobre fondo blanco
Un frasco de vidrio
La caída
El coyote, la garceta y el muchacho
Los censores engañados
Dos cenzontles
Las misteriosas noches de antaño
Hay para todos
Ahorcar los hábitos
Los peces en los charcos
El verano de la novela
Aventuras en África
La piedra grande
El cazador furtivo
El hombre cuyo pelo se quemó
La rivalidad ridícula
El arqueólogo
Caliza
Obsidiana
Cuarzo
Al oeste
La rata cambalachera
Revistas de historietas
Aquellas chiquititas letras de vergüenza
A buen fin no hay mal principio
Las llamamos nueces de Brasil
Amigo perdido
La niña vieja de la esfera de color rosa
El tesoro de la playa el coco
Introducción
En el verano del año 2011, para distraerme y para mejorar mi
español,
escribí 46 historias en mi segunda lengua. Nunca había
escrito tanto a
menudo en español, pero me gustaba cómo salió cada una. Por
eso,
continué hasta que tuve suficientes para un libro pequeño.
La inmensa
mayoría de estas historias son memorias, pero hay también
algunos
cuentos graciosos que inventé.
Al empezar a redactar, aprendí de inmediato que un escritor
de
autobiografía tiene el desagradable sentido de que nada de
importancia
ha pasado en la vida cuando intenta escribir algo y
nada se le
ocurre. Escribir memorias le enseña lo que le importa en la
vida. Una
hojeada del índice y de algunas páginas mostrará al lector
los temas
que me importan a mí.
Durante ese verano, yo había estado platicando en español
por medio de
Skype cinco días a la semana durante un año y por eso tenía
la
oportunidad de estrenar lo que yo había escrito con
hablantes nativos
de la lengua. Me enviaron muchos cuentos nicaragüenses y los
leí con
mucho interés. Sugirieron que escribiera algunos semejantes
y por eso
escribí dos historias cortas de ficción. Para sorpresa mía a
los
nicaragüenses les gustaron y las he incluido en este tomo.
Me consta
que el lector fácilmente puede distinguirlas de las
memorias.
El correcaminos, el payaso
del desierto
Mi padre siempre odiaba el Departamento de Pesca y Caza del
estado de
Arizona. Un día me enseñó una revista que había publicado
ese
departamento. Adentro había un artículo que trataba del
correcaminos.
Permítame resumírselo en pocas palabras.
El correcaminos es un pájaro bastante pícaro y astuto que
vive en el
desierto sonorense de Arizona y en otras regiones del
suroeste. Hay
otros animales que viven allí, pero no son tan inteligentes
como él. Y
está lleno de mañas. Le gusta comer las lagartijas y los
insectos, pero
su comida predilecta es la serpiente cascabel.
A la cascabel, según el artículo, le gusta dormir en la
arena del
desierto, durante el día y bajo el sol caliente para que su
temperatura
suba a 100 grados y su sangre empiece a hervir. Según el
artículo, la
cascabel tiene esta costumbre.
El correcaminos siempre está andando cazando cascabeles y
cuando
encuentra una dormida así, empieza a hacer algo nada usual.
Construye
una cerca alrededor de la serpiente dormida — una cerca de
cactus. El
artículo nos informa que la cascabel no puede cruzar por el
cactus por
las espinas, pero no se da cuenta. En cambio, según el
artículo, el
listo correcaminos está plenamente consciente de esto. El
correcaminos
trabaja muy afanosamente para poder construir la cerca antes
de que se
despierte la cascabel.
Cuando la cascabel está completamente acorralada de cactus,
el correcaminos empieza a cacarear.
—¡Quiquiriquí! —dice—. ¡Quiquiriquí!
Hay quienes dicen que las cascabeles son sordas, pero no es
cierto. La
cascabel oye los alaridos del correcaminos y se despierta.
Al ver el
correcaminos, la cascabel se pone asustada y huye. ¡Pero al
tratar de
cruzar la cerca de cactus es picada por las espinas
puntiagudas! Y el
correcaminos se aprovecha de su preocupación para cortarle
la cabeza
con su pico agudo.
¡Qué payaso está! Es el payaso del desierto.
Los biólogos bautistas
Había un presidente de una universidad en Arizona que solía
contratar
solamente a los predicadores bautistas para enseñar
biología. Tal vez
esto le parezca una pretensión atroz, pero considere lo
siguiente: Mi
madre algún día me dijo:
—¿Sabes lo que pasó anoche, Tomás? Alguien le presentó a tu
padre un
catedrático de biología y su esposa mencionó que él había
sido
contratado por Señor Wentworth, el presidente de la
universidad. Tu
papá inmediatamente gritó: “¡Usted debe ser un predicador
bautista!” y
la esposa titubeó un segundo y luego dijo: “De hecho, sí lo
es.”
Era un faux pas, pero a mi padre nunca le importaba para
nada si metía la pata.
Los vaqueros de Wyoming
Mi tío Mole me relató un cuento de lo que pasó cuando él le
acompañaba
a mi padre a un café en Wyoming, un estado del oeste del
país.
Todos los estados de Estados Unidos tienen un epíteto. Por
ejemplo, el
estado de Montana se llama “La Tierra del Cielo Grande,”
Kentucky se
llama “La Tierra de Hierba Azul,” y California se llama “El
Estado
Dorado.” El epíteto de Wyoming es “El Estado de los
Vaqueros.”
Los dos entraron en el café pequeño que estaba lleno de
vaqueros y al sentarse mi padre dijo en voz alta:
—Mole, hay dos clases de gente que no se quita el sombrero
al entrar en un restaurante: ¡las damas y los vaqueros!
Mi tío Mole me dijo que se sentía con mucha suerte de haber
salido del café con la vida.
La lluvia de Nebraska
El cuento de los vaqueros me recuerda de un viaje que
hicimos hace
muchos años. Cuando éramos jóvenes, mis padres, mis hermanos
y yo
viajábamos por todas partes de Norteamérica. Nuestro coche
tenía las
placas del estado de Arizona, que es bien conocido por su
clima seco y
caliente. Una vez paramos frente a un pequeño café en
Nebraska.
Entramos y nos sentamos a una mesa. La mesera vino y por lo
visto había
visto nuestras placas porque nos preguntó:
—¿Son ustedes de Arizona?
Respondemos que sí y ella dijo que tenía una hermana que
alguna vez fue
a Arizona y hacía tanto calor allá que regresó a Nebraska
por avión el
mismo día. Entonces miró al cielo por la ventana del café y
observó:
—Parece que va a llover.
—Espero que sí —dijo mi padre—. No para mí, sino para mis
hijos. Yo he visto la lluvia.
Cómo matar un cocodrilo
Recientemente ha habido mucha discusión en los Estados
Unidos y en
otros países acerca de la manera más eficaz y segura de
atrapar y matar
los cocodrilos. Cazadores de cocodrilos han usado redes,
trampas y
escopetas para hacerlo. Hasta hemos oído hablar de los que
usan un lazo
como un vaquero en el rodeo para coger estos animales. ¡Y se
dice
también que hay quienes han usado dinamita!
Desafortunadamente, todos los consabidos métodos requieren
equipo que
cuesta mucho o que requiere mucha habilidad para usar. Yo
propongo otra
manera de hacerlo. Sí, es cierto que requiere equipo, pero
no es
costoso y es sumamente fácil de usar. No más se necesitan un
bate de
béisbol y un periódico del domingo.
Para matar el cocodrilo, hay que esperar hasta domingo para
poder
comprar un nuevo periódico. No se puede usar el periódico de
la semana
pasada. No servirá para nada. Cuando usted haya comprado el
periódico,
llévelo al pantano. No necesitará todavía el bate. Deje el
periódico a
las orillas del pantano y regrese a casa. Espere una hora y
regrese al
pantano con el bate. Ya que todo esté listo, será muy fácil
pegarle la
cabeza mientras está recortando cupones.
Mis muelas
Yo he tenido el mismo dentista, el Doctor Taylor, desde la
edad de
diecinueve años. Como hoy tengo 59 años, quiere decir
cuarenta
años. Pero miento un poquito porque él acaba de jubilarse.
De todos
modos, cuando yo tenía diecinueve años, tenía un problema
con las
muelas del juicio y mi mandíbula estaba hinchada por
infección. Fui a
ver al Doctor Taylor por primera vez y él me dijo que tenía
que
sacarlas. El doctor habló con mi madre que luego me dijo que
él no
creía que yo quisiera hacerlo. Tenía razón. Mantuve los
dientes, me
recuperé y no volvimos a hablar del asunto por muchos años.
Cuando tenía treinta y tres años tuve la mandíbula hinchada
otra vez
exactamente como antes y el Doctor Taylor recomendó otra vez
que se
sacaran las muelas. Me envió a un especialista que me iba a
sacar los
cuatro dientes.
Yo llegué a tiempo el día de la operación. Me enseñaron una
película
corta que usaban para informar a los pacientes. De la
película aprendí
que el procedimiento pudiera hacer daño a los nervios de mi
mandíbula.
También aprendí que existía una condición llamada “hueco
seco” que
ocurría comúnmente.
Yo fui a la sala de espera y allí acostada en el sofá había
una
muchacha a quien aparentemente le acababan de sacar
las muelas.
Estaba estremeciendo y le colgaba la lengua como una
rebanada de
tocino.
El doctor entró y me dijo que dentro de poco estarían
listos. Era
cierto. En poco tiempo los instrumentos habían sido
esterilizados y
todas las otras cosas que tenían que hacer para sacarme las
muelas
habían sido preparadas.
Pero cuando venían a buscarme no encontraron paciente. Yo me
había ido. Subí al coche y volví a casa.
Todavía mastico con estas muelas y me siento bien satisfecho
con ellas.
El doctor Taylor y yo jamás hablamos del asunto y el
especialista ni
siquiera me llamó para preguntar qué había pasado.
Los caminos de tierra
En el año 2001, mi hermana y yo visitamos un área de
Minnesota donde
habíamos pasado muchos veranos de nuestra juventud. Pasamos
esos
veranos a las orillas de un lago bellísimo que estaba
rodeado de
árboles y vegas y bosques.
Yo le dije a mi hermana que yo solía dar vueltas en auto en
los caminos
de tierra en el bosque alrededor del lago. Siempre descubría
algo de
magia y misterio en aquellos paseos y sugerí que tratáramos
de revivir
esta experiencia.
Decidimos explorar otros caminos de tierra y empezamos donde
antes
había una tienda. Los amos de esa tienda habían sido una
vieja pareja,
la señora y el señor McDonald, pero los dos se habían muerto
hace mucho
tiempo. Me acuerdo que aun en los años sesenta eran viejos.
Hubo un
incendio que quemó por completo la tienda. En el año 2001
nada se
quedaba de la tienda. Solamente había un campo de césped con
algunas
matas pequeñas y ralas de zarzamora. El campo se ubicaba en
la esquina
de dos caminos de tierra al borde del bosque.
Recuerdo bien a los McDonald. Hablaban con acento de la
región central
del país. Mi padre me dijo una vez que casi habían sido
corridos de las
Ciudades Mellizas, St. Paul y Minneapolis (ciudades nada
conservadoras)
por sus ideas radicales izquierdistas. Yo solamente sabía
que les
gustaban mis padres. Me recordaban a los personajes de la
vieja
película Las viñas de la ira con Henry Fonda. Cuando yo iba
a la tienda
para comer una hamburguesa, nunca permitían que pagara.
Sra. McDonald un día me dijo:
—No volamos.
—¿Cómo viajan? —dije.
—Tomamos el tren —dijo en su acento campestre—. Realmente
nos gusta. Puedes tomar un trago. Lo que quieras.
Éstas son las únicas palabras que recuerdo de ella, pero me
acuerdo
palabra por palabra lo que dijo. Tengo también un recuerdo
vivo de algo
que dijo un día su esposo. Estábamos escuchando música de
una rocola en
la tienda y dijo él:
—Estos son los Beatles, yo creo.
Era algo astuto para un anciano en esos días. Bill
Underhill, un amigo mío, le dijo muy amablemente:
—En realidad, estos son the Dave Clark Five, pero su sonido
a veces se asemeja al de los Beatles.
—¡Ah! —dijo Sr. McDonald, aparentemente agrado de haber
aprendido.
Sally y yo empezamos nuestro paseo en la esquina del campo
de los
McDonald. Yo manejaba el Alero alquilado y fui en busca de
más magia y
misterio y dentro de dos minutos estuvimos totalmente
perdidos. Eso no
habría sido un problema si yo hubiera estado con mi otra
hermana, pero
Sally es afectada por la misma enfermedad que tengo yo: ella
no tiene
absolutamente ningún sentido de dirección, en absoluto.
Ninguno.
Manejé. Intenté un camino tras otro. Pude dirigirnos por fin
a la
carretera. No se veía nada familiar. Encontré otra carretera
y empecé a
manejar en ella. Pasó tiempo y yo he de haber estado
manejando a
sesenta millas por hora. Yo estaba seguro de que habíamos
salido de
Minnesota y que habíamos entrado en North Dakota o tal vez
Canadá.
Sólo había intentado encontrar un poquito de misterio y
magia en un
camino de tierra como había hecho hace tantos años y ahora
estaba
perdido sin esperanza.

El campo de los McDonald
2001
Por fin, en desesperación me salí de la carretera y tomé un
camino de
tierra. Manejé un momento y paré. Allí vi un campo de césped
con
algunas matas pequeñas y ralas de zarzamora
Habíamos regresado al campo de los McDonald.
Una travesura pequeña
De vez en cuando algo ocurre que sirve para mostrar un
enlace
sorprendente entre la vida regular de uno y las hazañas más
importantes
de la historia. Yo habré tenido quince años cuando una noche
algunos
amigos y yo decidimos ir a la cabecera del Río Misisipí.
En los veranos vivíamos a las orillas del Lago Itasca, la
cabecera del
Río Misisipí. El Lago Itasca se ubica en el estado de
Minnesota.
Nuestros padres eran profesores de biología que daban clases
allá con
la Universidad de Minnesota y como pasábamos los veranos
allá,
considerábamos nuestra toda el área. Los turistas eran nada
más que
huéspedes que tolerábamos.
Anduvimos por el bosque y dentro de poco llegamos al
río que
salía lentamente del lago. Ya que hacía tarde, todos los
turistas se
habían ido y el río era nuestro. Era veinte pies de ancho
cuanto más.
Al borde del Misisipí y del Lago Itasca había un poste, un
tronco de un
árbol que servía como letrero. Había llegado a ser bastante
famoso y
todos los turistas solían venir para posar allí y tomar
fotos. Decía,
"Aquí, 1475 Pies Sobre el Nivel del Mar, El Poderoso Río
Misisipí
Comienza Su Viaje Serpentino de 2552 Millas Hasta el Golfo
de México.”

Yo a la cabecera de Río
Misisipí en 2009
En esta ocasión, a alguien se le ocurrió la gran idea de
derribar el
tronco. Éramos como seis, muchachos y muchachas y empezamos
a apoyarnos
en el tronco. El tronco se inclinó un poquito hacia delante.
—¡Paren! —yo dije—. Es muy pesado y podría aplastar a
alguien. ¡Qué asustadizo!
Mi amigo Guillermo empujó el tronco que se movía un poquito
otra vez y dijo él:
—Tienes razón. Te podría aplastar como un bicho.
Cuidadosamente todos empezamos a empujar y de repente
Guillermo gritó:
—¡Apártense!
El poste se derrumbó con un golpazo y huimos corriendo a
casa.

El Lago Itasca

Yo a la edad de catorce
cerca del Lago Itasca, Minnesota
En la mañana mientras desayunábamos, mi padre al leer el
periódico dijo:
—Parece que hubo trabajo sucio en Misisipí.
Yo me puse sorprendido y un poco asustado también. Parecía
mentira que
lo que habíamos hecho anoche ya apareciera en el periódico.
¿Pero cómo
iba a leerlo mi padre si no fuera cierto? Era increíble.
Pero no era cierto. Lo que hicimos no importaba; los
trabajadores incorporaron el poste derrumbado sin problema.
Mi padre estaba refiriéndose a los terribles asesinatos de
los jóvenes
trabajadores de derechos civiles en el estado de Misisipí.
En inglés un
nombre de un río siempre lleva el artículo definido "the,"
pero el
nombre de un estado nunca. Pero yo me sentía tan culpable y
nervioso
esa mañana que no noté la falta del artículo. No me di
cuenta de que él
hablaba de un estado ni hablar de que estaba leyendo un
artículo sobre
un capítulo triste de la historia estadounidense que un día
iba a ser
el tema de la película Mississippi Burning.
La entrega
Fue el mejor amigo de mi padre, David Pratt, el que contó
este cuento.
Trata de lo que pasó durante una primavera en Nueva
Inglaterra en el
estado de Rhode Island. El amigo de mi padre tenía un
bebedero para
pájaros en su jardín y un día vio que un zanate había dejado
caer de su
pico una bolita de excremento en el agua. La bolita estaba
cubierta de
una película gelatinosa. Al partir de entonces, cada mañana
el zanate
venía para dejar otra bolita en el agua. David era biólogo y
sabía lo
que hacían los pájaros que tenían un pajarito en el nido.
Cada día
removían el excremento del pajarito para mantener limpio el
nido. Eso
continuaba por varios días. Cada mañana a la misma hora el
zanate venía
para hacer su entrega.
Un día David estuvo sorprendido y entristecido por lo
imprevisto de lo
que vio. El zanate se presentó como de costumbre y dejó en
el agua del
bebedero el cadáver del pajarito del nido.
Sueños
¿Ha tenido alguna vez un sueño que se repite? Los sueños
míos se asemejan tanto que casi dirías que todos son
repeticiones.
Mi sueños también obedecen temas. Por ejemplo, muchas veces
he soñado
de casas. Mi madre también soñaba de casas y muchas veces
solíamos
platicar acerca de las que habíamos soñado.
Hay una casa que ha aparecido tantas veces en mis sueños que
de vez en
cuando voy en carro para buscarla. No creo en el
sobrenatural, pero voy
a buscarla para divertirme. Manejo por algunos barrios cerca
de donde
vivo para ver si por si acaso he visto una casa real que por
eso ha
aparecido en mis sueños. Hasta ahora no he encontrado esta
casa, pero
se la puedo describir.
Está en el pueblo pero ubicada a la orilla de un lago. Todo
el área
alrededor de la casa está llena de chatarra, máquinas y
equipo para la
agricultura. Adentro también se ven toda suerte de objetos
caseros:
lápices, libros, ropa, aparatos, etcétera. Todo está
bastante
desordenado. Hay hoyos en el techo, también y se puede ver
el cielo por
esas hogueras por las que la lluvia o cualquier ladrón
podrían colarse.
Hay muchas recámaras y un sótano con más habitaciones.
En la parte central de la casa hay algo como un comedor con
taburetes y
una cocina. Es como si hubiera un restaurante pequeño
adentro de la
casa. El piso allí es bastante escarpado por el hundimiento
de la casa
en el suelo mojado.
Mi salón favorito está en la parte delantera de la casa. Es
una sala
larga con muchas ventanas, pero lo que me gustan más son las
mesas en
las que hay muchas cosas hechas a mano. Ésta habitación es
en realidad
una tienda de curiosidades mexicanas.
Sueño a menudo de viajes de automóvil y estos sueños son
asustadizos —
pesadillas —por los caminos empinados y los precipicios por
todas
partes.
Suelo soñar del conocido Gran Cañón de Arizona. En el mundo
real, he
caminado al fondo muchas veces y conozco bien ese lugar y su
paisaje
bien, pero lo que veo en los sueños es distinto: No uso una
senda para
alcanzar el Río Colorado, sino un túnel y al fin del túnel
se ve el río
y un gran remolino de agua azul.
Hay otro túnel en mis sueños. Es tan angosto que apenas
puede pasar a
gatas y le da un sentido de claustrofobia casi insoportable.
Al fin de
ese túnel hay una caverna pequeña donde en mis sueños me
quedo lleno de
miedo, tratando de respirar.
Se me ocurre un sueño raro que verdaderamente se puede
llamar un sueño
que se repite. Se trata de un búfalo de agua, una especie de
búfalo que
se usa en países asiáticos. Una noche soñé que estaba
andando por la
nieve cuando me vio un búfalo de agua que me empezó a
perseguir. Corrí
por la nieve pero el búfalo era muy veloz y yo sabía que no
podría
escapar. Entonces vi un estanque. Era del tipo que se usa en
el oeste
de Estados Unidos para proveer agua al ganado. Me eché al
agua para
evitar los cuernos encorvados del búfalo. Al hacerlo, yo
escuché una
voz que gritó:
—Echarte en el agua no te va a salvar. ¿No te enteras de que
es un búfalo de AGUA?
El búfalo se tiró al agua y yo creía que me iba a matar.
¡Pero era un
búfalo amable y nos hicimos amigos! Yo me salí del estanque
y encontré
un seco arbusto rodante que estaba en el manto de nieve.
Regresé al
estanque. Había dos fregaderos — dos lavabos como los de una
cocina —
incrustados en el lomo del búfalo. Yo puse el arbusto en uno
de los
lavabos y le dije que la próxima vez que nos topáramos yo
podría
reconocerlo por el arbusto. No me parecía mala idea porque
respecto a
los búfalos ¿cómo se puede distinguir uno de otro?
Pasó más de un año y una noche soñé que estaba andando por
la nieve
cuando me vio un búfalo de agua que me empezó a perseguir.
Corrí por la
nieve pero el búfalo era muy veloz y sabía que no podría
escapar.
Entonces vi un estanque. Era del tipo que se usa en el oeste
de estados
unidos para proveer agua al ganado. Me eché al agua para
evitar los
cuernos encorvados del búfalo. Al hacerlo, yo escuché una
voz que
gritó:
—Botarte en el agua no te va a salvar. ¿No te enteras de que
es un búfalo de AGUA?
El búfalo se tiró al agua y yo creía que me iba a
matar. Entonces
vi dos fregaderos — dos lavabos como los de una cocina —
incrustados en
el lomo del búfalo. Adentro de uno había el arbusto rodante
que yo
había puesto en el sueño anterior. Supe que todo estaba
bien.
El señuelo sagrado
Un verano mi hermano y yo decidimos ir a Minnesota a pescar,
así que él
fue a la tienda para comprar algunos señuelos. Compró uno
que se
llamaba "El Buzo Real" y al abrir el paquete vio adentro un
volante que
decía:
Estimado Pescador,
¡Felicidades! Usted ahora es un socio oficial del Club
Pescadores para Jesús Cristo. ¡Que Dios sea loado y que le
bendiga!
Atentamente,
Samuel Tyler
Ya que mi hermano no había expresado ningún deseo de ser
miembro de tal
club y como era un ateo bastante decidido, clamó venganza y
de
inmediato escribió corriendo una carta al Señor Tyler que
decía lo
siguiente:
Estimado Señor Tyler,
Acabo de comprar uno de sus señuelos, "El Buzo Real." La
primera vez
que lo usé un pez lo mordió y rompió la lengüeta de
plástico. Ese pez
era nada más una chiquitita mojarra de agallas azules. Como
compañero
cristiano, le pido que usted me envíe otro para reemplazar
el defectivo.
En el nombre del Señor,
Hank Johnson
Mi hermano siempre usaba el seudónimo “Hank Johnson” cuando
escribía
algo y no quería que nadie supiera quién era. Esto no quiere
decir que
se remordiera la conciencia. Creía que el Señor Tyler había
tenido bien
merecido ese engaño.
Dentro de dos días un bulto llegó en el buzón llevando
franqueo de primera clase. Adentro encontramos otro “Buzo
Real.”

Pescados que atrapamos con
“El Señuelo Sagrado”
Nos constaba que ese señuelo nos iba a servir muy bien y
estábamos
seguros de que estaba bendecido con suerte más grande que
todos
nuestros pecados juntos. ¡Qué alegres estábamos de haber
resultado tan
agraciados de conseguir ese señuelo!
La abolladura
Un amigo mío siempre me contaba del tiempo en que sin
querer, puso una abolladura grande en la aleta del coche de
su padre.
—Me regaló una escopeta grande y no me dijo que tenía un
retroceso
tremendo —dijo—. ¿Cómo iba a saber yo que me iba a patear
como mula?
Disparé y la escopeta me dio una patada tan grande que ella
salió
volando de mis brazos y pegó la parte lateral del coche.
Yo siempre creía esta historia, pero un día su padre me
relató el mismo cuento. ¿El mismo? Casi.
—Mi hijo disparó la escopeta que le había regalado y le dio
una patada
fuerte y dolorosa. Él se quejó que yo no le había advertido
y por
supuesto, le pedí perdón. Un poco después yo estaba adentro
sentado en
el sofá cuando por la ventana vi a mi hijo. Él sostenía la
escopeta y
puso la culata de ella contra la parte lateral del coche
para que no
pudiera patearle otra vez. Disparó. La escopeta dio fuerte
contra el
coche haciendo una abolladura grande en él.
¿Cuál de las dos historias cree usted? Yo sé cuál de las dos
creo yo.
La batata gratis
Un día yo fui de compras y encontré un puesto de verduras en
un
mercado. La encargada era una mujer que no me parecía muy
agradable. Le
pregunté:
—¿A cómo son las calabazas?
—A doscientos pesos la libra —respondió.
—¡Ay! ¡Qué carísimas! —dije—. ¿Y los nabos suecos?
—Igual.
—¡Aún peor! —grité—. Son tan sucios. ¿No vende usted nada
barato?
—Puedo darle a usted algo gratis, Señor —me dijo.
Yo estaba vestido de pantalones cortos y ella me miró las
espinillas, levantó el pie y sin advertencia alguna me dio
una batata.
La avispa atrevida
Mi madre me relató esta historia cuando yo he de haber
tenido diez
años. Se la puede leer también en su libro Women Pilots of
World War
II. Esta versión es la historia que siempre me he acordado y
no es
exactamente igual a la que está en el libro. Esto no le
hace. Las
diferencias son pequeñas. Nunca ha existido una historia que
no haya
tenido dos versiones. Me gustan las dos.
Mi madre era piloto en las fuerzas aéreas de Estados Unidos
durante la
Segunda Guerra Mundial. Las mujeres en las fuerzas aéreas en
esos días
se llamaban las Avispas y volaban aviones de caza. No
luchaban en la
guerra en Europa, sino que hicieron su trabajo en Estados
Unidos.
Tenían muchos deberes como el remolcar blancos, hacer vuelos
de prueba
y entregar los aviones de las fábricas a las costas del
país.

Mi madre durante la Segunda
Guerra Mundial
Una noche mi madre regresaba de un quehacer en su avión de
caza, un AT6
Avenger. Se hacía tarde y sólo quería aterrizar, ir al
cuartel y
acostarse. El radio dejó de funcionar (como hacía de vez en
cuando) y
al aproximarse a la base ella vio una luz roja. Le estaban
dando la
señal de no aterrizar.
Voló sobre la pista y no veía nada que no estuviera bien.
Pasó otra vez
y todo le parecía normal aunque los del suelo continuaban
señalándole
con la luz roja.
Por fin decidió aterrizar a pesar de la luz, pero al
hacerlo, se dio
cuenta de que no podía aminorar la velocidad del avión. En
ese momento
se dio cuenta que estaba aterrizando con el viento, algo
bastante
peligroso.
Había salido de la base en la misma dirección y fue un vuelo
de ida y
vuelta. Parecía mentira que el viento se hubiera cambiado
por 180
grados en un tiempo tan corto, pero así era y por eso ella
ni siquiera
había mirado la manga para averiguar de dónde soplaba.
Tocó el suelo y entonces tenía que parar el AT6 Avenger
antes de que se
le acabara la pista de aterrizaje. No era fácil. Pisó los
frenos y a
última hora el avión se paró con un gran y ruidoso patinazo
dando una
vuelta completa.
Vio las luces de un automóvil en la pista que se acercaba
rápidamente y
sabía que iba a haber problemas, problemas que ella bien
merecía por
haber estado tan descuidada. Posiblemente enfrentaría cargos
de
descuido.
Los oficiales se bajaron del auto y uno gritó por la ventana
del avión.
—¿Estás ciega? ¿No vistes la luz roja? ¿Por qué aterrizaste
con el viento? ¿Estás totalmente loca?
Había otro oficial que la reconoció y de repente soltó la
risa.
—¡Siempre ha dicho que un día iba a aterrizar con el viento
en un Avenger y parece que por fin lo ha hecho!
Sin querer, el oficial la había sacado del apuro. Era cierto
que ella
se había jactado así aunque realmente no sabía por qué.
Nunca habría
hecho tal cosa a propósito. Pero ahora creyeron que era una
acción de
audacia y no de descuido y les gustaba mucho más un piloto
atrevido que
un descuidado.
Los oficiales subieron al coche y se fueron y mi madre metió
el avión en el hangar, fue al cuartel y se acostó como si
nada.
La noche de los cangrejos
Era el año 1963 cuando yo tendría quizás doce años y mi
familia y yo
estábamos de vacaciones en Mazatlán, Sinaloa, México.
Habíamos acampado
en la playa. Era casi de noche y yo estaba nadando solo en
un área
rocosa del mar cuando me atrapó una resaca (o algo muy
parecido) y no
podía zafarme de ella.
Una ola me derribó y la corriente me empezó a jalar mar
adentro. Agarré
las piedras del fondo para que no me pudiera arrastrar al
océano y me
aferré de ellas por mi vida mientras un río pesado y
poderoso de agua
salada me pasaba encima. De repente las aguas de la
corriente
desaparecieron y yo me encontré acostado en las piedras y
arena del
fondo.
Al pararme, sin embargo, otra ola apareció y me derribó otra
vez.
Agarré las piedras de nuevo y de nuevo cuando había pasado
el agua, me
levanté solamente para ser derribado por otra ola.
No me acuerdo cuántas veces eso sucedió pero sé lo que me
salvó: era un
suceso raro. Aún hoy, apenas puedo creerlo yo mismo. Pasó lo
siguiente:
las olas se hacían más y más grandes y yo no creía que
pudiera aguantar
otra. Me puse muy cansado y creía que la próxima ola me iba
a vencer.
La última ola, no obstante, hizo algo bien diferente y
sorprendente.
Era la ola más grande y más poderosa y en lugar de
derribarme, me echó
del mar mismo, por el aire y a la playa donde aterricé en la
arena seca
a metros de la orilla.
Habrá quienes no creen esto. Como dije, casi no lo creo yo
mismo, pero
he leído historias de personas a quienes les ha pasado lo
mismo. Por
eso, sé que eso sucedió exactamente como se lo describo.
Más temprano, en el mismo día, una ola golpeó a mi padre y
le hizo daño
al oído. Años después le molestaba y le hacía sentir mareado
de vez en
cuando.
Esa noche yo dormía en el coche. Soñé que cangrejos se
colaban en mi
saco de dormir. Me desperté para descubrir que pulgas de mar
me estaban
picando. Afuera podía oír los gritos de mis hermanas. La
marea había
inundado la playa y la tienda de lona estaba llena de
cangrejos.
La tarjeta postal
Me siento muy orgulloso de tener en casa una tarjeta postal
escrita por
uno de los escritores de ciencia y ciencia ficción más
famosos del
mundo, Isaac Asimov. Él escribió más de 500 libros y por lo
menos una
tarjeta postal — la que escribió y que me envió a mí.
Cuando yo tenía diecinueve años leí un editorial por John W.
Campbell,
un escritor y editor de una bien conocida revista de
ciencia/ciencia
ficción que se llama Analog. Yo no estaba de acuerdo con lo
que decía y
le escribí una carta en la que le expliqué por qué. Creía
que
posiblemente publicaría lo que había escrito en la sección
de cartas en
la revista. Para sorpresa mía, me envió una carta tajante y
enojada de
cuatro páginas. Entonces se murió de un ataque de corazón a
la edad de
sesenta y uno.
Mis amigos se burlaban de mi, diciendo que yo lo había
asesinado, pero
sabía muy bien que mi carta no tenía que ver nada con su
muerte; él
fumaba como una chimenea.
De todos modos, pasaron veinte años y aprendí que Asimov era
gran amigo de Campbell y le envié las copias de la
correspondencia.
Felizmente, Asimov estaba de acuerdo conmigo y me escribió:
13 Junio 1989
Querido Señor Cole,
No me extraña que Campbell le irritaba. Me irritaba
constantemente.
Creo que intentaba desempeñar el papel de Sócrates como
provocador y yo
nunca estaba seguro de que hablara en serio de sus creencias
ridículas.
Sé que en muchas ocasiones locamente quisiera haber tenido
una taza de
cicuta a mano — para él, por supuesto.
Isaac Asimov
La tarjeta postal
La bomba sustraída
Durante la Segunda Guerra mundial mi tío Mole era experto en
desactivar
bombas. Estaba en Inglaterra durante el bombardeo alemán de
las
ciudades inglesas y un día una bomba cayó cerca de Londres
en el pasto
de un granjero sin estallar. Los norteamericanos tenían
noticias de ese
suceso y mi tío recibió órdenes de irse hacia allá para
desarmar la
bomba fallida. Al llegar, pidió una pala prestada del
granjero y empezó
a excavar hasta la bomba.
La bomba se había enterrado a como dos metros de profundidad
y mi tío
tenía que excavar por varias horas. Cuando la había dejado
al
descubierto, se dio cuenta de que era una clase de bomba que
conocía.
Sabía precisamente cómo desactivarla y la empezó a desarmar.
Él estaba de rodillas al fondo del hoyo cuando se echó una
sombra sobre
él. Creyó que era nada más una nube, pero luego oyó una voz
con un
fuerte acento inglés y con la bien conocida cortesía de los
ingleses.
—Gracias, Yank. Nos encargamos de ella ahora. ¡Cheerio!
Era un capitán de la Fuerza Aérea Real y le había robado a
mi tío la única bomba que iba a ver durante toda la guerra.
Rojo sobre fondo blanco
Mi padre era un capitán del ejército de Estados Unidos en
los años de
la Segunda Guerra Mundial y estaba luchando en Alemania. Un
día uno de
los soldados recibió un disparo en el cuello y estaba por
morir
desangrado.
—¡Capitán! ¡Capitán! —gritaron los demás—. ¡Necesitamos su
sangre para tratar de salvarlo!
Mi padre tenía sangre del mismo grupo sanguíneo del soldado
herido. Le
clavaron una aguja en el brazo de mi padre y empezaron a
transfundir
sangre al herido. El rostro del soldado estaba pálido por la
falta de
sangre; tan blanco como el papel.
Súbitamente tuvo convulsiones y del cuello empezó a brotar
sangre. Las
gotas rojas de sangre se esparcieron sobre el rostro blanco
del
moribundo.
—Sabía que era la sangre mía la que veía —me dijo mi padre—.
Y el color
rojo sobre un fondo blanco de muerte es la cosa más
espantosa que en mi
vida he visto.
Un frasco de vidrio
Hace doce años me inscribí en una clase de redacción. El
tema de la
clase era autobiografía. Aprendimos que los recuerdos de
cada quien son
su realidad. Estaba bien escribir de tales memorias, pero
nunca mentir.
Por muchos años me quedé con la memoria de un hombre
chaparro que
andaba sosteniendo de la mano un gran frasco de vidrio
lleno de
boletos. Era el año 1989 e iba a haber un concierto de Paul
McCartney
en el pueblo donde me crié. Había como cinco mil personas en
un área de
estacionamiento que esperaban en una larga fila para
conseguir boletos.
Ese chaparro andaba a lo largo de la fila. Lentamente sacaba
los boletos y se los iba entregando de uno en uno a la
gente.
Me parecía ridícula que no había un sistema más lógico y
eficaz para distribuir los boletos. Siempre decía yo:
—Si él hubiera dejado caer ese frasco, todo ese gentío lo
habría
atropellado para coger los boletos como niños que se tiran a
tomar los
caramelos de una piñata.
Iba a escribir de esta experiencia como trabajo de la clase,
pero al
repasar mi diario, leí que no había ningún frasco de vidrio.
Nada aún
parecido. Por muchos años había sido un recuerdo real para
mí. Sin
embargo, lo que me acordaba no era sino un engaño de mi
memoria e
imaginación.
La caída
Por regla general, la gente no tiene la capacidad de
recordar mucho de
lo que le ha pasado antes de la edad de cinco años. No
obstante, me
acuerdo muy bien lo que me ocurrió un día cuando debe de
haber tenido
unos cuatro años. Me caí de una carretilla de supermercado y
me pegué
la cabeza contra el piso duro de una tienda de abarrotes que
se llamaba
El Mercado Weiss.
No me acuerdo de la caída, ni del viaje al hospital.
Recuerdo el sueño
que tenía cuando estaba inconsciente. Había dos filas de
hombres y
mujeres vestidos en casacas blancas. Los de una de las filas
me
sostenían las manos y los de la otra los pies y me rebotaron
de uno en
uno por un pasillo largo hasta que, por fin, llegué a la
oficina del
médico que me frotó la rodilla con un polvo verde.
"Qué raro," me decía yo, "que haya puesto el polvo en la
rodilla sabiendo muy bien que el accidente me hizo daño a la
cabeza.”
Recobré conciencia y el médico me dio un foco de mano y me
enseñó a prenderlo y apagarlo.
El coyote, la garceta y el
muchacho
El otro día vi un coyote que estaba sentado al lado de una
garceta. Los
dos estaban descansando a las orillas de una charca cerca de
donde
vivo. Siempre he creído que los coyotes constantemente andan
hambrientos pero a ése no le interesaba atacar la garceta
para nada,
aunque podría haberle ofrecido más de un pequeño bocado
nutritivo. El
coyote estaba plenamente consciente del peligro del pico
agudo de la
garceta y sabía que posiblemente con él la garceta le
pudiera sacar un
ojo. El coyote, siendo una criatura de la naturaleza, no iba
a
arriesgar una herida porque en el bosque un animal lastimado
no siempre
sobrevive. Por eso, ahí estaban sentados el coyote y la
garceta, los
dos contentos y aprovechando esa tranquila tarde de sol.
De vez en cuando los seres humanos no se cuidan mucho de sí
mismos. Mi
padre me dijo del día en el que vio a dos muchachos en un
bote que
habían capturado una garceta en un lago en Massachusetts. La
garceta se
escapó cuando le apuñaló a uno de los muchachos en la fosa
nasal.
Los censores engañados
Antes del Día D durante la Segunda Guerra Mundial, las
familias de las
tropas norteamericanas nunca tenían la más ligera idea en
qué parte de
Inglaterra estaban porque los generales no querían que los
Nazis
supieran. Todo el correo estaba censurado. Mi tío Mole, sin
embargo,
logró engañar a los censores y los alemanes con su carta a
su esposa en
la que le explicaba su paradero.
Mi abuela me escribió una carta en la que dijo lo siguiente:
Querido Tomás,
Cuando puedas, pregúntale a tu padre si sabe cómo tu tío
Mole le dijo a Tía Margorie dónde estaba antes del Día D.
Donde me crié siempre compartíamos las cartas de miembros de
la familia
y de amigos, pero Margorie nunca compartía cartas después de
que Mole
había ido a Inglaterra y ella vivía conmigo y tu abuelo. Un
día,
Margorie recibió un V-mail de Mole y estaba echando
pestes.
—¿Cómo pudo Mole decirles a los Cornwall dónde está y no a
mí?
—¿Los Cornwall? —dije yo—. Margorie, Mole no les ha dicho
nada a ellos.
Él te está diciendo a ti donde está. Permíteme ver
exactamente lo que
escribió.
Yo leí el V-Mail. Tu tío escribió lo siguiente:
Los padres de Iris te podrían decir dónde estoy. Me acuerdo
de los veranos con Papá.
—Margorie —dije yo—. Ve por el atlas y mira el mapa de
Inglaterra y el condado de Cornwall.
Ahí en la costa sur estaba Cornwall.
—Cuando íbamos a Wood’s Hole en los veranos —yo le dije—, y
el padre de
Mole era el jefe del curso de invertebrados, Falmouth era el
pueblo más
cerca. Mira aquí. Mole está en la ciudad de Falmouth en el
condado de
Cornwall. Tu marido era muy listo haberte dicho dónde estaba
de manera
de que los Nazis nunca pudieran haber entendido. Parece que
ha engañado
a los censores también.
Mucho amor,
Tu
abuela
Dos cenzontles
Tengo dos historias que tratan de cenzontles, una con un
desenlace triste y la otra con uno feliz.
Como Ud. sabe, los cenzontles son pájaros intrépidos.
Efectivamente, no
hace mucho tiempo filmé un cenzontle que estaba acosando un
coyote.
El cuento triste es de un cenzontle y un zanate, un pájaro
bastante
grande que se asemeja a un cuervo. (En realidad, el zanate
ni siquiera
es pariente lejano del cuervo, siendo de una familia de aves
que existe
solamente en las Américas. Los cuervos se ven por casi todas
partes del
mundo.) De todas maneras, vi un zanate grande en un área de
estacionamiento cerca de un camino que estaba persiguiendo
un
cenzontle.
El cenzontle era más ligero y veloz y fácilmente evitaba el
zanate.
Desafortunadamente, el cenzontle cometió un error fatal. De
repente,
dio vuelta a la izquierda sobre el camino cerca del
pavimento y un
camión lo machucó instantáneamente con una de sus llantas.
Fue como el
sonido de una bofetada, una borla de plumas y para el
cenzontle todo se
había acabado.
El zanate me hizo enojar.
Yo soy el héroe de la otra historia. Un día salí al patio
del edificio
donde trabajaba y vi en el zacate la cola de un pájaro que
apuntaba
hacía arriba. Me acerqué y vi que alguien había incrustado
un tubo de
plástico en el suelo. En el fondo del tubo había agua y
aparentemente
el cenzontle había tratado de aprovechar de un sorbito, se
resbaló y se
cayó pico abajo. Se encontró atascado en el tubo y no podía
liberarse
de él. Mientras tanto, se estaba ahogando.
Yo le agarré la cola y lo saqué del tubo. Él estaba
escupiendo,
tosiendo y volviéndose loco y bien entendía yo por qué se
portaba así.
Luego forcejeó para liberarse de mis manos y lo solté. Voló
al techo
del edificio y yo sabía que él iba a sobrevivir esta
experiencia
asustadiza.
Las misteriosas noches de
antaño
Hace algunos años yo tenía la costumbre de dormir cada noche
afuera en
mi patio. Dormí allí una vez y ya que en esos días siempre
dormía con
mi perra. Ella durmió allí conmigo y la próxima noche ella
quería
dormir a la intemperie otra vez. Al partir de entonces, ella
siempre
insistía y por eso yo dormía debajo de las estrellas cada
noche por
años.
Vivo en un barrio bastante callado y no nos pasó nada de
mucho interés
allí en el patio salvo lo que sucedió una noche a las cuatro
de la
mañana.
Algo me despertó. Era el canto de un pájaro. Cantó una vez y
luego yo esperaba. Cantó de nuevo.
—Sí, claramente es un ave —me dije a mí mismo.
Yo esperaba nuevamente y el pájaro cantó por tercera vez.
Nunca había
oído un canto semejante. Escuchaba, pero el pájaro no cantó
más.
La próxima noche antes del amanecer el pájaro me despertó
otra vez con
su canto. No se asemejaba a ningún canto que hasta entonces
había
escuchado.
Sabía que los pájaros cantan para comunicarse no solamente
con los
otros pájaros sino con otros animales incluso a seres
humanos. Era un
canto de descaro y audacia. Me parecía ser casi un canto
imitativo del
de un pájaro, el canto de un ave que quería proclamar:
—Éste sí que es un verdadero canto. ¡Así canta un pájaro de
verdad!
Para mí era casi un desafío. Durante las noches siguientes,
antes de la
madrugada, el pájaro cantaba puntualmente a las cuatro y
siempre
cantaba tres veces. El canto era audaz, atrevido. En efecto,
una vez
cuando me había despertado, sentí un miedo repentino durante
los
momentos soñolientos entre el dormir y el despertar y
susurré con un
sobresalto:
—¡No es pájaro!
Por un momento tenía el temor de que era alguna clase de
demonio que
había venido para destriparme, un monstruo que usaba el
engaño de un
canto para distraerme.
La locura pasó aunque todavía me preguntaba, “¿Será en
realidad un
pájaro? ¿Y por qué canta siempre a las cuatro y siempre sólo
tres
veces?”
El canto tenía cuatro notas — sílabas — y era esdrújulo.
Una noche traje un cable eléctrico y una grabadora al patio.
Esperaba.
El pájaro no cantó. La noche siguiente, sin embargo, tuve
éxito. Tuve
la oportunidad de grabar nada más un solo canto, pero estaba
bien
grabado. Se lo mostré a mi hermano menor que dijo:
—¡Difícil! Tal vez sea una especie de curruca.
Entonces algo imprevisto pasó. El pájaro cambió su canto.
Todavía tenía
las mismas cuatro notas pero ahora el canto se había vuelto
agudo.
—¿Cambió su canto? —preguntó mi hermano—. Qué raro. ¿Por qué
no puedes levantarte para verlo?
—¿Cómo verlo? Siempre está de noche, ñoño —le dije.
Dentro de poco el pájaro dejó de cantar, pero yo empecé a
investigar el
asunto y por fin logré identificarlo. Yo tenía un CD con
grabaciones de
todos los pájaros del oeste de Estados Unidos y Canadá y
como hay
cientos de especies en esta región no era tarea fácil
localizar ese
ave. Un día, sin embargo, me decía, “Tal vez sea una clase
de mosquero
— un tirano occidental.”
Acerté. Comparé el canto que yo había grabado con el canto
del CD y no
cabía duda. Era él. El canto era el canto crepuscular del
tirano.

Tirano occidental
Ya no duermo en el patio y ya no escucho el canto del tirano
porque
desgraciadamente se me murió mi perra y ya no tengo por qué
dormir a la
intemperie.
He descargado la grabación del canto a mi computadora y allí
está, un recuerdo de las misteriosas noches de antaño.
Hay para todos
—Cuando apenas eras un muchacho —me dijo mi padre—, tu
dijiste: “Quiero
una colección de alfileres!” y yo no podía entender lo que
querías
decir. No tenía la menor idea. ¿Una colección de alfileres?
Bueno, dentro de poco él entendió lo que yo quería decir y
luego fue a
la universidad donde era catedrático de biología y donde se
vendían
alfileres del tipo que yo deseaba.
Me los trajo a casa. Los alfileres estaban envueltos de
papel de seda y
eran negros y de unas tres pulgadas de largo con cabezas
redondas y
doradas.
Me acuerdo de la sorpresa que me sentí al verlos. Eran
bellos. Con
ellos yo podía empalar los insectos en una caja antes usada
para puros.
Tenía que empalar los insectos según algunas reglas
sencillas aunque
estrictas. Por ejemplo, los escarabajos tenían que ser
empalados por la
ala derecha cerca del “hombro” y las avispas y mariposas por
la parte
central del tórax. Por supuesto, uno nunca podía usar un
alfiler
ordinario.
Los otros jóvenes del barrio se enteraron de lo que hacíamos
mis hermanos y yo y también adoptaron el pasatiempo.
En aquellos días de antaño invitábamos a nuestros amigos a
pasar la
noche en el patio donde acampábamos a la intemperie. Un día
a mi
hermano se le ocurrió una idea. Podíamos poner linternas en
el patio y
capturar los insectos que éstas atraían.
—¡Tal vez podamos atraer un escarabajo rinoceronte! —dijo mi
hermano
con mucha emoción refiriéndose a uno de los escarabajos más
codiciados
por los coleccionistas de insectos.
—No me parece mala idea aunque dudo que un escarabajo
rinoceronte vaya
a presentarse —yo dije—, pero habrá mariposas
nocturnas y otros
insectos y puedes tener la certeza de que yo asistiré.
Los otros chicos también tenían muchas ganas de participar.
Venían con sus frascos y redes y alfileres y un gran
entusiasmo.
Coleccionamos muchos insectos y era una buena reunión y bien
divertida
a pesar de que las linternas no atrajeron ninguno de los
escarabajos
estimados.
Cuando hacía tarde y todos estábamos por acostarnos, se oía
un zumbido
del callejón de tierra detrás del patio. No había una cerca
allí —
solamente la hierba del patio y el pequeño camino de tierra.
Escuchamos
más zumbidos y de repente, de los agujeros que había en el
camino,
brotaron escarabajos. Cientos de ellos.
Estimado lector, ¡Pare usted! Sé lo que me va a preguntar y
no — no
eran escarabajos rinocerontes sino escarabajos aún más
magníficos.
¡Eran escarabajos longicornios! Cinco pulgadas de largo,
negro como el
carbón con cuernos encorvados que evocaban alguna criatura
de un OVNI y
con cuellos claveteados como el mismo Cerberus del infierno.
¡Maravillosos, estupendos, espectaculares eran esos
escarabajos!
Y había para todos.
Ahorcar los hábitos
Mi madre sabía que, como a ella, me interesaba la ciencia
ficción y algún día en los años setenta me dijo:
—Tomás, he oído hablar de una nueva revista que va a ser
publicada.
Será una revista de ciencia y ciencia ficción que se llamará
Omni.
Debes comprar el primer número porque — ¿Quién sabe? — algún
día
posiblemente valga mucho dinero.
Compré el primer número y después compré muchas otras
ediciones de la
revista. Entonces pasaron treinta años y hoy solamente tengo
la portada
del primer número y vale exactamente lo que valdría la
revista entera —
ni un solo centavo. La predicción de mi madre no se hizo
realidad. Sin
embargo, me siento muy agradecido por el consejo que me dio
porque la
revista me enseñó algo muy importante. Permítame explicar.
Cuando tenía once años solía ir a la biblioteca municipal de
la ciudad
de Tempe. Allí me topé con un libro escrito por algún fugado
de un
manicomio que se llama George Adamski. El libro se titulaba
Los OVNIS
han aterrizado y contenía fotos de los OVNIS que en realidad
no eran
sino incubadoras de pollitos. ¿Pero qué sabía yo a esa edad?
Para mí si
algo había sido publicado, tenía que ser la verdad del
evangelio.
A mi padre y a mí nos gustaba ir a las tiendas de libros
usados. En una
de ellas encontré un libro escrito por un Angelo Angelucci
que estaba
tan loco que el famoso psicólogo Carl C. Jung compuso un
gran trabajo
sobre él y su libro El secreto de los platillos voladores.
Yo no sabía nada de lo que había hecho el doctor Jung; sólo
sabía que
me encantaba el libro aunque los últimos capítulos no me
interesaban
mucho; al terminar el libro aprendí que los pilotos de los
platillos
voladores eran ángeles y que el mismo Jesus Cristo era
miembro de la
tripulación.
Me gustaba el libro de todos modos y aún escribí un librito
propio
sobre el tema de los OVNIS y lo envié al autor a la
dirección de su
editorial, la Prensa de Amherst. (¡Ojalá que yo hubiera
guardado una
copia!)
Cuando crecí, ya no creía en las incubadoras espaciales del
Sr. Adamski
ni en los catedrales voladores de Angelucci. No obstante,
todavía me
interesaban los OVNIS y siempre cuando oía o leía un buen
cuento de
alguien que había sido secuestrado por los extraterrestres
me daba piel
de gallina.
Cuando leía la revista Omni, observaba que los editores
nunca
aguantaban nada de la astrología en la sección de cartas.
Siendo
editores de una revista de ciencia, tenían que tener por lo
menos
algunos estándares.
Sin embargo, cada edición de la revista incluía una sección
que traía
las últimas noticias de los OVNIS. Siempre he creído que los
editores
no tenían más remedio porque tantos lectores creían en
ellos. Los
editores tenían que sacrificar un poquito de la ciencia por
razones
económicas de la empresa, pero podrían haber sido más
hipócritas; por
lo menos era posible que existieran platillos voladores. En
cambio, la
astrología era una tontería de la época de bronce y
claramente falsa.
Algún día leía una de las revistas y aprendí que en la
edición que
venía iba a haber una galería de fotos de los OVNIS. Yo
esperaba la
edición con mucha anticipación. Mi hermano también tenía
ganas de verla.
Por fin llegó y la abrimos. Adentro vimos la galería de
fotos.
Me miró mi hermano. Estaba claramente decepcionado.
—Son solamente nubes —dijo.
—Tal vez los platillos voladores no sean reales —dije.
—Tal vez no —respondió.
En ese momento era como si se hubiera desaparecido un velo
borroso de
mis ojos. Tomás el ingenuo, el niño inocentón se había
desvanecido y
surgió un nuevo ser. Me quedé conmigo mismo: Tomás el
escéptico. La
revista me había liberado del vicio de la credulidad y aún
hoy me
siento agradecido por ello.
Los peces en los charcos
Hay un pequeño canal en mi pueblo natal en el que la mayoría
del tiempo
no hay mucha agua adentro. Cuando era joven andaba en el
fondo del
canal vacío pisando las conchas de las almejas asiáticas
allí y
buscando cangrejos de río debajo de las rocas. De vez en
cuando el
canal estaba lleno de agua que corría entre los patios de
las casas y
debajo de los caminos. En estas ocasiones, yo y los otros
muchachos del
pueblo usábamos cañas de pescar para pescar los cangrejos de
río.
Hoy, como ayer, donde los caminos cruzan el canal, siempre
hay un gran
caño de cemento y allí en el caño, debajo del camino,
siempre hay un
charco. Recientemente he visto peces — y algunos bastante
grandes — en
esos charcos: carpas, siluros, tilapias. No había peces allí
cuando yo
era un jovenzuelo. Los otros chicos los habrían pescado de
inmediato.
Casi nunca se veía un pez en el canal porque desaprovecharse
la
oportunidad de atrapar uno era algo que no nos podíamos aún
imaginar.
A pesar de esto, sé que los jovenzuelos de hoy han de ser
iguales que
los del pasado. Han de tener la misma obsesión con los
cangrejos del
río y la pesca. Me consta que tienen serpientes, ranas y
tortugas como
mascotas y guardan las mismas colecciones de conchas,
minerales, e
insectos. De eso estoy seguro porque de no ser, ¿cómo
podrían llamarse
jovenzuelos? Al mismo tiempo me pregunto, “¿por qué hay
peces en
aquellos charcos?”

Yo (o mi gemelo) como jovenzuelo posando frente a nuestra
colección de minerales
El verano de la novela
Tengo en mi casa un recorte del periódico con la foto de mi
gemelo
idéntico y yo. Era el año 1963 y nosotros sosteníamos
raquetas de
tenis. Él está en cuclillas y yo estoy parado intentando
batear una
pelota. Nos vestimos de pantalones cortos y camisetas
blancas y al ver
la foto, me acuerdo que en aquel verano yo casi no usaba
otra ropa. Al
pie de la foto dice que nos habíamos inscrito en un curso
gratis de
tenis patrocinado por la ciudad de Tempe. También le
informaba a todo
el mundo la dirección — número y calle — de nuestro hogar.

La foto del periódico
Yo no era buen estudiante. Nunca aprendí las reglas de tenis
y no
asistí a la competencia final porque yo estaba jugando en un
columpio
grande a algunos 200 metros de la cancha de tenis. Por eso
no he de
haber sacado una buena calificación aunque realmente no me
acuerdo si
nos daban calificaciones o no.
Me acuerdo muy bien, sin embargo, que durante ese verano iba
a menudo a una librería cuyo dueño se llamaba Gordon
Carpenter.
Su nombre de pila y su apellido eran una mezcla de los
nombres de dos
astronautas famosos del día: Gordon Cooper y Scott Carpenter
y yo no
podía evitar notar esa combinación coincidente. Hablábamos
mucho de
NASA. Yo iba a la librería casi todos los días para
platicar. Casi
nunca tenía con qué comprar un libro, pero iba a la tienda
de todos
modos.
Gordon frecuentemente hablaba con sus niños por teléfono y
muchas veces le escuchaba decirles sonriéndose:
—¡Los quiero!
Le dije alguna vez que yo quería escribir un libro y a él de
repente se le ocurrió algo y dijo:
—¡Bueno, yo estoy escribiendo un libro ahora mismo!
Sacó del cajón de su escritorio un tomo bastante grueso y me
lo enseñó.
Era su árbol genealógico. Daba la casualidad de que Gordon
Carpenter
era mormón y la gente de esa fe tiene que bautizar por
poderes a todos
sus antepasados.
Me compré de él una novela de ciencia ficción que se llama
Wasp. Fue escrita por un escritor inglés, un Eric Frank
Russell.
 
Los dos libros que compré del Sr. Carpenter
Solía sentarme en un asiento cómodo en la sala de mi casa
gozando del
libro mientras comía charqui de res sazonada de pimienta
negra. Leía
lentamente cada palabra, disfrutando cada cosa que había
compuesto el
autor y hoy no recuerdo haber leído nada tan entretenido en
toda la
vida. Al partir de entonces, yo he buscado libros tan
cautivadores,
pero hasta aquí no he encontrado ninguno de no ser El señor
de los
anillos o posiblemente las obras de Edgar Rice Burroughs,
que escribió
Tarzan de los monos y como setenta otras novelas, la mayoría
de las
cuales he leído con mucho placer.
Compré en la librería el libro El sobreviviente y otros
cuentos por
Howard Phillip Lovecraft, un escritor de historias de
horror. No me
interesaba tanto pero escribí un cuento que para mi era
parecido en
cuanto al estilo y se lo entregué a mi maestro como tarea en
la
escuela. Todavía tengo la portada del libro El sobreviviente
y algunas
de las páginas. Escaneé la portada y puse la imagen en mi
página de
Facebook. Mi copia original de Wasp está hecha trizas, pero
he comprado
otras y ellas ahora son parte de mi biblioteca personal.
Un día en aquel verano con una máquina de escribir yo copié
una página del libro en una tarjeta de cartón.
Meta de la organización
Destruir el gobierno actual y parar la guerra contra el
planeta.
Ubicación de la organización:
Dondequiera no nos puedan encontrar.
Número de socios de esta organización
Usted se dará cuenta cuando sea demasiado
tarde.
Jaime Shalapurta
Luego se me ocurrió la gran idea de echar la tarjeta por la
ventana de
un coche estacionado frente a una casa de mi vecindad. Creía
que era
buena broma. Desgraciadamente, un poquito después aprendí
que era el
coche del alcalde y el FBI ya estaba haciendo una
investigación del
asunto.
Nunca me atraparon pero sé que yo era el sospechoso número
uno porque
el hijo del alcalde era un compañero de clase mío y él me lo
dijo.
Años más tarde, éste aprendió japonés y lo contratamos como
traductor en la universidad. Alguien en el despacho le dijo:
—He oído que tú y Tomás eran compañeros de juego. ¿Es
verdad?
—Sí —dijo—, pero mis padres nunca me permitían ir a su casa.
Cuando yo tenía veinticuatro años por ventura yo estaba
sentado en la
alfombra en la casa de un becario de la universidad de
Cambridge en
Inglaterra. Estábamos bebiendo licores mientras jugábamos un
juego
literario. Una persona cotizaba una frase de una novela y
los demás
respondían con el título.
Yo coticé en voz alta:
—Meta de la organización: ¡Destruir el gobierno actual y
parar la guerra contra el planeta!
El becario pensaba y luego dijo:
—Esa proviene de la novela Wasp por Eric Frank Russell. Él
vive ahora en Liverpool y ha dejado de escribir. Nadie sabe
por qué.
El verano del año 1963 era para mí un verano especial y
desafortunadamente para mi amigo de la librería también. Un
día fui
como de costumbre a la librería y una mujer estaba sentada
al
escritorio.
—¿Dónde está Gordon Carpenter? —pregunté.
—Ah, sí; pues...pasó a mejor vida —dijo ella.
Aventuras en África
De vez en cuando sueño que mis padres algún día tenían la
oportunidad
de irse al espacio y que pasaron algunos días en órbita
alrededor de la
tierra. Sé por qué yo sueño eso. Es porque en el año 1972
mis padres
cruzaron el continente de África en un Jeep y era una
aventura tan
excepcional como sería la de viajar en una nave espacial. En
los sueños
no importan los hechos y detalles tanto como el sentido
general de lo
que ha ocurrido.
En ese año yo descubrí las novelas de aventura de Edgar Rice
Burroughs.
Me encantaban las novelas de la tierra hueca que se llamaba
Pellucidar
tanto como su serie de Tarzan y sus novelas de aventuras en
el planeta
Venus.
Cuando mis padres estaban en vísperas del viaje a África, yo
acababa de
leer la novela Las bestias de Tarzan y se la di a mi padre y
le dije:
—Este cuento toma lugar en África. ¿Me puedes poner plantas
e insectos
y lo que sea dentro del libro cuando están recorriendo el
continente?
El me dijo que lo haría con todo gusto y cuando ellos
regresaron de África con el libro, mi madre me dijo:
—Tu padre siempre estaba muy ocupado con el libro por
Burroughs y siempre andaba buscando cosas para poner adentro
de él.
Eché un vistazo al libro y supe que era cierto. Estaba lleno
de flores, plumas, musgo, e insectos.
En la página 50 mi padre había untado excremento. Lo englobó
con una
pluma y escribió “búfalo africano.” Hizo la misma cosa en la
página 54
pero escribió “elefante africano.” En la página 129 el había
aplastado
una mosca y al lado de ella escribió “mosca tse-tsé.”

Página de la novela Las bestias de Tarzan con la machucada
mosca tse-tsé
La mosca tse-tsé es la especie cuya picadura le puede
contagiar
trypanosomiasis a uno y daba la casualidad de que al
regresar a Estado
Unidos mis padres se enfermaron de esa enfermedad y por poco
se mueren.
Mi padre estaba en el hospital diez días antes de estar
fuera de
peligro. No sé si la mosca machucada en el libro fue la
culpable.
Había peligro durante el viaje también. Quedaron detenidos
en Uganda.
Las autoridades no quisieron darles permiso de irse. Mi
padre discutió
mucho y por fin les dejaron ir. Estaban contentos de escapar
porque el
entonces presidente del país era el notorio Idi Amín un
asesino y se
rumorea que él era un caníbal y que almacenaba carne humana
en su
refrigerador.
Viajaban con sus amigos David y Ginny. Una noche se
acomodaron en un
hospedaje campestre. Los cuatro se habían acostado cuando
Ginny dijo:
—David, hay una serpiente en la cama.
—¿Cómo que una serpiente? —respondió él—. Te estás
imaginando cosas.
—No, David. Hay una serpiente en la cama.
Tenía razón. Era una serpiente grande y negra.
Llamaron a los empleados del campo. Acudieron en seguida y
uno de ellos
mató la serpiente con un poste. No se atrevía a acercarse a
la
serpiente. Mis padres decían que el poste era de doce pies
de largo,
cuanto menos. Le preguntaron al hombre si era una serpiente
mala y él
contestó en inglés con el acento fuerte de esa región de
África.
—Beddi beddi bad.
La piedra grande
—¿Dónde estará Esteban? —preguntaron mis padres.
Había anochecido, estábamos en la casa de amigos de mis
padres en
Louisville, Kentucky y nadie le había visto a mi gemelo por
un rato. Yo
tendría quizás cinco años y me encargué de eso y salí de la
casa en
busca de él. Lo encontré casi inmediatamente.
En las tinieblas, a un metro de la acera, vi una gran
piedra. Debajo de
ella estaba mi hermano. Me dijo algo que hoy no me acuerdo
pero por lo
menos sabía que estaba vivo. Traté de levantar la piedra
pero no pude.
Yo volví a la casa y les dije a los adultos:
—¡Esteban está debajo de una gran piedra!
Los adultos corrieron afuera y el que llegó primero levantó
la piedra y
la tiró a un costado. Mi hermano se levantó lentamente. La
piedra le
había roto la clavícula y él tenía que usar un cabestrillo
por varias
semanas.
Hoy, mi hermano relata lo que sucedió así:
—Papá siempre nos enseñaba la manera correcta de levantar
una piedra
para ver lo que estaba debajo de ella. Nos enseñó que
siempre hay que
levantarla por atrás para que no te muerda alguna víbora que
esté allí
debajo. Si estás detrás de la piedra, la serpiente ni
siquiera te puede
ver. Bueno, yo quería coleccionar algunos isópodos y por eso
intenté
levantar esa piedra grande que estaba en una pequeña colina.
Sabía que
era pesada pero ya que estaba en terreno inclinado creía que
me las
podía arreglar. Levanté la piedra por atrás como me habían
enseñado y
la piedra se deshizo de la tierra. De súbito, yo resbalé en
el zacate
mojado y me caí. Me encontré al pie de la colina cerca de la
acera y la
piedra rodó por la colina y me cayó encima.
Años más tarde cuando yo tenía veinte años tuve un accidente
de
bicicleta y me rompí la clavícula igual a mi hermano. Bueno,
casi igual.
El cazador furtivo
En la casita familiar en la playa mexicana hay en un marco
una foto de
un hombre viejo con pelo blanco. Está posando con una trucha
grandote
que había pescado. El hombre en la foto es mi abuelo materno
y yo fui
nombrado por él.
Mi abuelo era un cazador furtivo. Según mi madre, él siempre
decía:
—¿Por qué iba a echar a perder dinero con la compra de carne
en el mercado cuando el bosque está lleno de venados?
A la familia nunca le faltaba carne pero nunca se servía res
en casa —
sólo carne de monte. No cazaba vacas pero mi madre me relató
un cuento
de mi abuelo y una vaca. Según la historia, mi abuelo estaba
cazando en
un bosque cuando empezó a llover. Él decidió refugiarse en
una casucha
que encontró. Anocheció y él se acostó allí. Durante la
noche oyó un
gran gemido y al despertar en la mañana, vio que una vaca
enferma había
entrado en la casucha donde falleció. Mi abuelo usó el lomo
de ella
como una mesa para desayunar.
No, mi abuelo no era un tipo ordinario. Todo lo contrario.
Me acuerdo que siempre me decía que a él le gustaba comer
gatos.
—No me siento bien si no he aprovechado de un plato de gato
cada dos días cuanto menos.
Él era el dueño de una tienda de caza y pesca donde mi madre
solía
trabajar durante los veranos. Me dijo ella que alguna vez
vendió a
Harpo Marx una caña de pescar.
—Era la más barata que vendíamos —ella me dijo.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, mi abuelo fue a
Europa para
luchar. Llegó tarde cuando la guerra había culminado, pero
regresó
cuando su hermano se murió en Francia.
El hermano de mi abuelo vivía en Francia. Tenía una amante y
daba la
casualidad de que ella era la esposa de un criminal, un
miembro de la
mafia francesa. Un día esa mujer escribió una carta a mi
abuelo en la
que le dijo que su hermano había sido asesinado.
—Puede tener la certeza de que está muerto y no tiene Ud.
por qué venir
a Francia para buscarlo. Jamás lo encontrará. Lo siento
mucho.
Mi abuelo fue a Francia de todos modos, pero como ella le
había dicho, no lo encontró. Mi madre me dijo:
—Mi tío podría dormir con ella hasta quedarse satisfecho. Al
esposo eso
no le importaba para nada. Su esposo no lo asesinó por
celos. Lo hizo
porque mi tío quería casarse con ella.
Otro hermano de mi abuelo se suicidó con una escopeta en la
acera cerca
del domicilio familiar. Se llamaba Buell. Yo no recuerdo la
razón
exacta, pero si no estoy mal informado él contrajo sífilis,
se volvió
loco y sus padres le echaron a la calle.
Cuando tenía veinte y pico, yo estaba en Vermont con mi
madre dando una
vuelta por la ciudad de Rutland cuando de repente ella dijo:
—Mira Tomás. ¡Aquí se suicidó Buell!
Estábamos en un barrio bonito y me acuerdo que al lado de la
acera
había una cerca de piedras. No me parecía un lugar muy apto
para
suicidarse.
Mi abuelo llegó a ser vendedor de una empresa de pintura y
mis abuelos
nos visitaron en Louisville, Kentucky cuando yo era muy
joven. Llegaron
en su coche, un Buick inmenso y estupendo.
—¡Abuelo! ¡Abuelo! —gritamos. ¿Qué nos has traído?
Aparentemente se le había olvidado llevar regalos para sus
nietos.
—¡Estos! —dijo sin titubear.
Y abrió el baúl del Buick y sacó algunos palos planos y le
dio a cada nieto uno de ellos.
—¿Qué son, Abuelo? —le pregunté.
—Nada más son pequeños palos planos —dijo sonriendo.
—¿Pero para qué sirven? —yo insistí.
—Nada más son pequeños palos planos —dijo otra vez.
Yo nunca había visto tales palos. Había letras rojas
impresas en cada
uno pero como todavía no podía leer, no me daban ningún
indicio de qué
podrían ser. Hoy sé que eran simplemente palos que se usaban
para
mezclar pintura en una cubeta.
Mis padres compraron una avioneta después de la Segunda
Guerra Mundial
y así mi madre le enseñó a mi padre a volar. Enseñó también
a su padre
pero nunca llegó a ser un piloto hábil — muy por el
contrario.
—Siempre pilotaba el avioneta como si estuviera manejando un
coche
—dijo mi padre—. Tu abuelo despegó alguna vez sobre un
maizal. El motor
falló y él tenía que aterrizar en el campo. Desapareció en
el maíz alto
y escuchamos un estrépito terrible. Creíamos que él había
destruido la
avioneta, pero afortunadamente lo que oíamos sólo era el
sonido de los
tallos secos de maíz que se rompían.
Mi abuelo no tenía la culpa esa vez, pero en otra ocasión no
miró por
donde iba y chocó con alambres de alta tensión así causando
un apagón
en la ciudad de Burlington que duró diez horas.
Pero no era ningún tonto. Me sorprendí un día al saber que
mi abuelo tenía un título en filosofía de la Universidad de
Yale.
Un día en el año 1964 regresé a casa de la escuela y mi
madre estaba llorando. Pregunté a mi padre:
—¿Qué le pasa?
—Tu madre acaba de oír que su padre está muy muy enfermo.
Aprendí más tarde que mi abuelo tenía cáncer de la próstata.
Al día siguiente escuché a mi madre decir:
—Si mi padre se muere hoy no sé que voy a hacer.
Se murió ese mismo día.
El hombre cuyo pelo se quemó
Aunque mi padre era biólogo también andaba con geólogos.
Íbamos con él
y unos geólogos en busca de fósiles en el estado de
Kentucky. En ese
estado hay mucha piedra de cal y a lo largo de los caminos
rurales hay
acantilados de esta clase de piedra. Durante las excursiones
íbamos al
lado de esos caminos para buscar fósiles. Siempre
encontrábamos
crinoideos, braquiópodos y otros fósiles. Los geólogos
tenían martillos
geológicos para picar las piedras. Solían remover la
superficie de una
gran piedra para revelar los fósiles.
Fuimos un día con los geólogos a Indiana para explorar una
cueva. Llegamos al sitio y el líder de la excursión nos
informó:
—En Kentucky se puede entrar en una cueva andando pero aquí
en Indiana
se entra en las cuevas por hoyos en el suelo. Hay que
bajarse. Las
entradas son como pozos profundos y es necesario descender
para
alcanzar las cavernas.
Era cierto. Él estaba al lado de un gran hoyo en la tierra.
Había una
cuerda y la usamos para descender al fondo de donde podíamos
entrar en
las cavernas.
Empezamos andando a pie pero dentro de poco teníamos que
gatear porque
el techo se encontraba más y más bajo. No se podía estar de
pie — no
había lugar. Por eso, íbamos a gatas por las cavernas.
La mayoría de los geólogos llevaban cascos con linternas
antiguas que
usaban carburo de calcio y agua para producir acetileno y
una llama que
quemaba caliente y brillante. No sé como sucedió, pero hubo
un
accidente y la linterna del casco de uno de los geólogos
golpeó con la
cabeza de otro e instantáneamente su pelo se estaba
quemando. La luz
del fuego iluminó la caverna y luego todos los geólogos
empezaron a
abofetear la cabeza del hombre para apagar el incendio.
Lograron
extinguir el fuego y por fortuna el hombre no había sido
quemado. Su
pelo, sin embargo, que anteriormente había sido grueso y
abundante, se
había quemado enteramente y el hombre se quedó totalmente
pelón.
Cuando salimos de la cueva yo encontré una piedra que
contenía muchos
fósiles. Quería que uno de los geólogos usara su martillo
para remover
la superficie para revelar más de ellos. Alguien me dijo que
el hombre
cuyo pelo se quemó tenía un martillo en su coche y le
pregunté si
podría pedirlo prestado. Dijo que sí pero cuando llegamos a
su coche,
él no podía encontrar las llaves correctas. Tenía muchas
llaves con las
cuales trataba de abrir la puerta del coche. Las llaves
cabían en el
ojo de cerradura, pero él nunca podía darles vuelta. Por
fin, se dio
por vencido y dijo:
—I’m sorry, but I can’t get in.
Me sorprendió su fuerte acento inglés. La palabra “can’t” se
pronunciaba con un largo y suave sonido semejante de la
vocal “a” de
“casa” pero mucho más largo y redondo.
Después dije a mi padre:
—Él verdaderamente tenía acento fuerte.
—Sí —respondió él—. Viajó a Inglaterra, pasó dos semanas
allí y regresó con ese ridículo acento afectado.
La rivalidad ridícula
Hay tres universidades estatales en Arizona: la Universidad
de Arizona
en Tucson, la Universidad Estatal de Arizona en Tempe y la
Universidad
de Norte Arizona en Flagstaff. Entre las dos primeras hay
una
rivalidad. El hecho curioso es que los alumnos de la
Universidad
Estatal de Arizona no saben nada de ella. Bueno, esto no
está
completamente correcto; quería decir que no solían saber de
la
rivalidad. Ahora creo que están conscientes de ella y
sospecho que hay
quienes de Tempe están participando en la rivalidad y es una
lástima
porque jamás he oído hablar de nada más ridícula en mi vida.
Por cuarenta años he oído de los alumnos de Tucson las
siguientes
palabras: “¿Eres de Tempe? ¡Ay! Bueno, creo que podemos
hablar de todos
modos.”
Por muchos años yo no sabía de qué hablaban. Ahora sin
embargo,
entiendo y aún tengo una teoría que explica la rivalidad: ha
de haber
un cuarto ― una celda ― en Tucson y al inscribirse en la
universidad
allí lo encierran adentro y no permiten que salga antes de
que diga
como un zombi:
—¡La Universidad Estatal de Arizona en Tempe! ¡Mala escuela!
¡Te odio!
Yo podría entender alguna rivalidad entre los dos equipos de
fútbol los
Gatos Monteses y los Diablos del Sol el día de un partido
entre las dos
universidades aunque aún entonces me parece una tontería
porque los
futbolistas de las dos universidades ni siquiera son de
Arizona ni
hablar de las ciudades de Tempe o Tucson. Las universidades
aceptan a
esos atletas para que jueguen en los equipos.
Pero para los alumnos de Tucson ― y para muchos otros
habitantes de la
ciudad ― esa rivalidad es un pan que comen diariamente para
alimentar
sus almas hambrientas.
Un amigo mío de Tucson que se mudó a Tempe me dijo una vez:
—Aún los locutores de las noticias en Tucson se refieren a
esa rivalidad.
Él me dijo de la sorpresa que experimentó alguna vez cuando
estaba en
otro estado. Había muchos alumnos de Tempe en un salón con
una
televisión puesta y se oyó, “La Universidad de Arizona ha
vencido
Nebraska.”
Para su gran sorpresa había un aplauso fuerte de los
estudiantes de Tempe.
—¡Ándale Arizona! —gritaban.
—Ellos no se daban cuenta de la rivalidad que para nosotros
era tan importante —dijo.
Una vez oí al mismo amigo cuando hablaba por teléfono con
alguien de
Tucson. Parecía que la persona estaba gritando con ira y mi
amigo hizo
una mueca y por fin le dijo:
—¡Basta! La gente aquí simplemente no cree de esta manera.
No sé cómo es que hay tan pocos librepensadores en Tucson,
una ciudad
de gente que aparte de eso es progresiva. Confieso que esta
rivalidad
me da asco y sé que no hay un poder en el universo tan
grande que
podría hacerme decir, “¡La Universidad de Arizona! ¡Mala
escuela! ¡Te
odio!”
Cuando mi madre estaba muriendo de cáncer en Tejas, un
pastor de no sé
dónde se presentó. Era como los otros zopilotes de su tipo
que siempre
vienen para posar en los árboles cuando alguien está
enfermo.
Por lo visto, había asistido a la universidad en Tucson
porque las primeras palabras que salieron de su gran boca
beata eran:
—¿Eres de Tempe? ¡Ay! Bueno, creo que podemos hablar de
todos modos.
—¡Ay! —dije—. ¡Qué barbaridad!
Mi madre de cortesía dijo que el podría hablar con ella.
Después, mi hermana me dijo:
—Espero que ese bufón tejano se haya ido. Estoy harta de su
plática estúpida y su gran risa tonta.
Yo hablé con mi madre que me dijo que le había dicho a ese
pastor que
no era cristiana pero a él no le importaba. Ella estaba muy
débil y ese
clérigo sabía que podía aprovecharse de ella. Le tomó la
mano y empezó
a orar a Jesus Cristo.
Yo fui en busca de él y pensaba matarlo muy lentamente con
mis propias
manos. Afortunadamente para ese cerdo religioso, se había
ido, saliendo
con la suya.
Regresé a la casa y dentro de poco soñó el timbre de la
puerta. Era el
médico a quien esperábamos. El pastor nos había aconsejado:
—Al llegar el doctor, espero que ustedes no se fijen
en su apariencia. Es buen médico.
Cuando el médico se había ido mi hermana dijo:
—Yo creía que él iba a ser un enano con dos cabezas.
—¿A qué se estaba refiriendo ese mojigato? No entiendo. El
médico era perfectamente normal.
—Tomás, era hispano —dijo mi hermana.
El arqueólogo
En 1969 yo tenía diecisiete años y me inscribí en la
Universidad de
Norte Arizona. En aquel entonces la antropología y
arqueología eran muy
de moda a causa de antropólogos como la famosa Margaret
Meade y por eso
decidí tomar una clase de arqueología. El profesor era un
Señor Ambler.
Era un hombre delgado y chaparro y llevaba una cola de
caballo y una
barba.
Él llevó a clase un día dos antiguas ollas de barro. Con
cuidado las
puso en una mesa cerca de la pizarra frente a la clase. Al
parecer, las
ollas fueron hechas por los indígenas antiguos del suroeste
porque
tenían espirales y otros diseños pintados muy semejantes a
los de otras
ollas que habíamos estudiado en la clase.
—¿Por qué no se encuentran a menudo ollas enteras como
éstas? —nos
preguntó—. Ollas enteras son raras. Ni siquiera encontramos
con mucha
frecuencia una pila de fragmentos de la misma olla. ¿Por
qué? ¡Fíjense!
Y de súbito tiró una de las ollas al piso. Rompió en un
millón de piezas. Se oía un gemido de la clase.
—¡Qué idiota! —suspiró un estudiante.
El doctor Ambler no hacía caso a la reacción de los
estudiantes.
—Miren —dijo—. Hay un pedazo allá contra la pared y trocitos
debajo de sus pupitres y acaba de romperse la olla.
Empezó a pisar los fragmentos en el piso. Se agachó, cogió
un fragmento y lo lanzó contra la puerta.
—Esto es lo que en aquel entonces hacían los muchachos de la
aldea.
Dentro de veinticuatro horas se veían pedazos esparcidos por
todas
partes.
Entonces cogió otro fragmento y dijo:
—Tenemos que estudiar pedazos chiquitos la mayoría de las
veces, pero
podemos aprender mucho de ellos. Por ejemplo, veo en este
fragmento
parte de una espiral y también un triángulo y sé que estos
diseños son
mucho más viejos de los de la otra olla.
Se oía otro gemido de la clase. ¡Había roto la olla más
vieja!
—Veo también que el triángulo y el espiral han sido pintados
con una
pluma moderna: de hecho una que yo compré en la librería
universitaria
hace poco.
Nos había tomado el pelo.
Pasaron casi veinte años. Mis padres entretenían a algunos
invitados y
uno era el doctor Ambler. Nos reímos de la broma que nos
hizo.
Más tarde, él sufrió un accidente automovilístico frente al
Museo de
Arizona del Norte. Tenía que tener una operación del
cerebro. Un
poquito después mi padre lo vio andando en el bosque y le
preguntó:
—¿Cómo la has pasado?
—Muy bien gracias.
Mi padre vaciló un segundo y luego dijo:
—¿Cuál es la raíz cuadrada de 49?
—6.992 —contestó inmediatamente.
Parecía que había salido muy bien de la operación.
Caliza
De niño, tenía una pequeña botella de ácido sulfúrico con
una
cuentagotas que yo usaba para averiguar si una piedra era
caliza. Si lo
fuera, una gota del ácido encima produciría burbujas y el
sonido de
tocino al freírse. La caliza frecuentemente contiene fósiles
y por eso
siempre ha sido una piedra predilecta mía.
Cuando tenía cuarenta años, me enamoré de los fósiles y
todos los fines
de semana andaba por distintas partes de Arizona con un
martillo
geológico.
En mi pueblo natal y sus alrededores casi no hay piedras
sedimentarias
salvo unos estratos en una sola colina donde hace millones
de años
corría un río que depositó arena y lodo que se endurecieron
y llegaron
a ser arenisca y esquisto. Logré encontrar fósiles en esas
piedras pero
no había caliza allí.
Hay en norte Arizona un grueso estrato de caliza que se
llama la caliza
de Kaibab. Esta caliza se remonta a la época pérmica que
empezó hace
299 millones de años y duró 47 millones de años. Ésta piedra
forma la
parte más alta del Gran Cañón. Hace millones de años las
aguas
fluviales disolvieron grandes secciones de este estrato y la
caliza se
depositó de nuevo en vastas áreas más al sur. Al viajar por
carretera
de Phoenix a Flagstaff se puede ver esa caliza blanca en el
desierto a
lo largo de la carretera donde ha tomado forma de mesas y
acantilados.
Cerca de la carretera hay una masa de agua llamada El Pozo
de
Moctezuma. Es un gran hoyo con acantilados de caliza. Al
fondo hay un
pozo profundo. Mi padre lo estudió por muchos años. Encontró
tortugas
en el pozo que habían incorporado la caliza para formar sus
caparazones. Por eso, cuando mi padre medía el isótopo
carbono-14 en
esos caparazones, parecía que las tortugas tenían millones
de años.
En el año 1991 yo fui por avión a Utah y alquilé un coche.
Fui
manejando a Wyoming a un lugar en la llanura que se llama
Warfield
Springs. Es un área solitaria con un ojo de agua y una
charca de agua
dulce. Se dice que había muchas batallas allí por el agua.
Pagué por
acceso a una cantera allí y empecé a buscar fósiles. La
caliza del
estrato no era muy viejo; se depositó hace solamente veinte
millones de
años, pero contenía los fósiles de muchas especies de peces
extintos.
Me dieron un cincel suizo de buena calidad y con ése y mi
martillo
podía romper las piedras para revelar los fósiles. Encontré
muchos
peces. El más grande ahora está colgado en la pared de una
recámara en
mi casa.
Nunca he tenido un enamoramiento tan fuerte como lo que
tenía con los
fósiles pero no era arraigado: ya no estoy enamorado de los
fósiles. Ha
pasado la locura.
Obsidiana
Se puede encontrar en Arizona piedras finas que se llaman
lágrimas de
los apache. Son pequeños guijarros redondos de obsidiana. El
nombre
proviene de una leyenda de una matanza de guerreros de la
tribu Apache.
Según la leyenda, las doncellas indígenas se reunieron al
sitio,
empezaron a llorar y sus lágrimas se volvieron piedras.
Hay un lugar a como cuarenta minutos de donde vivo donde se
puede
coleccionar cientos de estas piedras finas. Se paga la
entrada y le dan
una cubeta. Yo visité el lugar cuando era niño. Me acuerdo
que nos
acompañó mi tío Mole y él encontró una del tamaño de un
huevo. Me la
dio y todavía la tengo en casa. Cuando tenía veinte años fui
otra vez
con mi padre y llenamos los baldes hasta los topes con esas
“lágrimas
de los apache.”
Hace treinta años en los maizales alrededor del pueblecito
San Andrés
en México se podía encontrar caritas de barro que hace
siglos habían
sido calentadas al fuego. La mayoría eran caritas de
personas pero
también encontramos figuras de jaguares y delfines. Aún más
comunes en
los campos, no obstante, eran las hojas de obsidiana. Eran
como navajas
con filos agudos y había muchísimas. Según lo que entiendo,
para
fabricar algo parecido a una espada, los aztecas pegaban
tales hojas de
obsidiana al borde de una pagaya de madera y esa arma se
usaba sin
mucho éxito contra las espadas de acero de los soldados de
Hernán
Cortés. Hace poco, mi hermano menor fue a Cholula y al
regresar me
informó que ya no hay acceso a los campos.
 
A la izquierda: dos caritas de los campos de Cholula. A la
derecha: dos
navajas de obsidiana de los mismos campos, dos “lágrimas de
Apache” de
Arizona, y la grandote que encontró mi tío.
Cuando mi padre era joven, siempre tenía que escribir un
ensayo antes de que pudiera salir de la casa a jugar.
—Aprendí a redactar bien —él dijo—. Pero mi padre era un
hombre
bastante duro para demandar tanto de un niño. Nunca estaba
satisfecho
con la primera redacción. Él leía lo que yo había escrito y
decía que
todavía no estaba escrita debidamente y entonces yo tenía
que redactar
el ensayo con otras palabras.
Mi padre me dijo que una vez escribió un ensayo titulado
“Una tragedia
antigua” que tenía que ver con algunos indios del oeste que
se murieron
cuando hizo erupción un volcán en Arizona. Me dijo de otros
cuentos que
él había escrito y muchos tenían temas del oeste. Eso
siempre me
sorprendía un poquito porque él era de Nueva Inglaterra. Un
día cuando
yo habría tenido treinta y cinco años, estábamos en nuestra
casa
arizonense en el bosque al pie de un nevado volcán extinto y
mi padre
miró por la gran ventana al volcán y dijo:
—Cuando tenía como catorce años yo andaba por allí y me
acuerdo que encontré un pequeño acantilado de obsidiana.
Yo nunca había oído de un acantilado de obsidiana. No creía
que esa piedra pudiera formarse así. Pero eso no venía al
caso.
—¿Cómo? —pregunté—. ¿Estuviste aquí cuando tenías catorce
años?
—Vivíamos en Arizona, Tomás —dijo—. Yo fui a la secundaria
en Tucson.
No tenía la más ligera idea de que él había vivido en
Arizona cuando
era joven. Vivió aquí solamente dos años pero me sorprendió
mucho que
nunca me hubiera enterado de eso.
Hoy mismo mientras escribo, veo por la misma ventana el
mismo volcán y
puedo ver el bosque donde íbamos mi madre y yo en busca de
puntas de
flecha. Eran de obsidiana negra.
Hay líneas de alta tensión en algunas áreas del bosque y
entre y
alrededor de las torres que las apoyan no hay árboles ni
mucha hierba y
allí se pude ver el suelo desnudo donde la lluvia y la nieve
derretida
han dejado al descubierto las puntas de flecha. Allí las
encontrábamos.
Mi madre siempre las guardaba en el alféizar y muchas veces
me he
preguntado, “¿Por dónde habrán ido?”
Ayer encontré un frasco pequeño en un armario y aquí ahora
mismo está
en el escritorio donde escribo. Está lleno de puntas de
flecha y copos
planos de obsidiana.
Cuarzo
La inmensa mayoría de las piedras finas son de cuarzo:
ágata, ojo de
tigre, ópalo, calcedonia y rubí de Bohemia. Todos son
variedades de
cuarzo y son piedras más duras que el vidrio.
Ágata
Ágata se conoce por sus bandas de color y es una de las
piedras finas
más comunes en las vitrinas de los coleccionistas de
piedras. Incluye
una gama amplia de colores. Cada pueblo solía tener una
tienda de
piedras. En efecto, en nuestra vecindad un señor había
convertido su
casa en una tienda de piedras. Se llamaba Sr. Van Horn. A él
le gustaba
enseñarnos sus tesoros. Un día nos mostró a mi hermano y a
mí una
rebanada de ágata que él había lustrado.
—Fíjense muchachos —dijo—. Voy a la luna.
Era como si alguien hubiera pintado una nave espacial en la
rebanada de
piedra. El ágata era casi negra y sobre un fondo oscuro
había un cohete
blanco de calcedonia echando chorros y llamas de cuarzo
amarillo de
detrás.
Ojo de tigre
Siempre me ha gustado el ojo de tigre, que en realidad es
una mezcla de
cuarzo y asbesto. Los filamentos dorados de asbesto reflejan
la luz y
así la piedra brilla. Los hilos de asbesto forman rayas ―
lineas ― en
la piedra y si se la corta de manera de que quede una sola
línea en la
parte central, la piedra se asemeja a un ojo de un tigre con
la pupila
lineal de los gatos.
Ópalo
Los ópalos se quiebran fácilmente porque contienen moléculas
de agua,
pero sería difícil encontrar una gema más bella. De adentro
de algunos
brillan todos los colores del arco iris mientras otros
chispan con un
solo color.
Me viene a la memoria lo que pasó en el año 1963 cuando
estábamos
recorriendo México. El coche se descompuso en las montañas y
mis padres
trataban de arreglarlo. Mientras tanto, yo andaba al campo
donde una
víbora me picó. Regresé gritando y veía que había una
camioneta verde
estacionada al lado del coche. Era uno de los vehículos
oficiales del
gobierno mexicano que se usaban para prestar asistencia a
viajeros en
la carretera. El chófer era mecánico como su compañero y
ellos estaban
tratando de hacer arrancar el coche. Vi que mi madre tenía
en las manos
algunos ópalos que había comprado en la ciudad. Los puso
dentro de su
bolsa.
—¿Qué estabas haciendo con los ópalos? —le pregunté.
—Iba a dárselos a los ladrones que acaban de irse.
—¿Ladrones?
—Sí. Al llegar la camioneta huyeron. ¿Qué te pasa?
—¡Una víbora me picó!
—Bueno —dijo mi padre—. Te lo tienes bien merecido. ¡Deja de
coger las serpientes!
Calcedonia
Calcedonia es muy parecida a la cera blanca que ha derretido
de una
vela. Me gusta ir de caminata en el desierto donde muy de
menudo veo en
el suelo algunos pedacitos de este mineral. En las colinas
alrededor
del Lago Sahuaro en Arizona hay buenos ejemplares de
calcedonia
esparcidos por todas partes. Algunas de las bandas de ágata
son de
calcedonia.
Rubí de Bohemia
Una noche en los años ochenta soñé que había encontrado un
gran pedazo
de rubí de Bohemia. Este mineral por supuesto no es un
verdadero rubí,
siendo compuesto de cuarzo y no de corindón, y no es del
color de un
rubí tampoco. En inglés tal vez sea mejor nombrado: rose
quartz que
quiere decir más o menos “cuarzo de color de rosa.”
Verdaderamente es
del color de una rosa. De todos modos, me desperté del sueño
y fui ese
mismo día a la casa de un amigo mío que vivía en un lugar
del desierto
que él había nombrado “Rancho del Recluso.” Por casualidad,
él tenía un
gran pedazo de rubí de Bohemia igual a la piedra de mi
sueño. Me lo
regaló y todavía lo tengo en casa.
Cristal de cuarzo
Hay un lugar en Arizona que se llama “Punto de Diamantes.”
Está ubicado
en un bosque de pinos y por el bosque se ven barrancos
pequeños y
arroyos secos, y en estas áreas se puede encontrar
“diamantes
arizonenses.” No son diamantes de verdad sino cristales de
cuarzo. Un
domingo mi padre y mis hermanos nos perdimos en el bosque
allí cuando
estábamos buscando los cristales. Nos tardamos cinco horas
en encontrar
un camino y una hora más en llegar al coche donde mi madre
nos esperaba.
Esa noche cuando habíamos regresado a casa, mi hermano se
cayó y golpeó
la cabeza en el piso de la recamara. Un poquito después vio
los
“diamantes arizonenses” que habíamos recogido y dijo:
—¿De dónde son estos? ¿Fuimos a Punto de Diamantes?
El golpe a la cabeza debe de haber sido bastante fuerte
porque se le había olvidado todo lo que había sucedido.
Cuando un cristal de cuarzo está sometido a presión, produce
una
corriente de electricidad. Por eso los “radios de cristal”
no necesitan
pilas. Una vez me compré uno.
Yo criaba pichones en los años sesenta y vendí algunos a
otro chico que
me pagó con un dólar de plata, una moneda grande y pesada.
Hoy día
tales monedas valen mucho más de un dólar, pero en esos días
un billete
de a uno se llamaba un “certificado de plata” y podías
cambiarlo en un
banco por una moneda de plata que valía un dólar. Con esa
moneda yo
compré un “radio de cristal.” El radio tenía la forma de un
cohete
espacial. Se cambiaban los canales al jalar el morro.
El próximo día sonó el teléfono. Era el hombre que me había
vendido el
radio y quería que yo fuera a la tienda. No me dijo por qué.
Al llegar
a la tienda, vi que él sostenía una navaja en la mano
derecha y la
moneda de plata en la izquierda.
—¡Mira! dijo.
Empezó a tallar la moneda con la navaja. Grandes copos
plateados caían al piso.
—Es una moneda falsa, mi amigo. ¡Es de puro plomo!
Era muy interesante pero no tenía ni idea de lo que podría
hacer yo.
Luego me dijo. Quería su dinero. Yo tenía que pedirlo
prestado de mis
padres.
Y el muchacho a quien vendí los pichones nunca me reembolsó.
Al oeste
Un verano cuando tenía cinco anos, dormí a la intemperie por
ochenta
noches seguidas. A mis padres les gustaban hacer camping y
decidieron
un día ir con otra familia a Alaska en carro. Ahora que lo
pienso,
cuando era muy joven hicimos dos viajes largos al oeste y
hoy mis
memorias de ellos son una mezcla de los dos. Tenemos
películas de los
viajes y mis padres escribieron diarios. Por eso yo podría
desenmarañar
mis recuerdos y escribir un informe preciso si quisiera,
pero
francamente no tengo ganas. Preferiría describir aquí en
estas páginas
las imágenes y los sucesos que ahora mismo se me ocurren.
La Carretera de Alaska era un camino bien conocido en aquel
entonces
porque era de unas mil millas de largo y no ofrecía ni un
sólo metro de
pavimento. Todo era de tierra y grava. Me acuerdo que no
teníamos
gorritos de lana. En vez de ellos, usábamos forros de los
cascos
militares de mi padre. Me acuerdo también del frío que tenía
muchas
noches en mi saco de dormir y que frecuentemente pasaba la
noche
estremeciéndome no pudiendo dormir. En otras ocasiones, sin
embargo,
dormía en la tienda de lona y como éramos siete, en estas
noches hacía
más calor.

Mi gemelo y yo en Mount Hood, Oregon 1954
Una noche cayó una tempestad cuando estábamos durmiendo en
la tienda de
lona. Mis padres habían clavado las estacas en el suelo y
encima habían
puesto piedras pesadas para reforzarlas. Yo miré por la
puerta de lona
y vi estas rocas grandes moviendo con las ráfagas fuertes de
la
tormenta.
Una mañana en Alaska, me levanté de malas. Mi padre para
alegrarme me
dio un ratón muerto que él había encontrado machucado debajo
de la
lona.
Pasamos por las llanuras vastas de Estado Unidos y Canadá.
Yo tenía un
sentido de inmensa soledad al atravesar esos llanos de
hierba. De vez
en cuando veíamos casitas viejas en las llanuras ― casitas
en las que
habían vivido o vivían todavía familias lejos de las
ciudades y de otra
gente. La vista de esas casitas me dio una melancolía que
aún hoy puedo
sentir.
En el coche cantábamos y una de las canciones se llamaba
Clementine.
Era una balada que relataba el cuento de la hija de un
minero y ella se
le había muerto. “Te has ido para siempre y como me da pena,
Clementine.” Yo no me podía imaginar palabras más tristes.
Viajamos en vehículos anaranjados con ruedas de oruga sobre
los
glaciales y parábamos para arrodillarnos y beber el agua
helada que
había derretido para formar charcos allí en el suelo de
hielo. Vimos
ríos corriendo por las montañas.

Mi madre me da de comer en Alaska.
Había familias como la nuestra que vivían en Alaska. Cuando
hacíamos
visitas, era como si siempre las hubiéramos conocido. Nos
servían carne
de oso.
Mis padres fumaban. Yo solía asomar la cara por la ventana
del coche y
el viento me abofeteaba. A veces las chispas de los cigarros
me
golpeaban la cara.
Viajábamos en un coche familiar con aletas de madera. En la
parte más
trasera no había asientos y mis padres pusieron un colchón
allí.
Contenía muchos resortes que tendían a romperse. Cuando un
alambre
agudo clavaba por el colchón siempre empalábamos un filtro
de cigarro
en él para que no nos picara.

Mi gemelo y yo en el coche que nos llevó a Alaska
Una vez hubo un accidente en la carretera. Un coche se había
volcado y
la familia adentro había sido echada al pavimento. Vi con
mis ojos
jóvenes e inocentes que por fortuna todos habían caído sobre
alfombras.
Los camioneros (que habían puesto las alfombras debajo de la
cabeza de
cada uno) daban auxilios primeros. Uno le movía el brazo de
una
jovenzuela para averiguar si estaba roto.
Nuestro coche pasó.
En aquel entonces nadábamos en arroyos helados y un día mis
hermanas me
persuadieron a que me tirara al agua fría prometiendo
llamarme “Tomás
el Rey” por un día entero.
Por un día entero yo era Tomás el Rey.
Tal vez debido a la carretera llena de baches nos
enfermábamos del
estómago. Parecía que lo hacíamos por turnos. La única
medicina que
podía curarnos era cerveza de raíz.
Al regresar a Kentucky la historia de nuestro viaje a Alaska
fue
publicado en una revista. Adentro había muchas fotos
impresas en color.
Una foto muestra a mi padre y su amigo en Alaska. Llevan
gorros. El de
mi padre era de piel de mapache como llevaba el fronterizo
Davy
Crockett. Los dos tienen barbas. En aquel entonces solamente
los
artistas llevaban barbas.

Foto de la revista
Un día después del viaje al oeste, mi madre cocinaba en la
cocina cuando me preguntó:
—¿Quieres oler Wyoming?
Sostenía en la mano una caja de lata que contenía salvia y
la puso a mi
nariz. Olía exactamente igual a las matas de artemisa de los
llanos de
Wyoming y era como si estuviera de nuevo en las llanuras
solitarias del
oeste.
La rata cambalachera
Hace poco mi hermano fue a nuestra cabaña en el norte de
Arizona. Le
dije que no necesitaba traer una llave porque yo había
puesto una de
repuesto dentro de la lata de cacahuates en el anaquel más
alto del
armario de herramientas al lado de la casa.
Al llegar, llamó por teléfono quejándose que no había una
llave allí y le dije:
—Entonces alguien ha de haberla tomado porque sé con certeza
que dejé la llave en la lata.
—Bueno, no está.
—¿Cómo vas a entrar en la casa?
—Ya estoy adentro.
—¿Cómo? ¿Sin llave?
—Traje la mía.
—¿Entonces por qué te estás quejando?
—No me quejo —dijo—. Nada más quería decirte que no había
una llave en
la lata. Si no hubiera traído la mía, hubiera tenido ocasión
de
quejarme.
—Ve al armario por la lata. Quiero que mires otra vez.
—La tengo aquí mismo.
—¿La lata con la etiqueta que dice, “Beer Nuts?”
—La misma.
—¿Y no hay una llave en esa lata?
—Está llena de clavos oxidados y chatarra. Es todo.
Era uno de los misterios pequeños que se encuentran
ocasionalmente en
la vida. Tal vez Cindy May, que vivía cerca, la había
tomado. Era
posible que ella supiera dónde puse la llave. Pero no creía
que fuera
una teoría probable.
El próximo día mi hermano llamó quejándose de nuevo.
—¡No pegué el ojo en toda la noche!
—¿Qué te pasó?
—¡Una rata estaba saltando por todas partes de la casa como
un canguro!
—¿Una verdadera rata? ¿Una rata noruega?
—No. Era una rata cambalachera. La vi arriba en la recámara.
Tiene cola
corta y ojos enormes. Muy guapa. No quiero matarla. Quisiera
comprar
una trampa para atraparla viva.
—No sé dónde puedes localizar tal trampa.
—Hay otra cosa. Tiene una madriguera en el armario.
—¿Cómo?
—Está lleno de hierba. Vi esta hierba pero no me di cuenta
de qué era. El estante más de abajo está relleno de algodón.
—¿Dónde ha de haber encontrado algodón en el bosque?
—En la cama afuera en el campamento. Tomó el algodón del
colchón.
Dos días pasaron y llamó otra vez y me dijo que no podía
encontrar una
trampa que no hiciera daño a la rata. Él había pasado dos
noches más
sin dormir y estaba hasta la coronilla con la rata. Había
decidido
matarla con veneno.
—Compré algo que se llama “El Gato. Cebo Para Ratas.” Puse
un paquete
detrás del microondas, otro detrás de la refrigeradora y un
tercero en
el armario. Tengo lástima por la rata pero no tengo más
remedio.
Mi hermano regresó a casa el próximo día y yo manejé rumbo a
la cabaña
el día siguiente. Miré detrás del microondas y de la
refrigeradora y la
rata había comido el veneno. Pero no se nos había muerto
todavía. Esa
noche me despertó brincando por la casa como un conejo. Pasé
el día
siguiente desvelado. Leí las direcciones en la caja y
aprendí que la
rata iba a tardar cinco días en morirse.
—Espero que no sufra —dijo mi hermano al oír estas noticias.
—Fuiste tú el que la envenenó.
—Ya lo sé. Me remuerde la consciencia. Debería haber
encontrado una trampa para atraparla viva.
Vi la rata viva solamente una vez más. Corrió sobre la
alfombra de la sala en pleno día, se echó sobre el sofá y
desapareció.
Era al estar en la biblioteca municipal usando la
computadora cuando de
súbito me di cuenta de qué había pasado con la llave. La
rata
cambalachera la tomó. Escribí un email a mis hermanos:
—Como todo el mundo sabe, a las ratas cambalacheras les
gustan cosas brillantes. Esa llave estaba muy plateada.
—¿Por qué les gustan las cosas brillantes? —escribió mi
hermana.
—No sé —respondí—. No soy rataólogo. Pero es cierto. Aún
creo que he
oído hablar de una novela policíaca en la que una rata
cambalachera
escondió algo; no me acuerdo que era ― un anillo tal vez.
Era parte de
la trama de la historia.
—Dijiste que la rata construyó un nido de algodón. Qué
triste. La
pobrecita trabajó muy duro para preparar su hogar para el
invierno.
—Ya lo sé.
—Tienes que limpiar el armario y cuando lo hagas, tal vez
encuentres la llave.
Y eso es exactamente lo que sucedió. Encontré la llave en el
anaquel
más abajo del armario, tres niveles más abajo de donde la
había puesto.
Encontré el cadáver de la rata en el camino frente a la
casa. Otro
animal le había cortado la cabeza dejando solamente el
cuerpo y
su hocico triangular. Puse la rata cambalachera muerta
(y su
hocico) en una mesa afuera.
En la mañana ya no estaba allí. Otro animal debe de haberla
comido y
eso me preocupa un poquito porque el cadáver ha de haber
contenido
veneno. Por otra parte, dudo que haya contenido suficiente
para hacer
daño a un perro, especialmente uno de esa área. Todos son
tan grandes
allí.
Revistas de historietas
—¡Gastaste veinticinco centavos solamente por un bocadillo!
—gritó mi
madre al aprender que yo había gastado veinticinco centavos
solamente
por un bocadillo.
Lo compré en la tienda de conveniencia cerca de nuestra casa
en Tempe.
Era un pai de manzana francesa y los precios acababan de
subir. Mi
madre gritó aún más ruidosamente al aprender que yo había
pagado
treinta y cinco centavos al hijo del alcalde por su revista
de
historietas codiciada, “El origen de Ultraboy.” Hoy costaría
un ojo de
una cara pero en aquel entonces ella no sabía esto.
Años más tarde mi madre me dijo que mi padre y ella estaban
preocupados
porque no parecía que me gustaba leer. Eso cambió cuando yo
descubrí el
mundo fabuloso de las revistas de historietas.
Tenía una favorita: La Liga de Superhéroes y los martes,
cada dos
semanas la nueva edición llegaba a la tienda de
conveniencia. Acudía a
la tienda a las tres en punto después de mis clases de la
primaria y la
compraba. Si otros muchachos hubieran comprado todas antes
de que
llegara, hubiera sido un desastre para mí. Felizmente, eso
nunca pasó;
yo era sumamente puntual y llegué tan temprano que los otros
nunca
tenían la oportunidad.
Siempre sabía exactamente la escena que iba a estar pintada
en la
portada porque cada edición tenía una vista previa de la
edición que
venía. Cada revista costaba trece centavos y en dos semanas
yo ya había
ahorrado lo suficiente para comprarla.
Iba a casa para gozar la revista. Leía cada palabra
lentamente como
tomaba cada gota de vino un borracho. Y cuando había leído
toda la
revista, la leía otra vez y otra vez hasta que te la podría
relatar
palabra por palabra sin echar una sola ojeada.
Así aprendí a leer bien. Y mejoré mi vocabulario con
palabras como
“invulnerable” (porque Superboy, un socio de la Liga de
Superhéroes,
estaba invulnerable) y otras palabras que recuerdo como
“único” que se
deletreaba en inglés “unique” y por eso nunca lo podría
pronunciar. Por
alguna razón, siempre decía “ancuáyn” en vez de “iuník.”
Aprendí
también la palabra “origin” que llevaba acento prosódico en
la primera
sílaba aunque yo lo ponía en la segunda. No importaba.
Estaba
aprendiendo vocabulario y divirtiéndome.
No solamente leía la Liga de Superhéroes. Había revistas
como Magnas
luchador de robots. Magnas vivía en un mundo del futuro en
el que los
robots eran tiranos. Leí en la secundaria Spiderman también.
Y había un
personaje que se llamaba Turok. Se vendía esta revista aun
en México.
Turok y su brazo derecho, Andar, están perdidos en la Valle
Perdida
donde viven dinosaurios y otras criaturas extrañas. No
pueden escaparse
del valle. Son indígenas de Norteamérica y llevan en el pelo
plumas y
usan arcos y flechas. Nunca puedes predecir lo que va a
pasar en esta
revista. Me acuerdo de una historia de Turok y Andar en la
que tienen
que escapar de una tribu de hombres castores traicioneros.
Todavía
tengo esta edición. También tengo en casa una foto de mi
hermano que
sostiene una revista de Turok. El está en nuestro coche
viajando en
Minnesota y hay gotas de lluvia en las ventanas. Hace
veinticinco años
traje la foto a una tienda especializada en revistas de
historietas y
encontré la misma edición. Tenía muchas ganas de comprarla,
pero me
faltaban fondos.

Mi hermano con una revista de Turok en Minnesota
Ojalá que todavía tuviera mis revistas. Valdrían miles hoy.
Desgraciadamente, un verano fuimos a Minnesota y un
estudiante de la
universidad cuidaba la casa en Tempe. Él tenía muchas
fiestas y alguien
me las robó.
Aquellas chiquititas letras de vergüenza
Un día encontré en mi buzón de oficina una carta de alguien
que hacía
pocos años trabajaba como maestra en nuestra escuela. La
recordaba como
una mujer muy atractiva y profesional que tenía que
renunciar el
trabajo porque su familia iba a mudarse a otro estado.
La carta era escrita en letra cursiva y cada palabra era muy
pequeña
como si la escritora no quisiera que fuera fácil de leer o
como si le
diera pena escribirla. Yo me puse los anteojos y leí.
Tomás,
Han pasado algunos años pero creo que me has de recordar.
Escribo para
pedir perdón por algo. Yo soy cristiana y por los últimos
tres años, el
Señor ha estado haciendo una limpieza profunda de toda mi
vida. Una de
las cosas por la que me está limpiando es el pecado de
seducción. Este
pecado era muy arraigado dentro de mí durante los años de mi
propia
inmoralidad. He caído en el pecado de adulterio tres veces
durante mi
matrimonio, la última vez por casi dos años.
Te pido perdón por haberme comportado contigo de esa manera
seductora.
Yo manipulaba a todos a mi alrededor con este pecado. El
Señor ha hecho
un milagro de curación para mí y mi familia. Yo quería pedir
perdón por
este pecado que cometí contra ti. Ese pecado vivía en mí
cuando me
contrataste.
Katarina
Mi hermano no había conocido a esa mujer y le dejé leer la
carta.
—Ay, Tomás —dijo—. ¿Cómo podrías haber dejado caer ese globo
tan fácil de atrapar?
Nos reíamos y confieso que se me había ocurrido la misma
cosa. No pude
evitarlo. Pero fuera de broma, no creo que haya sido muy
sano lo que
hizo ella o tal vez lo que le haya obligado hacer algún
pastor.
Pedirle perdón a alguien puede ser una cosa catártica,
supongo yo. La
persona que ha sido ofendida tiene la oportunidad de
perdonarle a
alguien y así los dos individuos pueden hablar del problema
y hacerse
amigos de nuevo, con suerte. En cambio, pedirle perdón a
alguien que ni
siquiera sabe de qué hablas no sirve para nada bueno aunque
posiblemente se debe a otra razón. Esta clase de confesión
me parece
más como castigo que terapia. ¿Para qué otra cosa sirve
denigrarse y
desnudarse delante de personas ajenas al asunto? Postrarte a
los pies
de los que has ofendido tiene sentido. Tal vez. Esto no.
Ya no se puede matar a una adúltera a pedradas, pero hay
otras formas
de castigo y dominación. Siempre han sido reservadas a las
mujeres.
Dudo que ningún consejero pudiera haber persuadido a un
hombre que
hiciera lo mismo.
Me pregunto quién era el consejero. Me pregunto cuántas
cartas tenía
que escribir esa mujer y enviar (¡y a quienes!) antes de que
se
satisficiera a ese supuesto consejero.
No me pregunto, sin embargo, si ella verdaderamente quería
escribir
esas cartas o cómo se sentía al enviarlas. Ya lo sé muy bien
por
aquellas chiquititas letras de vergüenza.
A buen fin no hay mal principio
Quisiera hablar de un éxito, un éxito mío y de mis amigos
que teníamos
durante nuestros años de la secundaria. Yo era muy joven y
era el
guitarrista de la banda La Buena Tierra. Era una banda muy
buena. No me
jacto; es la verdad. Éramos cuatro: yo; mi hermano, quien
tocaba el
contrabajo; un tecladista; y un baterista. Teníamos todos
dieciséis
años.
Era una banda buena porque habíamos tocado tantas veces por
varias
fraternidades de la universidad en sus fiestas de borrachera
y
aprendimos las canciones que le gustaban al público. Tocar
en estas
fiestas era como luchar en las trincheras. Maduramos como
músicos y
como un conjunto.
 
Tres miembros de La Buena Tierra: Mi hermano tocando el
contrabajo, Pete Shelton tocando la batería y yo con mi
guitarra
Daba la casualidad de que mi madre trabajaba con el canal 8
de la
televisión, sus oficinas ubicadas en la universidad y un
día
recibió una llamada telefónica. Era una muchacha que
trabajaba en la
universidad y que quería saber si alguien le podría
recomendar
una banda para el gran baile de regreso a hogar, un
acontecimiento
anual para los ex-alumnos de la universidad. Mi madre le
dijo:
—Le puedo recomendar una banda fantástica que se llama La
Buena Tierra. Llame Ud. a Tomás Cole.
Y le dio su propio número de teléfono.
Cuando sonó el teléfono en casa yo contesté. La muchacha que
llamó
quería que yo la encontrara en su oficina en la universidad
para firmar
el contrato. Al llegar a la oficina, nadie estaba pero había
un letrero
en el escritorio con mi nombre y una flecha dirigiéndome a
otro
despacho. Recuerdo que acababa de cumplir dieciséis años,
pero al
conocer a la muchacha allí no me parecía estar sorprendida
por mi edad.
Firmé el contrato (aunque yo no era de la edad legal para
hacerlo) y
volví a casa.
Íbamos a tocar en el gran salón de baile de la universidad.
Era el
mismo salón de baile que se ve en la obra maestra de Jerry
Lewis: la
película El profesor chiflado. Sabíamos muy bien que no
teníamos equipo
suficiente para tocar allí. En la ciudad había una sola
banda que tenía
tal equipo: Los Hombres de Coche Fúnebre. Mi amigo, el
tecladista, hizo
una llamada.
—Oye, Juan —él dijo—. ¿Nos puedes sacar de un apuro? Tenemos
una actuación en el gran salón de baile en la universidad...
El próximo día un coche de fúnebre se paró frente a la casa.
No llevaba
un ataúd sino que estaba cargado de amplificadores enormes,
micrófonos
y todo lo que necesitábamos. Los Hombres de Coche Fúnebre
eran
conocidos nuestros y nada más, pero en esos días era el
deber de cada
grupo musical ayudar a los otros.
Me acuerdo muy bien de la noche del baile. Había un gran
escenario
donde empezamos a montar el equipo. La muchacha que nos
había
contratado se presentó. Estaba con un hombre. Éste nos miró
e
inmediatamente le preguntó a la muchacha:
—¿Has oído a esta banda?
—No —respondió ella.
En ese momento todos pudimos ver que empezó a sudar la gota
gorda. Nos había contratado sin audición.
—¿Cómo podrías estar tan estúpida? —habrá de haberse
preguntado a sí misma—. ¿Qué tal si no pueden tocar para
nada?
No me gusta ni imaginar su ansiedad y cómo sufría antes de
que
tocáramos, pero no iba a sufrir por mucho tiempo. El salón
rápidamente
se llenó y empezamos a tocar. Inmediatamente el público, que
anteriormente parecía un poco escéptico, nos aceptó.
Teníamos en esta
noche lo que siempre llamábamos “buen sonido.”
¡Cuánto gentío había! Y por horas la gente nunca dejó de
bailar y nunca dejamos de tocar. Era un triunfo de primera.
Al fin de la noche tocamos la canción “Hit the Road, Jack” y
el público formó filas y bailaban batiendo las palmas.
Cuando terminó la última canción, la muchacha que nos
contrató se nos
acercó riéndose con su novio. Había bailado toda la noche y
las gotas
de sudar en su frente eran gotas de felicidad y de alivio.
—¡Me divertí tanto! —ella dijo.

Todo el conjunto en los años sesenta: Yo, Stephen Cole,
Peter Shelton y Boyer Rickel

Todo el conjunto en los años setenta: Yo, Peter Shelton,
Boyer Rickel, Stephen Cole
Podía apreciar exactamente lo que quería decir el señor
Shakespeare cuando escribió, “A buen fin no hay mal
principio.”
En la mañana el periódico citó que había 1500 personas en el
salón de baile y quinientas esperando afuera.
Las llamamos nueces de Brasil
Yo nací en Louisville, Kentucky y asistí a una escuela
segregada. El
oeste siempre ha sido más progresivo que el sur y por eso
cuando mi
padre consiguió un trabajo en Arizona y nos mudamos allí yo
era tan
crédulo que creía que los hispanos eran negros.
Todas las razas asistían a las mismas escuelas en Arizona y
todas las
razas nadaban en la piscina municipal. Había autobuses que
llegaban a
la piscina todos los días y llevaban a muchos niños negros
de la ciudad
de Phoenix.
—Vamos a nadar antes de que vengan los niggers —dijo un
compañero de juego mío.
No dijo “los niños negros” que habría sido bastante malo.
Usó la
palabra “nigger” que simplemente no debe usar en inglés de
no estar
hablando de la palabra misma o de las novelas de Mark Twain
que
escribió diálogo exactamente como solía hablar la gente hace
más de un
siglo.
Aprendí más tarde que el padre de mi compañero de juego era
un concejal
de la ciudad y republicano. Dentro de poco noté algo que hoy
ha dejado
de sorprenderme: los niños de republicanos usaban “la
palabra N” y los
niños de los demócratas, no.
Mis padres eran demócratas y no aguantaban la lengua de odio
y
prejuicio. Si yo siquiera me hubiera atrevido a susurrar
esta palabra,
habría estado lavando los trastes por un mes. Yo podría usar
cualquier
mala palabra que quisiera (casi) y a mis padres no les
importaba, pero
ésa, nunca. Por supuesto, ellos no tenían por qué
preocuparse porque me
habían educado. Yo no usaba “la palabra N” y entendía
precisamente por
qué no la usaba. En cambio, los padres republicanos no
usaban la
palabra (fuera de la familia) por otra razón: no querían ser
rechazados
por la sociedad. No les importaba para nada si era cosa de
odio,
prejuicio, o intransigencia y por eso nunca educaron a sus
niños de eso.
Me acuerdo de la fiesta que planeaba la amiga de mi hermana.
La
pandilla entera de amigos de mi hermana iba a asistir. Todos
estudiaban
en la misma secundaria y todos esperaban la fiesta con mucha
anticipación.
A última hora, sin embargo, los padres, republicanos y
bautistas
devotos, aprendieron que uno de los asistentes sería un
hispano y ellos
insistieron que su hija le dijera que él no podía venir.
¿Qué podría
hacer ella? Habló desesperada con mi hermana y no tardaron
mucho en
resolver el problema. La fiesta tomará lugar en la casa de
los Cole,
los bien conocidos ateos demócratas.
Siempre me ha sentido un poquito celoso del amigo mío
que escribió este poema fino:
En Licores Arizona
Hay una puerta de mona
Adentro se vende res,
Monos y sus pies
Una vez estábamos compartiendo bocadillos después de la
escuela.
—¿Comiste ese dedo de nigger? —me preguntó.
Han pasado más de cincuenta años y todavía me acuerdo de lo
que dijo. Hoy sé que yo debería haberle dicho:
—Nosotros las llamamos nueces de Brasil.
Amigo perdido
No soñé nunca con ser piloto aunque soy de una familia de
pilotos. Mi
madre era piloto de aviones de caza durante la segunda
guerra mundial.
Volaba en el estado de Tejas y nunca luchó en la guerra en
Europa como
mi padre que la conoció en Tejas en la base allí.
Cuando culminó la guerra, ella le enseñó a volar y los nuevo
maridos
compraron una avioneta para recorrer Estados Unidos y
Canadá. Mi
hermana, por casualidad, años más tarde se casó con un
piloto y ella
también consiguió una licencia de volar. Yo era el último en
llegar a
ser piloto — a la edad de veintisiete años. Pero este cuento
no trata
de mi, ni de los pilotos de mi familia, sino de un amigo que
era piloto
también. Y el cuento no tiene un desenlace muy feliz.
Mi amigo se llamaba Barry y lo conocí en la universidad en
1969.
Vivíamos en una residencia estudiantil vieja de ladrillos y
torres
cubiertas de hiedra ubicada en la parte norte de Arizona, un
área
nevada de volcanes y pinos.
Él era alto y rubio y tenia una recamara en una de las
torres del bello
edificio que se había convertido en un dormitorio. Teníamos
muchas
aventuras en aquellos días y nos conllevábamos con mucha
amistad. Barry
era un muchacho amable y honrado a carta cabal aunque es
cierto que a
él no le importaban todas las leyes del país.
Barry no se graduó de la universidad. Obtuvo un trabajo en
una fábrica
y tenía éxito allí, llegando a ser un jefe. Yo me gradué y
encontré un
trabajo de lavaplatos en un predilecto restaurante mexicano
en el
pueblo donde me crié. Mientras tanto estudiaba en la
universidad
estatal en la misma ciudad. Saqué otro título en 1977 y me
mudé a
México, DF para dar clases de inglés.
Barry y yo no nos íbamos a ver por algunos años. Yo aprendí
a volar en
Tejas cuando daba clases en la Universidad de Houston e iba
a Arizona
durante las vacaciones. Él y yo empezamos a reunirnos para
volar en
avionetas que alquilábamos. Más tarde, yo renuncié mi
trabajo y
encontré otro en Arizona. Barry vivía en otra ciudad y por
eso nos
reuníamos sólo de vez en cuando.
Él compró una avioneta y algunas veces volamos al lago donde
había una
pista de aterrizaje de grava. En un automóvil el viaje
duraba más de
una hora pero por avión llegábamos en quince minutos cuánto
más. Una
vez en el verano, cuando el calor era insoportable, subimos
a 10.000
pies sobre el nivel del mar y a esa altitud no hacía fresco
sino frío.
Abrimos las ventanas para aprovechar del aire helado.

Barry y su avioneta

Mi padre y yo con Cessna 11452, una avioneta que yo
alquilaba de costumbre en Texas
Mi familia tenía una casita en la playa cerca de Puerto
Peñasco en
Sonora, Mexico. Barry frecuentemente nos acompañaba allí
como huésped y
pasamos juntos muchas vacaciones allí. El quería volar a
Puerto Peñasco
de Phoenix pero había reglas que tenía que obedecer. Por
ejemplo,
tendría que ir a Peñasco desde la ciudad de Tucson. Había
otras
regulaciones los detalles de las cuales no me acuerdo, pero
sé que
Barry no quería conformarse a ellas. De todos modos jamás
voló a México.
Un día Barry y yo estábamos mirando un avión en un
aeropuerto. El dijo:
—Hay mucho lugar para cargamento.
El avión tenía solamente dos asientos. La parte trasera era
vacía.
—Me estoy imaginando lo que podría llevar en un avión como
éste.
—Si tienes ideas de traficar las drogas, deberías de
considerar que si
te cogen te van a quitarte tu licencia de volar —le advertí.
—No tengo ningún plan de ser cogido —respondió él.
Yo no decía nada más. Sabía que nosotros vivíamos en mundos
diferentes.
Él no era exactamente un harlero, pero tenía una motocicleta
de este
estilo y a él le gustaban las drogas. No era adicto a
ninguna pero las
usaba para divertirse.
Recuerdo que una noche lo visité en la casa que alquilaba en
Phoenix y
le pregunté si le gustaba. Me dijo que le encantaba la casa.
—Es mi hogar, Tomás —dijo.
Yo me quité mi abrigo y abrí un ropero. Adentro no había
sacos y
camisas sino plantas de marihuana. Había un bombillo
brillante sobre
ellas.
Un olor fuerte de yerba emanó del ropero y llenó la casa. Me
gustaba el
olor aunque nunca me había gustado la marihuana. Yo me
habría sentido
nervioso de tener drogas en la casa, pero a Barry no le
preocupaban
tales cosas. Siempre había vivido así.
Barry tenía un amigo — su mejor amigo — un hombre bastante
duro. Se
llama Carl. Barry y él eran amigos desde hacía mucho tiempo.
En efecto,
él era su compañero de cuarto en la universidad cuando Barry
vivía en
la torre hace tantos años. Me acuerdo de un día cuando yo
estaba en el
dormitorio y Carl se quitó su camiseta. ¡Qué músculos tenía!
Eran como
tiras de cuero. No me gustaría tener una pelea con este
tipo;
sospechaba que Carl era muy hábil con los puños.
Barry siempre quería tener una novia, pero nunca tenía mucha
suerte.
Pero sí tenía una novia en la secundaria. Una vez yo la
conocí en la
universidad. Se llamaba Carmen Sánchez y era buena chica
pero había
roto con él. Barry buscaba una novia por años y por fin
encontró a una.
Ella era bailarina: una chica que hacía strip-tease. Así era
el mundo
de Barry.
Yo solía llamar a Barry por teléfono de vez en cuando.
Hablábamos por
horas. Verdaderamente sabía contar una historia. ¿Conoces a
algunos
cuentacuentos? Como Barry, ninguno. Le gustaba añadir
sonidos a
cualquier cuento que contaba. Si alguien en su cuento dio un
portazo,
lo oías perfectamente como si estuvieras allí. Y por la vida
que vivía,
nunca le hacía falta una nueva aventura para contarte.
Una noche hablábamos tres por teléfono: yo, mi hermano y
Barry. Barry empezó a hablar de su novia y mi hermano le
preguntó:
—¿Esa es la chica que hace strip-tease?
Barry contestó avergonzado:
—Bueno. No. Ya no lo hace.
Me consta que él preferiría haber hallado a una novia que
nunca hubiera sido bailarina. Me compadecía de él.
Un día mi hermano y yo regresábamos de nuestra casita en la
playa
mexicana. Barry no nos había acompañado. No sé por qué. Tal
vez no pudo
ir. O podría ser que no se nos ocurrió invitarlo. O
posiblemente
hubiéramos dejado de invitar a huéspedes. No me acuerdo. De
todas
maneras, el teléfono sonó y de inmediato contesté. Era Carl.
—¿Tomás?
—Sí.
—No sé si has oído lo que pasó con Barry.
—No he oído nada.
De repente Carl se echó a llorar.
—¡Estrellaron!” —dijo—, “¡y todos están muertos!
Luego aprendí que Barry se había despegado en mal tiempo del
aeropuerto
en Las Vegas. Se encontró perdido en las nevadas nubes de
una tormenta
y chocó contra una montaña cerca de Wikieup, Arizona. Él y
sus tres
pasajeros — su novia y otra pareja — fallecieron. La
avioneta se quemó.
—¡Es como un círculo roto! —Carl gritó.
Mis padres llegaron a casa de México el siguiente día. Mi
hermano y yo
estábamos por ir al funeral y nuestros padres nos
acompañaron vestidos
en sus pantalones cortos y camisetas, pero en Estados Unidos
a nadie le
importa cómo uno se viste en un funeral.
En el funeral podía oír el llanto de mucha gente. El cura
era el
encargado. Él fingía que conocía a Barry y daba un toque de
llanto
afectado a su voz.
—Viviremos con nuestra pena —lloraba.
—¿Cómo nuestra? —dije.
Entonces recitó un poema. Lo reconocí inmediatamente. Se
llamaba “Vuelo
Alto.” Fue escrito por un piloto canadiense que describe el
sentido de
volar. Se le escuchaba en la televisión cada noche, o mejor
dicho, cada
mañana a la una. Todos los programas de la televisión
terminaban a la
una y uno de los canales solía terminar cada vez con este
poema. Todo
el mundo lo conocía. Mi gato lo conocía. Él podría haberlo
recitado de
memoria con los ojos cerrados.
—¡Ay! —dije hablando conmigo mismo—. ¡Qué literario es!
Creía que nos iba a recitar algunas líneas pero me
equivoqué. ¡Qué
estúpido era yo! De repente me di cuenta que él iba a leer
el poema
entero.
—¡Merced! —suspiré.
Yo sabía que él no podía evitarlo porque la última palabra
del poema
era “Dios” y no iba a dejar pasar esta oportunidad que le
había caído
como llovido del cielo. Preferiría darle de comer sus
propios nietos a
una manada de lobos.
El público, por supuesto, entendía exactamente por dónde
iba. Y esperamos. Por fin terminó con la último verso:
—Extendí la mano y toqué el rostro de...¡DIOS!
Y la palabra “Dios,” en mayúsculas, triunfantemente
suspirada y gritada
al mismo tiempo él nos la mostró en una voz que tenía aires
de
misterio, temor y admiración. Y como hablaba en inglés, la
primera
letra era una g dura y sin querer esparció algunas pequeñas
gotas de
saliva a la gente sentada en la fila delantera.
Y así concluyó el cura, satisfecho y bien pagado de sí
mismo.
—¡Qué mojigato! —me susurró mi padre.
Fuimos afuera y vimos a Carmen Sánchez. Estaba charlando y
riéndose con un novio. Nos sentimos amargos y enojados.
Pero íbamos a tener otra oportunidad de rendir tributo a
Barry. Carl
organizó una fiesta en el desierto. Él tenía las cenizas de
Barry y iba
a esparcirlas sobre una barranca en un área del desierto que
a Barry le
había gustado.
Mi hermano y yo llegamos a la casa de Carl temprano y lo
encontramos en
el garaje con su hermano mayor, un hombre gordo y poco
listo. Estaban
armando una motocicleta. El hermano de Carl se paró
súbitamente y las
cabezas de los hermanos chocaron.
—Hijo de la... —gritó Carl y le dio a su hermano un fuerte
puñetazo en la cabeza—. ¡Me están zumbando los oídos!
Su hermano no se atrevía a vengarse. Nada más se quejó:
—¡No lo hice a propósito!
En el desierto se proponían muchos brindis en homenaje de
Barry. Carl
tenía bolsas de plástico llenas de cenizas. Nos mostró una y
dijo:
—Aquí tengo una mezcla de las cenizas de Barry y su novia.
Tocó el bolsillo de su chaqueta y dijo:
—También tengo algunas de puro Barry.
Él fue a un precipicio y empezó a arrojar cenizas. Soplaba
un viento y
nubes de polvo blanco subieron al aire y cubrieron a la
gente. Teníamos
que parpadear por las cenizas que se nos entraron en los
ojos. Teníamos
el arenoso sabor de las cenizas en las bocas y nuestro pelo
y ropa
estaban llenos de ellas.
Al pie de la colina paró una camioneta. Era la camioneta de
la madre de
Barry. Ella esperaba la avioneta que iba a pasar para echar
por la
borda las cenizas que quedaban de Barry. Dentro de poco
apareció y tres
penachos, tres chorros de cenizas blancas brotaron de la
avioneta. La
avioneta continuó al norte.
Carl me dijo que a bordo de la avioneta había diez
libras de
semillas de marijuana que Barry había guardado. El piloto
iba a
echarlas por la borda sobre el Río Verde. Dijo que muchas de
ellas
brotarían en las orillas del río.
Siempre me sorprende esta cultura de drogas. Para Carl y
Barry las
drogas eran importantes. Este estilo de vida me es ajeno. Me
gusta la
cerveza, es cierto, pero cuando me muera a nadie se le
ocurrirá echar
por la borda de un avión semillas de cebada para rendirme
tributo.
Barry y mi hermano tenían la misma marca y modelo de reloj.
Barry había
fabricado en su taller una hoja de metal para cubrir y
proteger el
vidrio del reloj. Mi hermano quería tenerla. Yo hablé con
Carl para
averiguar si había sido encontrado en la avioneta y él me
dijo:
—No sé. Sé que el metal no quema.
—¿Puedes preguntarle a alguien? —dije.
—No quiero meterme en esto, Tomás.
—¿Por qué no?
Vaciló un momento y entonces respondió:
—Encontraron una libra de marihuana en la avioneta.
Un año pasó y un día sonó el teléfono. Mi hermano contestó.
Era Carl.
Él creía que nosotros teníamos el certificado de nacimiento
de Barry y
él quería tenerlo.
El hecho es que Barry sin querer lo había dejado con
nosotros después de uno de nuestros viajes a Mexico.
—Te lo di en el funeral —dijo mi hermano—. ¿No te acuerdas?
—No.
—¿Por qué lo quieres?
—No quisiera decir ahora por teléfono.
Pasaron más años. Una noche yo estaba marcando en la pared
una línea al
nivel de mi cabeza con un lápiz. Quería saber cuanto medía.
En ese
momento, no sé por qué, recordé que en la fiesta en el
desierto Carl me
había dicho que tenía seis pies de alto. Escribí otra linea
seis pies
sobre el piso. La televisión estaba puesta y de repente
apareció el
rostro de Carl. La policía lo habían arrestado por convertir
su casa en
una fábrica de metedrina. Él estaba en un gran apuro. Bueno,
no era muy
sorprendente.
Pasaron aún más años y mi hermano y yo estábamos en un
aeropuerto.
Vimos una exhibición de arte de escultura de chatarra. El
escultor era
Carl. Había un letrero allí que decía: “Yo tengo una sola
regla. No se
puede cortar la chatarra. Hay que usar pedazos enteros para
las
esculturas exactamente como los encuentras.”
Estábamos contento que Carl tenía un poquito de éxito.
Creíamos que estaba en la cárcel.
Mi hermano investigó la muerte de Barry y obtuvo
las
transcripciones de la llamada telefónica que había hecho
para presentar
su plan de vuelo. El oficial con quien habló le había
advertido:
—No recomendamos vuelo visual. Nadie excepto los de
los aviones comerciales está volando ahora.
El tiempo era terrible. Había ráfagas de más de cincuenta
millas por hora.
—Ah, otra cosa —dijo el oficial—. No me acuerdo si le dije,
pero va a
haber ocultamiento de las montañas. Quiero que usted sepa
esto. Las
montañas estarán ocultas por niebla y nieve.
Barry despegó de todos modos. Testigos dijeron
que Barry y sus pasajeros les parecían nerviosos y
ansiosos
al salir.
También consiguió las transcripciones de
la comunicación radial con la avioneta
de Barry cuyo nombre era 9-1
Romeo. Barry dijo que
estaba perdido en las nubes. Había una red de gente que
trataba de
ayudarlo.
Barry salió de las nubes por un segundo y comunicó por
radio que podía ver el Río Colorado. Alguien le dijo:
—No creemos que sea el Río Colorado. Hay un arroyo,
el Hassayampa al este y está crecido de agua de la
tormenta.
Eso es probablemente lo que usted vio.
Barry volvió a llamar y dijo que por poco choca con una
montaña. Sus últimas palabras eran:
—Estoy dando vuelta atrás.
Entonces la transcripción simplemente lee, “9-1 Romeo. 9-1
Romeo. 9-1 Romeo. 9-1 Romeo. 9-1 Romeo.”
Nadie contesta.
Dice la transcripción:
—TWA 343, un piloto está perdido en las nubes y ahora no
podemos localizarlo. ¿Nos puede ayudar?
—Si usted no puede localizarlo dudo que pueda yo, pero
intentaré.
No pudo.
Respecto a pilotos hay una lista corta de cosas que nunca
deberían de
hacer. Una es que nunca despegue en mal tiempo. Barry rompió
una de las
reglas más básicas de la aviación y le costó la vida — y las
de sus
compañeros.
La niña vieja de la esfera de color rosa
Habiendo sido escogido por el Gran Conejo, Xitlali se dio
cuenta de que
eso le había puesto en un gran apuro. Súbitamente, sin que
ella hubiera
solicitado trabajo alguno, ella tenía la responsabilidad de
salvar a
todo el planeta—sola y sólo a la edad de solamente ocho
años. Y el
Hombre de los Caballos Blancos no le daba ni una sola
sugerencia de
cómo iba a llevar a cabo esta gran hazaña. Ella le preguntó:
—¿Estás totalmente loco de la cabeza? ¿Cómo voy a hacer eso?
El Hombre de los Caballos Blancos simplemente relinchó:
—Cuando llegue el momento, sabrás cómo hacerlo.
—Lo dudo —respondió ella—. Por eso te pregunté, pero si no
quieres decirme o si no sabes...
—No te preocupes —dijo él—. El Gran Conejo te eligió por tu
corazón de oro, tu humildad, tu...
—Me das coba —ella dijo—. El Gran Conejo debería de saber lo
que
hacemos nosotros con seres semejantes de donde soy yo. Le
puedo ofrecer
un pedacito de consejo al conejo. Sé hacer un buen tiro con
una
escopeta y hay algunos liebres que te lo pudieran
atestiguar.
—El Gran Conejo te ha observado desde hace mucho tiempo y ha
decidido
que tú eres capaz de salvar a todos los seres de tu planeta
y
transformarlo en un planeta bello y lleno de cosas buenas.
—El Gran Conejo tiende a decidir demasiado y fisgonear más
de lo que le
conviene. Puedes decirle al Gran Fisgón que si me observa
más le voy a
clavar su pelaje tupido a la puerta del granero.
Al decir eso, Xitlali reflexionó que el Gran Conejo no había
de haberle
observado todo el tiempo; de haber hecho eso, sabría que
hace solamente
dos días se escondió al otro lado del granero para fumar
diez cigarros
del paquete de veinte que había robado de la tienda de
abarrotes “El
Pobrecito” ubicada cerca de su domicilio. Se aprovechó al
mismo tiempo
la oportunidad de tomar a pico de botella el ron Bacardi que
por
fortuna había adquirido de un viejo ebrio a quien primero le
había
pegado la cabeza con una pala. No era raro que los dos
hoyuelos en sus
mejillas le dieran un aspecto travieso, pero ellos se le
desvanecieron
totalmente cuando tomaba el ron con los cachetes inflados.
—Ven conmigo, Xitlali —suplicó el Hombre de los Caballos
Blancos—. ¡Ven conmigo en la esfera de color rosa!
Luego apareció la esfera a la que se había referido. Era
casi transparente y flotaba a como un pie sobre el suelo.
—No huele a una rosa —observó Xitlali—. Más como mofeta.
El hombre frunció la frente y dijo:
—Es cierto. Atropellé un zorrillo anteayer. ¿Todavía se lo
puede oler?
—Dónde hay tal esfera, hay zopilote muerto —ella dijo.
—Creo que huele más fresco adentro.
Entonces él gritó:
—¡Abre Semilla de Sésamo!
Nada pasó.
“¿Abra, por favor?
La puerta se abrió y los dos entraron a la cabina y se
sentaron en dos de los cinco o seis taburetes allí adentro.
—Vamos a viajar adonde verás un planeta ideal.
Se cerró la puerta. El motor se arrancó y empezó a zumbar
ruidosamente.
Sin advertencia alguna, la esfera despegó. Dos botellas de
vino tinto
se cayeron de un armario y tres taburetes se derrumbaron
mientras que
Xitlali y el Hombre de los Caballos Blancos intentaban
mantenerse
incorporados en los suyos.
—Sé que no tiene amortiguadores —dijo Xitlali—. ¿Pero acaso
tiene ventanas este cacharro?
—Claro que las tiene —dijo el Hombre Caballo y gritó—, ¡Abre
las ventanas, Sésamo!
Las ventanas no se abrieron.
—¿Podría Ud. tener la bondad de abrir las ventanillas?
Las ventanas se abrieron y por el vidrio grueso, los dos
pudieron observar las estrellas y toda suerte de objetos
astronómicos.
—Qué planeta tan bello —suspiró Xitlali, mirando por una
ventana.
—Se llama Podrido Menor y no es tan bello como crees. Una
noche yo pasé
un mes allí. Encontrarás allí nada más que miradas feroces y
un
puñetazo a la nariz si te atreves a preguntarle a alguien
qué horas son.
¿Qué horas son?
¿No sé. No tengo reloj. Me lo quitaron en Podrido Menor.
—Pregúntale al Señor Semilla de Sésamo.
El Hombre de los Caballos Blancos gritó:
—Semilla de Sésamo, le suplico. ¿Nos podría decir la hora?
Se oía una voz grande y fuerte.
—Es hora de callarte y bajar. Estamos por llegar. ¡Qué te
vayas, Señor
Atropellador de Zorrillos! Estoy hasta la coronilla contigo
y también
estoy harto de esta chiquita locuaz y precoz. A propósito,
no es
ninguna chica — es niña vieja y tiene 36 años. Es mala
semilla, amigo
mío. Te advierto. ¡Fuera!
Hubo un tumbo fuerte y doloroso y la puerta se abrió. Los
dos viajeros salieron de la esfera.
Afuera hacía sol. Soplaba una brisa fresca que llevaba el
perfume de
violetas con un poquito de perfume de zorrillo ya que ellos
todavía
estaban cerca de la esfera. También había jardines,
glorietas,
estanques, flores y una aldea de casitas preciosas.
—No veo ninguna cerca —dijo Xitlali.
—No se necesitan cercas aquí.
—Pero se necesita privacidad ¿No? Si yo fuera el alcalde de
este barrio
de las latas, construiría algunos en seguida — pero fisgones
como tu y
el Gran Conejo no entenderían esto ¿No es así?
El Hombre de los Caballos Blancos no hizo caso de lo que
dijo Xitlali. Respondió:
—La gente vive en armonía y paz en este planeta. El mayor
deseo que
tiene se puede expresar con solamente cinco palabras:
Respetar y ayudar
con amor.
—Trillado.
—¡Estas cinco palabras son la clave — la llave de la
felicidad!
—¡Ah! Esto me recuerda —dijo Xitlali—. Quisiera las llaves
de la esfera.
—¿Cómo? ¿Qué dices....
Los cabellos blancos del Hombre de los Caballos Blancos se
le pararon.
Xitlali sostenía una pesada escopeta de dos cañones y la
estaba
apuntando directamente al carnoso estómago de él.
—La esfera es bastante difícil de manejar...
—Creo que me las puedo arreglar. Dame las llaves.
—Tu y el Señor Sésamo jamás van a hacer buenas migas.
—Tú y yo no nos caemos muy bien tampoco, y en cuanto al
Señor Semilla
de Sésamo, yo no pienso hablar de usted con él.
Dámelas.
—¿Tienes licencia de conducir?
Xitlali se le acercó apuntando los dos cañones de la
escopeta.
—Dámelas, panzón, o te voy a abrir como una piñata.
Se las dio.
—Bueno —dijo el Hombre de los Caballos Blancos—. Parece que
te gusta este planeta.
—Mucho.
—Y no tienes ganas de volver al tuyo para ayudar a la gente
por el bien ajeno.
—¿Para qué iba a perder tiempo?
—¿Está bello aquí, verdad?
—Bellísimo.
—¿Y estás contenta?
—Extasiada.
—Mira el paisaje, las flores. Es una tierra de armonía, de
paz, de mucho colorido. Es perfecto.
—Todo es perfecto, ideal —dijo ella—. Todo excepto estos
zancudos. ¡Son terribles!
El tesoro de la playa el coco
Una noche yo me sentaba al lado de mi abuelo mientras me
contaba La
leyenda de la cadena de oro, una historia típica de San Juan
del Sur,
Nicaragua. Ya me había dicho el cuento muchas veces, pero no
le dije a
mi abuelo porque no quería que sintiera resentido. Por fin,
terminó con
las últimas oraciones.
—Podían escuchar también chapoteos ruidosos y el grito,
“¡Auxilio! ¡Me
hundo! ¡Y que sea maldito el señor Morgan!” Entonces no se
oía nada
salvo el viento que soplaba suavemente en esa noche de
lluvia.
La luz del candil se fundía un poquito y mi abuelo dio
vuelta a la
perilla y la mecha quemó brillante de nuevo. Yo podía ver
por la luz
amarilla del candil el rostro de él, ahora nítido, cubierto
de arrugas
y rojo de quemadura del sol.
—¿Crees que es una historia verdadera, Abuelo? —le pregunté.
—Sé que es verdadera.
—Cuéntame más, Abuelito —dije yo—. ¿Fuiste en busca del
tesoro?
—Sí Nieto, lo hice —me dijo—. Un día, mejor dicho una tarde
en el año
1946 yo andaba por la misma playa, Playa el Coco. Era casi
de noche e
iba a San Juan del Sur. Podía sentir lo fresco de la arena
mojada entre
los dedos de pie ya que en esos días siempre andaba
descalzo. De hecho,
solía ganar dinero así. Yo era pobre en aquellos días. Casi
no tenía
con qué comprar ni siquiera una camisa. ¿Zapatos? ¡Dios mío!
—Abuelito...
—Era casi como hoy con los precios por las nubes. ¿Cuánto
pagó tu papá por estos zapatos tuyos?
—No tengo ni idea. ¡Pero el tesoro!
—Bien, bien... Como dije, yo caminaba descalzo. Pisé algo en
la arena.
Era algo como un anillo o un aro de acero o tal vez de
plomo. Yo creía
plomo al cogerlo porque era bastante pesado.
—¿De qué color era, Abuelito?
—No te lo podría decir, Nieto. Había anochecido y yo no
había traído foco de mano.
—¿Sabías que era?
—No. Al momento no. Sé ahora, pero a la sazón nada más creía
que era
chatarra. Sabía que en esos días había algunas fábricas
cerca de las
orillas del mar y había visto toda suerte de chatarra en la
playa.
Pues, un día pisé una tachuela que me clavó en la planta del
pie y tuve
que ir al médico, quien me clavó una aguja en el brazo. ¿Y
sabes por
cuánto me salió la broma?
—Abuelito, por favor...
—¡Doscientos córdobas! ¡Hijo! ¡Habría preferido el tétanos!
—Pero el anillo, Abuelito. Y el tesoro...
—Sí, sí. No te preocupes. Calla y escucha. Te diré todo.
Puse el anillo
en mi bolsillo y continué caminando. Dentro de poco pisé
otro aro y
luego otro. Puse los dos en el bolsillo con el otro y empecé
a caminar
de nuevo. Casi inmediatamente pisé otro y otro y luego uno
tras otro
hasta que tenía los bolsillos rellenos.
—¿Por qué los guardaste todos? —le pregunté.
—La verdad, no sé. Siempre me ha gustado coleccionar las
cosas. Has visto mi colección de estampillas alemanas.
—Sí como no, Abuelito.
—Una vez tenía una estampilla de correo con un retrato de
Hitler. ¿Sabes cuánto valdría en córdobas hoy?
—Mucho.
—Miles, Nieto mío. ¡Miles! ¿Y quisieras saber qué pasó con
ella?
—Ya...
—¡Alguien me la robó!
—Ya lo sé, Abuelito.
—¿De veras? ¿Cómo?
—Me has contado esta historia.
—¿De veras?
—Sí. Varias veces.
—No.
—Te lo juro. Pero estabas contándome una historia nueva que
me interesaba mucho.
—Bueno, bueno. A ver... ¿Qué me pasó luego? Ah, me acuerdo.
Yo andaba
con los bolsillos llenos y vi de repente algo en la arena.
En las
tinieblas al principio era nada más una sombra. Sin embargo,
al
acercarme, me di cuenta de que era una cajuela, un baúl.
—¡Una cajuela! ¡Un cofre!
—Sí. No sabía de dónde había venido. Yo andaba por la playa
a menudo y
nunca había visto ninguna cajuela allí. Tal vez hubiera sido
enterada —
sepultada — en la arena y la marea la había dejado al
descubierto. O
posiblemente flotó allá. Pero no; al tratar de levantar la
cajuela, la
encontré muy pesada. Nunca podría haber flotado por un solo
segundo; se
habría hundido al fondo de inmediato.
—¿Qué hiciste?
—La acomodé sobre mi espalda.
—Pero dijiste que era pesada.
—Y te dije la verdad. Yo era más joven y más fuerte en 1946
y podía botar el tronco de un roble sobre una colina.
—No me vas a decir que caminaste a San Juan del Sur con la
cajuela a las costillas.
—Eso es exactamente lo que te voy a decir. Pero confieso que
no quería llevar los aros. Pesaban mucho y los boté todos al
mar.
—¿Y al llegar a San Juan del Sur abriste la cajuela?
—Por supuesto y no era tarea fácil, nieto mío. Estaba
cerrada con un candado grueso y me tardé más de dos horas en
romperlo.
—¿Qué encontraste adentro?
—Muchas cosas. Hasta hice una lista.
Mi abuelo sacó de su bolsillo de camisa una hoja de papel
amarilla y empezó a leer.
—Una botella vacía de Coca Cola, dos grifos de latón, un
pedazo de algo
negro del tamaño de una toronja que no sé qué es, un solo
zapato, dos
chinelas que no hacen juego, una herradura bien oxidada, una
guía
telefónica de San Luís Potosí sin portada, los restos de
algo de mimbre
que anteriormente podría haber sido un cesto de basura,
exactamente 86
colillas de cigarro de marca Raleigh y dos calcetines
sucios.
—¿Es todo?
—¿Era mucho, joven.
—Pero no valía nada.
—No. No valía un centavo.
—Y hoy solamente tienes la cajuela: la que tienes en la
casa.
—¿Cómo? No, no. Compré esa en un almacén en Managua años
después —Hizo
un chanchito—. ¿Qué iba a hacer con la otra que olía de pez
podrido y
calcetines sucios?
—Pero qué historia tan triste. Nunca encontraste tesoro.
—¡Todo lo contrario! Encontré tesoro y llegué a ser rico.
—¿Cómo que rico? ¿Con colillas y calcetines sucios?
—No. Con oro. Creía que había tirado todos los aros al mar,
pero me
equivoqué. Me sobró uno que más tarde encontré en un
bolsillo. Era de
oro puro: veinticuatro quilates. Los otros, sí los boté al
agua pero
durante unos quince minutos yo era verdaderamente rico.
—Qué mala suerte. Te compadezco, Abuelito. Estos quince
minutos no te deben de ofrecer mucho consuelo.
—Quizás no. Pero he aprendido que no tengo más remedio que
contentarme con lo que me pasa en esta vida.
—¿Por qué nunca me dijiste este cuento antes? Creía que los
había escuchado todos y más de cien veces cada uno.
—Esto se debe a una razón —él dijo—. Acabas de cumplir
catorce años. Ya
no eres un niño en absoluto y yo sabía que era hora de
contártelo.
—No entiendo, Abuelito.
—Nieto, tienes razón. Soy más salado que el mar. No he
ganado dinero para nada y sé que siempre he sido un fracaso.
—No te menosprecies, Abuelito.
—Es cierto. Siempre he querido dejarte una herencia. Debes
heredar algo
aunque sea de un pobre y desafortunado abuelo, un anciano
locuaz que
habla mucho más de lo que le conviene. Mereces más que
eso...una
herencia.
—No importa.
—Sí importa. Nieto mío, el aro era un eslabón.
—¿Un eslabón?
—Sí. De una cadena de oro.
—¡La leyenda!
—Por lo visto no era leyenda. Escúchame. Un solo eslabón,
aun uno de
oro puro, no vale muchísimo, pero un eslabón de la famosa
Cadena de Oro
vale mucho más de lo que pesa en ... bueno ... oro.
La luz del candil empezó a fundirse otra vez y súbitamente
no creí más
el cuento, ni la leyenda. Los dos me parecían ser de algún
mundo
irreal. Sabía también que mi abuelo era amigo de las bromas.
Me sentía
deprimido.
—Mereces una herencia, Nieto —dijo mi abuelo.
Luego sacó del bolsillo de sus pantalones algo dorado y
pesado. Brillaba en la tenue luz del candil.
—Aquí tienes.